martes, 26 de mayo de 2009

Sobre el mágico engaño del arte por Susana Farré (a propósito de "F for Fake")

Todos los artistas dejan ver en sus obras crepusculares la parte más reflexiva de su visión existencial. Orson Welles, ya en la última etapa de su creación, realizó con F for Fake una magnífica reflexión sobre uno de los temas que más insistentemente aparece a lo largo de toda su filmografía: la dualidad entre lo real y lo ficticio en la representación artística.

Muchas de las obras de Orson Welles tratan sobre grandes personajes que comparten un halo de misterio y un alma infranqueable. Así, existe cierto paralelismo entre las figuras de Kane, Quinlan, Arkadin, Otelo e incluso los frustrados Kurtz o Hannaford. El mismísimo Welles consiguió forjarse una personalidad enigmática como artista rechazado e incomprendido por la industria. A Welles le gustaba en sus obras tratar de confundir los hechos narrados con una pretendida realidad documental que no era más que una segunda ficción. El discurso realista se entrecruzaba en muchas de sus obras con la más extrema estilización formal, de manera que, al analizarlas, se hace imposible diferenciar la verdad de lo meramente ficticio. Esta dualidad entre lo que es realmente cierto y la pura farsa fascinaba a Welles, llegando a configurarse a lo largo de su carrera como uno de los ejes temáticos de mayor envergadura en sus obras (1). No deja de sorprender, no obstante, que lo que esconde Welles bajo la chistera pueda ser en realidad una cruda reflexión existencialista sobre el sentido de la identidad en el ser humano. Como el claro ejemplo de Kane o el mismo Joseph K. de El proceso (Le procès, 1963) estos personajes se plantean en muchos casos la verdad sobre su propio yo llegando a afirmar, como Arkadin, que no saben quién son.

Algunos defienden que se puede considerar toda la filmografía de Welles como crepuscular, y que detrás de cada uno de sus films se encuentra siempre la misma búsqueda: la verdad sobre el alma humana. Pero Welles jugó siempre al ratón y al gato con aquellos que quisieron conocer la suya propia. Durante su vida, la misma búsqueda existencial que sobre los personajes se ejercía en sus films, se intentó extrapolar a la figura del director. Biógrafos, periodistas y críticos intentaron recomponer las piezas del personaje más ambiguo y enigmático de toda su filmografía: él mismo. Aún no existir en los films de Welles un alter ego (2) irrefutable de su propia personalidad, fragmentos del director se escapan escurridizamente del alma de sus personajes. Pero el difícil discernimiento entre lo puramente autobiográfico (real) y la simple representación muestra que Welles dejaba bien claro que el engaño y los dobles significados también forman parte del juego.

F for Fake es una historia sobre engaños. En los inicios de la carrera profesional de Welles se encuentran diversos precedentes formales de este film. Tanto el pastiche biográfico de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) como el inacabado documental sobre el Carnaval de Brasil It's All True (1942), son claros precedentes de esta película. Utilizando como punto de partida un material no rodado por él, sino perteneciente a los descartes de un documental sobre falsificadores que François Reichenbach había realizado en 1968 para la televisión francesa, Welles teje con F for Fake un complejo rompecabezas en el que la dualidad realidad/ficción se lleva al extremo. Los ejes narrativos principales son las historias de dos de los más famosos falsificadores del siglo XX: el primero de ellos es Elmyr d'Hory, pintor americano de poca monta que saltó escandalosamente a la fama por ser el mayor falsificador de obras de arte conocido hasta entonces. D'Hory falsificaba cuadros de Modigliani, Matisse o Picasso, y era reclamado por la justicia de varios países. La corrupta trayectoria profesional de d'Hory salió a la luz a través de una biografía publicada por un escritor venido a menos, a quien d'Hory había conocido en Ibiza y que se había casado con una amiga del pintor, también artista. Welles quedó fascinado por el material que sobre d'Hory vio en el documental de Reichenbach y finalmente se decidió a realizar el film tras estallar el escándalo publicado en Life que denunciaba otro fraude, esta vez realizado por el mencionado biógrafo de d'Hory, Clifford Irving, el cual fue acusado de la publicación de una autobiografía totalmente falsa sobre el multimillonario Howard Hughes. Esto le venía que ni pintado a las intenciones de Welles, así que rodó material auxiliar sobre los dos falsificadores, los cuales hablaban abiertamente de sus respectivos escándalos con una seguridad que poco presagiaba su oscuro destino (3). La película que finalmente montó Welles, era un caótico collage que mezclaba fragmentos del material ajeno perteneciente a Reichenbach con los filmados por él mismo y también con trozos de otras obras (4) . El film expone el retrato de dos personalidades tan interesantes como enigmáticas, tal y como gustaba Welles experimentar en su cine. Pero en él también se incluye un autorretrato, y el dúo de protagonistas se amplía y enriquece con el análisis de Welles sobre el propio Welles. En un prólogo en el que el director aparece como prestidigitador ante unos atónitos niños, Welles comienza a jugar traviesamente con la ambigüedad de su propio yo. Posteriormente, y tras afirmar que lo que acontece en la hora siguiente del film es pura realidad (paradoja que trata de cuestionar en sí la realidad sólo aparente de cualquier hecho fílmico, por realista y documental que sea), Welles procede a desgranar las identidades de los dos estafadores, utilizando para ello un montaje vertiginoso en el que combina los fragmentos rodados por Reichenbach con los suyos propios y en los que intercala su narración alternando su aparición en pantalla con el maremagnum de datos de las historias de d'Hory y de Irving.

F for fake no es un film montado, es en sí un montaje. Welles dirige con maestría en el film el ensamblado de planos asfixiantes que se suceden a una velocidad de vértigo. El collage de imágenes se ve reforzado por la inclusión de fragmentos de periódicos y noticiarios televisivos, que configuran una segunda narración de fondo de carácter más objetivo y documental que los fragmentos de las entrevistas a los estafadores, material del cual el espectador de por sí ya desconfía. La sala de montaje, como laboratorio del científico-mago es el escenario de la narración de Welles, y en ella la moviola aparece como el instrumento creador de magia, que permite convertir unos fragmentos de película inconexos en un continuum que otorga realismo y engañosa autenticidad a lo montado. Se produce en este film una excelente puesta en práctica de los antiguos ejercicios formales realizados por la escuela soviética de los años veinte. Los experimentos de Kuleshov, que trataban de demostrar el poder del montaje como creador de una ilusoria continuidad espacial y de significado entre planos, están de alguna manera presentes a lo largo del film, todo el cual es en sí ya un experimento formal. Un magistral ejemplo se da en la secuencia del fotomontaje de Picasso, en la cual Oja Kodar mantiene un falso idilio con el pintor, quien aparece cómicamente representado en fotografías recortadas de diversas expresiones de su cara tras una persiana veneciana, creando con ello una ficción que denuncia el gran poder ilusionista del montaje. Es el cine pues, a través del procedimiento de ensamblaje de planos, un fraude, ya que bajo la apariencia de realidad que muestra, se esconde la mayor mentira que un medio artístico pueda perpetrar: la falsificación de la realidad. Aquí aparece una de las reflexiones más importantes del film: ¿qué es realmente el arte? ¿quién tiene el poder para decidir qué es realmente artístico o no? Afirma d'Hory que sus falsificaciones, extendidas por todo el mundo y que cuelgan de las paredes de reconocidos museos, se convierten en obras artísticas si son expuestas durante suficiente tiempo. La polémica estaba servida, y venía irónicamente a cuento de las acusaciones que Welles había recibido tan sólo dos años antes por la crítica cinematográfica americana Pauline Kael, en las cuales se cuestionaba la autoría de Welles sobre el guión de su Ciudadano Kane, el único reconocimiento oficial de la industria a su obra. No hay nada gratuito en la reflexión de Welles. Existe un amargo paralelismo entre la crítica al mercado del arte, al funcionamiento de éste como fábrica de dinero que controlan unos pocos, quienes se creen con el único criterio para determinar qué es arte y qué no, y la triste realidad que acompañó la filmografía de Welles.

Tras el retrato de los dos falsificadores, y aún dentro de la hora establecida como "rigurosa realidad", Welles pasa a realizar su autorretrato, describiendo su particular incursión en el mundo del fraude con diversos ejemplos de su trayectoria profesional, ente los que destaca de manera especial el que protagonizó al representar radiofónicamente la invasión marciana en Nueva Jersey. Welles se introdujo a sí mismo en el film como falsificador, según él mismo comenta, para no dar una imagen de prepotencia sobre los otros dos impostores. Pero lo cierto es que en el film de Welles existe más una reflexión personal sobre su propia condición de artista que no un retrato objetivo de unos falsificadores. Cerrando ya la hora anunciada de pretendida realidad objetiva, Welles se sumerge a continuación en un monólogo existencial en el que plantea lo efímero de la vida y la obra del hombre, poniendo en tela de juicio la importancia de la creación y la autoría del artista, a quien irremisiblemente el tiempo acaba por destruir. Este aparente desprestigio sobre la obra de arte y sobre el espíritu del artista plasmado en ella, no puede responder más que la irónica respuesta ante los ataques de la Kael, los cuales precisamente lo acusaban de farsante en la autoría de su propia obra. Welles finaliza el film con un epílogo en el que perpetra otra farsa más: la del ya mencionado fotomontaje de Picasso que lo convierte en un viejo verde seducido por los encantos de la bellísima Oja Kodar. Esta secuencia había sido ideada unos años antes por la propia Oja, y Welles consideró que tal burla sobre el afamado pintor venía muy a cuento con las intenciones del film. Oja interpreta el papel de una joven que seduce al pintor y consigue de él, a cambio de posar desnuda y hacerle revivir su libinidosa juventud, veintidós cuadros que, aún pudiendo ser vendidos como obras originales de un período nuevo del pintor, son destruidos por el abuelo de la joven quien vende imitaciones de estos como si fueran los originales. De nuevo la farsa de la representación y la realidad, el doble juego entre la copia y el original. Este es el fraude particular del prestidigitador Welles, el guiño a toda su carrera como mago cinematográfico.

F for Fake se configura actualmente como una de las mejores y más personales obras de Orson Welles. Los últimos quince años de la carrera del cineasta, desarrollados principalmente en Europa, fueron quizás los más duros para él, en los cuales los proyectos se sucedían con multitud de dificultades para encontrar financiación. Welles manifestó que con F For Fake descubrió un nuevo tipo de cine, aquel que quería seguir realizando a partir de entonces (5). Pero la mala aceptación que el film obtuvo en Estados Unidos y Gran Bretaña no hizo más que acrecentar la enorme decepción que Welles sentía hacia la industria a la que había dedicado lo mejor de su genio. Y es que si el negocio cinematográfico americano no quiso o no supo entender su arte, bien es cierto que afortunadamente y pese a ello, Welles nos legó unas obras que bien merecen, ¿por qué no?, el calificativo de arte.

(1) Sirva de ejemplo a su gusto por el mundo de las falsas apariencias, uno de los espectáculos más curiosos en la trayectoria profesional de Welles, el Wonder Show de Orson Welles, espectáculo de variedades creado para entretenimiento de los soldados que partían al frente durante los años de la Segunda Guerra y en el cual colaboraban con Welles sus incondicionales del Mercury, entre los que se encontraban Joseph Cotten o Agnes Moorehead, así como la misma Rita Hayworth y en algunas ocasiones hasta la inestimable amiga Marlene Dietrich.
(2) El personaje que se considera más cercano a la personalidad del cineasta fue precisamente el Jake Hannaford de The Other side of the Wind, interpretado por el mismísimo John Huston, película que nunca llegó a acabar, aún cuando lo intentó durante diversos años (el rodaje le ocupó de 1971 a 1976)
(3) Elmyr d'Hory acabó suicidándose ante la posibilidad de aceptación de extraditación por parte del gobierno español al francés, y el matrimonio Irving acabaron finalmente en la cárcel, en Estados Unidos.
(4) La imágenes que ilustran la narración del episodio de La Guerra de los Mundos que protagonizó Welles en el año 1938 pertenecen a la película The Hearth vs The Flying Saucers, realizada por Fred F. Sears en 1956. También se incluía un fragmento del espectáculo de magia antes mencionado en el que Welles cortaba en dos nada menos que a Marlene Dietrich.
(5) Las afirmaciones de Welles que se comentan en este artículo están extraídas del documental biográfico producido por Canal+ en el año 2000: Orson Welles en el país de Don Quijote, realizado por Carlos Rodríguez sobre un guión de Carlos F. Heredero.

Dice T. W. Adorno

"La ley formal más profunda del ensayo es la herejía."

viernes, 22 de mayo de 2009

De eso se trata (el arte del ensayo) por Juan Gabriel Vásquez

Leo por estos días De eso se trata, el último libro de ensayos literarios de Juan Villoro, y me pregunto cómo lo hace.

Tan eruditos como pedagógicos, tan corteses con el experto como con el recién llegado, los ensayos de Villoro son un modelo de lo que puede dar este género tercamente meditabundo en este tiempo en que la meditación (y su compañera de viaje, la incertidumbre) es sospechosa. “El ensayo literario —nos dice en un prólogo que no tiene desperdicio— sirve por igual a los lectores con pie plano que a caminantes consumados, al que ignora casi todo de los temas tratados y al que conoce más que el autor”. Y eso es en buena parte porque el ensayo, como lo practica Villoro, es un género juguetón: el ensayista se aleja de toda percepción de la literatura como ciencia, y no quiere exponernos —o imponernos— sus certezas, sino compartir —nunca impartir— sus dudas. “Ensayar: leer en compañía”. Pues eso.

El libro es un recorrido por obsesiones que sus lectores ya le conocíamos a Villoro y por otras que nos resultan nuevas y acaso sorprendentes. Dos textos sobre Shakespeare y Cervantes abren la serie; la cierra una extensa reflexión sobre Onetti, cuyos libros, ahora que se cumple un siglo de su nacimiento, van generando no ríos de tinta, pero sí un goteo firme y constante. En el medio hay ensayos sobre los viejos amigos germánicos del germanófilo Villoro: Lichtenberg, Goethe, Klaus Mann. Hay ensayos sobre Hemingway (tres, para más señas) y sobre ese tío político de Hemingway que fue Chéjov. Hay un ensayo sobre Bajo el volcán, de Lowry, y otro sobre El entenado, de Saer. Y todos me han remitido por caminos misteriosos a aquella idea de Ricardo Piglia: la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía.

Es cierto que la crítica y el ensayo son cosas muy distintas, pues el crítico intenta iluminar un texto, hacer un juicio de valor, dar a cada cual lo que se merece; mientras tanto, el ensayista quiere relativizar los valores, subvertir las jerarquías, leer un clásico como nunca se había leído antes o leer algo que nunca se había leído como si fuera un clásico. Pero el fondo de la frase de Piglia no cambia: los ensayos de un autor de ficciones suelen ser con frecuencia los lugares más reveladores, no sólo sobre las ficciones del autor, sino sobre el autor mismo. Martin Amis dice que todo novelista que practica la crítica es un proselitista secreto de su propia obra. Mientras comenta o explora los textos ajenos, el novelista quiere dar pistas a sus lectores sobre cómo le gustaría que se leyeran los propios. Un libro de ensayos es una sutil y abstracta confesión sentimental. “Un strip-tease al revés”, dice Villoro, aplicándole al ensayo la metáfora que Vargas Llosa usaba para la ficción.

“Profesionales del yo, los escritores están obligados a explicarse a sí mismos no a partir de sus libros, sino de las recónditas intenciones que los llevaron a escribirlos”, escribe Villoro en El diario como forma narrativa. Y se me ocurre que el ensayo literario es testimonio de la rebeldía del escritor ante esa situación: en vez de aceptar la obligación de confesarse en público, el escritor hace esa confesión lateral e indirecta que es un ensayo: explica sus libros al explorar los de los otros. Y al hacerlo, además, se explica a sí mismo.

Standard Operating Procedure por María Andrea Díaz

Parece inevitable recordar los espasmos electrónicos que dan comienzo a Extreme Ways, uno de esos singles desinteresadamente pensados por Moby para sonar, si se quiere, en una película de espionaje y acción como las de James Bond, cuando vemos en pantalla a los militares estadounidenses entrevistados de frente, con ojos que delatan una postura pensativa, en el ultimo documental de Errol Morris sobre otro de los tantos archivos motivo de escándalo en la última década, también patrimonios de la humanidad: las fotografías de Abu Ghraib, Iraq.Se trata de un documental de recreación, que más allá de pagar factura como la película de ficción o el dramatizado de eventos reales, como lo pregonaron algunos críticos en un primer momento, apelando a unas reglas que nadie sabe de donde salieron y quizá desde una interpretación que no considera otras herramientas de las que puede valerse un producto audiovisual como el documental, pretende “contar la verdad del horror de la política actual en Estados Unidos”, en palabras de su director, apoyándose tanto en el contenido de las fotografías, como en la reconstrucción y representación de los hechos, a partir de los relatos hablados en presencia de una cámara por un mecanismo llamado interrotrón, que permite al personaje responder al público con la atención de su mirada, mientras no pierde de vista el rostro de quien conduce el hilo de la charla.Especulando sobre sus logros, el film no es más que la cosecha de un conjunto de cavilaciones personales sobre los Procedimientos Standard de Operación o Razón de Estado, este último término atribuido a Nicolás Maquiavelo “para referirse a las medidas que ejerce un gobernante para preservar” el orden amenazado, de aquellos suboficiales y militares de bajo rango, responsables de algún modo, de los atropellos a los prisioneros iraquíes dentro de la complicidad de un colectivo de personas inexpertas, sin la madurez psicológica necesaria y propia de los veteranos para lidiar con los avatares de una guerra, que como todas las libradas hasta nuestros días, no vale ni la angustia ni el sacrificio de una vida, que al fin y al cabo tampoco es nuestra, por más que nos contorsionemos para creerlo entre las risotadas y el bullicio de la multitud. “¿Je suis l’autre?”

Dejando de lado aquellas apreciaciones quizá demasiado personales, siempre es bueno saber de personajes como Morris en el panorama de las grandes ligas, parados sobre un precepto de resistencia que acepta como absolutamente relativa la postura propia, pero que defiende sin titubeos la idea de “uno debería hacer películas por convicción”, aunque al final nos quede la sospecha de sombras y fantasmas moralistas.
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Parece inevitable recordar los espasmos electrónicos que dan comienzo a Extreme Ways, uno de esos singles desinteresadamente pensados por Moby para sonar, si se quiere, en una película de espionaje y acción como las de James Bond, cuando vemos en pantalla a los militares estadounidenses entrevistados de frente, con ojos que delatan una postura pensativa, en el ultimo documental de Errol Morris sobre otro de los tantos archivos motivo de escándalo en la última década, también patrimonios de la humanidad: las fotografías de Abu Ghraib, Iraq.Se trata de un documental de recreación, que más allá de pagar factura como la película de ficción o el dramatizado de eventos reales, como lo pregonaron algunos críticos en un primer momento, apelando a unas reglas que nadie sabe de donde salieron y quizá desde una interpretación que no considera otras herramientas de las que puede valerse un producto audiovisual como el documental, pretende “contar la verdad del horror de la política actual en Estados Unidos”, en palabras de su director, apoyándose tanto en el contenido de las fotografías, como en la reconstrucción y representación de los hechos, a partir de los relatos hablados en presencia de una cámara por un mecanismo llamado interrotrón, que permite al personaje responder al público con la atención de su mirada, mientras no pierde de vista el rostro de quien conduce el hilo de la charla.Especulando sobre sus logros, el film no es más que la cosecha de un conjunto de cavilaciones personales sobre los Procedimientos Standard de Operación o Razón de Estado, este último término atribuido a Nicolás Maquiavelo “para referirse a las medidas que ejerce un gobernante para preservar” el orden amenazado, de aquellos suboficiales y militares de bajo rango, responsables de algún modo, de los atropellos a los prisioneros iraquíes dentro de la complicidad de un colectivo de personas inexpertas, sin la madurez psicológica necesaria y propia de los veteranos para lidiar con los avatares de una guerra, que como todas las libradas hasta nuestros días, no vale ni la angustia ni el sacrificio de una vida, que al fin y al cabo tampoco es nuestra, por más que nos contorsionemos para creerlo entre las risotadas y el bullicio de la multitud. ¿Je suis l’autre? Dejando de lado aquellas apreciaciones quizá demasiado personales, siempre es bueno saber de personajes como Morris en el panorama de las grandes ligas, parados sobre un precepto de resistencia que acepta como absolutamente relativa la postura propia, pero que defiende sin vacilaciones, quizá después de manotear entre brumas de incertidumbre, la de “uno debería hacer películas por convicción”, por muy inocuo o sospechoso que pueda parecer imaginarse a estas alturas del partido, la lucha de un mal inminente en nombre del bien universal que nos protege, cuando ambos se codean aquí y allá funcionando como bombas de agua, de ese espectáculo magnifico y monstruoso que no deja de ser el río insondable de la existencia.

Del castigo a la tortura (del eufemismo a la realidad) por Lina M. Sánchez C.

Preámbulo
La fotografía ha sido parte primordial para el registro de grandes acontecimientos mundiales. El right place – right time, por ejemplo, con el que Bresson capturó sus fotorreportajes, las tipografías que durante la Gran Depresión retrataba Sander, el polémico libro Krieg dem Kriege de Ernst Friedrich sobre las atrocidades de la Primera Guerra Mundial, el libro Los Comunistas en el que Rotchenko retrataba a los líderes soviéticos antes de que Stalin se tomara el poder; todos han denunciado y han puesto en evidencia ante el mundo, las verdades ocultas de los hechos más relevantes de la historia.

Actualmente, la noción de denuncia que la fotografía albergaba se ha tergiversado. Ahora las cámaras siendo más accesibles para el público, han adquirido una nueva función dentro de la comunidad, generando un nuevo tipo de fotografía: la de aficionado. Así que no es difícil imaginar, que precisamente por esa nueva categoría, los hechos realmente importantes que se capturan pasen a un segundo plano y lo relevante dentro de la imagen, se convierta en lo más trivial que pueda aparecer en ella. Adicionalmente, esa función que se le atribuye a la fotografía, proporciona para las personas la capacidad de relatar sus vidas; las comunidades virtuales son un claro ejemplo de este fenómeno social: ahora son más los que cuentan su historia real ejerciendo un papel protagónico, que pueda ser “reconocido” en la web.

Sin embargo, y pese a que el contexto real que se retrata en la fotografía puede pasar a un segundo plano debido al carácter protagónico y sensacionalista que se despliega de quien la captura o posa para ella, esta nueva categoría, que surge por un afán constante de mostrar la vida real, no es del todo inocente; de hecho, no surge de un modo ingenuo y siempre busca una intencionalidad, una provocación. Aunque la intención de quien captura la fotografía, como lo afirma Sontag en su libro Ante el dolor de los demás, no establece lo que realmente significa pues ésta “sólo tiene un lenguaje y está destinada en potencia de todos.” [1]

Durante la invasión a Irak en 2003 la prisión de Abu Ghraib fue utilizada para encarcelar a los llamados rebeldes por el gobierno de Estados Unidos. Hacinados en un espacio con capacidad para 700 recluidos, los 7000 iraquíes que subsistían en este lugar, eran constantemente torturados y humillados por parte de los sargentos que estaban a cargo de la prisión; y sin que bastase, estos hechos eran capturados por cámaras de los mismos soldados que estaban al mando. Sin mostrar alteración alguna por presionar el obturador, disparando el flash hacia hechos cotidianos, hacia el procedimiento ordinario de ejecución que los sargentos realizaban, tratando de anteponer la cultura occidental sobre otra, estos soldados estadounidenses reproducían imágenes como una bitácora que registra lo transcurrido en el día. Bitácora que desde que salió a la luz pública, se ha convertido en lo que, al parecer, los comandantes encargados de Abu Ghraib nunca habían contemplado: en denuncia.

***
“Las intenciones del fotógrafo no determinan la significación de la fotografía, que seguirá su propia carrera, impulsada por los caprichos y las lealtades de las diversas comunidades que le encuentren alguna utilidad”[2]

En su más reciente documental, además de haber escrito un libro sobre el mismo tema, Errol Morris establece por medio de entrevistas a los sargentos implicados en los acontecimientos ocurridos en Abu Ghraib, una narración que contempla de manera profunda y exhaustiva la historia casi total –aunque no esencialmente verídica, puesto que la última palabra sobre este tema no ha sido, y tal vez no será, pronunciada- sobre el trato que los prisioneros iraquíes recibieron por parte de los soldados estadounidenses que estaban al mando.

Paradójicamente, era la censura militar la que durante la Primera Guerra Mundial, no permitía fotografiar la movilización. Ahora y hablando específicamente de Abu Ghraib, son los mismos militares los que capturan esta infamia. Haciendo una comparación entre el libro de Ernst Friedrich Krieg dem Kriege –del que habla Sontag en su libro- el cual retrata diez años después de finalizada la Primera Guerra Mundial, las atrocidades que dejó la guerra, con las fotografías tomadas en la prisión iraquí, se puede observar que a pesar de mostrar el mismo contenido: las barbaries que surgen a partir de los actos bélicos a los que son sometidos tanto civiles como militares implicados, la diferencia es que Krieg dem Kriege surge como protesta, como denuncia ante las ejecuciones cometidas durante este periodo. Las fotografías de Abu Ghraib son capturadas como muestra del “normal” funcionamiento y comportamiento de los militares hacia los prisioneros, a tal punto de sonreír y posar frente a la cámara mientras algún iraquí es torturado. La connotación de la imagen entonces cambia; sin embargo, Morris utiliza estas imágenes para recobrar la denuncia que las mismas proponen. El documental a su vez propicia una mirada al otro lado de la moneda: la reconstrucción de la historia no sólo sugiere una interpretación hacia la imagen, sino a las versiones de los militares que estuvieron presentes durante lo ocurrido.

Por lo anterior, Morris logra una minuciosa replantación de los acontecimientos; “alterando indeleblemente nuestra percepción sobre la no-ficción, presentando ante la audiencia lo mundano, lo bizarro y haciendo historia con su distintivo élan”[3] como lo describe la biografía del website oficial, el documentalista que ha tomado la palabra y se ha posicionado frente al tema, lanza una noción no sólo sobre el contexto de las fotografías tomadas en ésta prisión, sino que juega además con el impacto visual que generan tanto las imágenes de archivo, como las creadas para el mismo documental. Standard Operating Procedure recrea de manera impecable los relatos que los sargentos narran en las entrevistas concebidas para su realización, por medio de un incomparable equipo de producción, algo que no se había visto nunca en un trabajo visual de tipo no-ficción. Morris realiza un seguimiento a la vida de estos soldados durante su estadía en la prisión, la manera en que se ejecutaban los actos y a su vez registra las versiones sobre la significación que estas acciones tienen para quienes las realizaron.

La versión de Tim Dugan, uno de los interrogadores a civiles de Abu Ghraib, es la que inicia el documental. El sargento supone que muchos de los actos cometidos en la prisión, fueron realizados por una obligación social; porque cuando se está en guerra las normas cambian y lo que se entiende por moralmente malo o bueno puede variar: “fue una cagada colectiva, sin duda nunca había visto nada parecido. Nunca creí que vería tantos soldados americanos tan deprimidos y con la moral tan baja. Fue increíble todo. Tienes que darte por muerto y si regresas eres un cabrón con suerte. Pero si estás allí y te das por muerto haces la mierda que haga falta.” Esto tal vez demuestre que los soldados, a pesar de considerar “normal” en Abu Ghraib el trato que le daban a los prisioneros y pese a que la tortura estaba estipulada como funcionamiento interno, sabían que realmente siempre iba a estar la incertidumbre de que todo saliera a la luz ocasionando un daño colectivo, no sólo para los sargentos involucrados, sino para la imagen del país que representaban.

Por esa misma razón, cuando todo se destapó “la reacción inicial del gobierno consistió en afirmar que el presidente estaba asqueado con las fotografías, como si el horror recayera en ellas, no en lo que exponen (…)” como lo presenta Sontag en su ensayo Ante la tortura de los demás: a pesar de que Bush, quiso evitar la palabra “tortura”, reconoció a los prisioneros como “combatientes ilegales” por lo que no había derechos que los ampararan y su primera reacción fue frente a las fotos y no a los actos que ahí se demostraban, los sargentos que estaban a cargo de la prisión, por lo que muestra el documental, sí lo alcanzan a reconocer. Es el caso de Sabrina Harman, especialista de policía militar y Lyndie England, encargada de operaciones privadas, quienes, como lo escribe Harman, estaban en “el espacio y lugar incorrecto”. Sin embargo, como lo resalta Brent Pack, el agente especial de investigación criminal, delegado para toda la recolección de las imágenes producidas en la prisión “las fotografías son lo que son. Pueden interpretarse de forma distinta pero una foto muestra lo que hay. Puedes añadirle otro sentido pero estás viendo lo que pasó en ese preciso instante. Se puede percibir emoción en los rostros y sentimientos en sus miradas (…)”

Los soldados, como lo demuestran sus versiones, sabían que algo andaba mal en el funcionamiento de la prisión, no obstante, quedaron disconformes ante la sentencia convenida como lo afirma la sargento Harman: “intentaron acusarme de la destrucción de una propiedad del gobierno, cosa que no entiendo, y de maltrato por sacar fotos de un muerto. Si está muerto, no entiendo cuál es el maltrato” y uno de los interrogadores de inteligencia militar, Roman Krol: “me cayeron diez meses de cárcel, me degradaron a soldado raso y me castigaron por mala conducta. Más que castigarme esa sentencia me humilló. Ocho meses en la cárcel por echarle agua a alguien. Es humillante. La gente se ríe de eso.” Esto puede obedecer a que en primer lugar y como se afirma en el documental, la presión que los soldados realizan a los prisioneros es lograda, sobre todo, porque se antepone una cultura sobre otra. Los prisioneros quedan subyugados ante la cultura occidental y más específicamente, al imaginario construido por las fuerza armadas de los Estados Unidos sobre la noción de “construcción de país”: “el corazón de Estados Unidos son sus fuerzas militares y de ellos depende que ningún terrorista los ataque”. Esta conmoción creada puede excusar cualquier acto que algún soldado desea hacer puesto que es por “el bien de su país”. En segundo lugar, según las versiones de los mismos soldados, se sabe que las reglas en la guerra cambian y esto se puede convertir en otra excusa para hacer lo que se tenga que hacer sin salir afectado. Pero las normas retornan a su significado real cuando todo sale a la luz pública; “Las fotografías sólo muestran una fracción de segundo. No ves las causas ni las consecuencias. No ves más allá del encuadre.”[4]

Lo paradójico de todas las acciones ocurridas en Abu Ghraib, es que no fue gracias a las torturas, a los interrogatorios ni a los procedimientos ordinarios de ejecución que lograron capturar a Husseim. La guerra sin fin que el gobierno Bush propició en Medio Oriente, sólo ha causado conmoción a tal punto de reconocer como terroristas sin justificación alguna a muchos civiles iraquíes y torturarlos con el objetivo de sacar información la mayoría de veces inservible para las investigaciones. Aún reconociendo la gran falla que desde Inteligencia Militar, hasta soldados que cuidaban los pasillos de Abu Ghraib, estaban realizando, la sentencia se quedó demasiado corta y las excusas del presidente Bush sólo dieron razón de algo que Sontag argumenta en su ensayo Ante la torturar de los demás: “Estados Unidos se ha convertido en un país en el que las fantasías y la ejecución de la violencia se tienen por un buen espectáculo, por diversión”[5].

Por esa razón, y haciendo énfasis en el eufemismo que lleva por nombre el documental, el juicio final sobre los atroces actos cometidos en la prisión y capturados por los mismos soldados sólo pudo resolver que: “si se hiere a alguien físicamente estamos ante un acto delictivo. Obligar a que alguien adopte posturas sexuales humillantes también (…) El individuo con los cables atados a las manos y de pie sobre una caja: Procedimiento ordinario de ejecución. De eso se trata. Las bragas en la cabeza son un toque añadido, pero tan sólo es privación del sueño. No estaban siendo torturados per se” así lo señala Brent Pack, el especialita encargado de investigaciones criminales. El proceso ordinario de ejecución, recae en la paradoja; coincidencialmente, en las fotografías que fueron tomadas bajo este eufemismo, no aparecen soldados implicados; y si bien, el gobierno Bush dio una repuesta ante lo ocurrido, quedaron variantes que Morris supo utilizar para la reconstrucción de la historia. Al retratar los dos lados de la moneda: lo que en sí misma muestra la fotografía y la versión que sus autores tienen sobre ella, construye una realidad oculta haciendo un descubrimiento insospechable; con este documental, no hay lugar para la distorsión, para el embellecimiento de las palabras, no caben los eufemismos; no se dice la última palabra, pero es una muy acertada forma de ver lo que la historia nos muestra.

Tal y como en otras épocas se lo propusieron asociaciones como la Farm Security Administration, Morris retrata la vida de estos sargentos después de lo ocurrido en Abu Ghraib, mostrando una intencionalidad específica: quienes realmente pueden llegar a tener la última palabra sobre lo ocurrido en la prisión, son los soldados involucrados. El gobierno de Bush, con sus versiones tergiversadas y mostrado preocupaciones alternas a lo que realmente es relevante dentro de todo este caos, no puede hacerse responsable de la gran connotación que tanto las imágenes como los relatos muestran. La historia resuena en sí misma a partir de este documental; ahora las imágenes no se exponen sólo como un registro de lo transcurrido en la prisión. Standard Operating Procedure da una visión que ningún otro medio ha sabido o querido dar sobre este caso, porque al parecer, para Estados Unidos, cualquier acto que genere conmoción o terror debe ser evadido para no alterar la aparente normalidad.

“Al este de Abu Ghraib había un enorme bosque de palmeras. Unos cinco o diez minutos después del amanecer millones de pájaros alzaban el vuelo desde las palmeras (…) Así que al menos empezaba el día, cada día, observándoles alzar el vuelo y al menos pensaba que, en este mundo, algo seguía normal.” Tim Dugan interrogador a civiles de la CACI

[1] SONTAG, Susan, Ante el dolor de los demás. Colombia: ALFAGUARA, 2003, p 29
[2] Ibid., p 49
[3] Página del documentalista Errol Morris [En línea] http://www.errolmorris.com/biography.html [citado en 01 de mayo de 2009]
[4] Megan Ambul Graner, sargento implicada en los actos cometidos de Abu Ghraib.
[5] SONTAG, Susan. Ante la tortura de los demás. En: El Malpensante, Colombia: (16 al 31 de jul., 2004) p. 27

miércoles, 20 de mayo de 2009

Medellín, a solas contigo por Gonzalo Arango

Un bus me deja a mitad de camino. Por 30 centavos compro 15 minutos de paisaje. A la montaña subo a pie, jadeando de calor hasta coronar la cumbre. A la casa donde voy se entra por una avenida de rosas cuyos botones estallaron esta tarde al sol. Todavía, en el perfume del aire, mi carne percibe la cópula de la naturaleza.
La visión de la ciudad es espléndida desde esta altura. Puede pensarse en un paisaje ideal para místicos, pero aquí viven los industriales antioqueños.
Todavía no me tomé una copa, y ya estoy ebrio. La voluptuosidad del aire emborracha mis sentidos. Me niego a beber para conservarme lúcido, y gozar este paisaje fascinante tan parecido a la gloria. Para empezar, un jugo de moras.
Marina me enseña el nombre de las matas que crecen en su jardín: gardenias, alelíes, crisantemos y girasoles. ¡Qué derroche de belleza! No falta un color, y todos los aromas están presentes. Escandalosa lujuria de esta tierra donde brota el milagro por el amor de un corazón y unas manos de mujer.
Quisiera vivir en medio de este esplendor de fuerza, sol y poesía. Pero tal vez no. Esta violencia desencadenada terminaría por matarme, es demasiado inhumana. Mi alma también ama la pobreza, la aridez y las piedras. Mi dicha muere en el exceso. Y esta belleza es perfecta. La felicidad tendría aquí su reino, pero también una muerte melancólica. El corazón necesita ausencias para alimentar el deseo.
Nos instalamos en la biblioteca. Tomamos un licor seco, excitante, y estamos felices. Tras los vidrios una terracita sembrada de pinos semeja un balcón sobre un abismo que titila: ¡La ciudad!
Anclada en la oscuridad, chisporrotea con sus neones brillantes. El viento mece los árboles. El cielo centellea apacible. Me siento despojado de espíritu, vacío de ideas, sólo abierto a las embriagueces del cuerpo.
Lenta y cálida invasión de felicidad que nace al mismo tiempo que la noche. Reconciliación de mi ser con el mundo. Esta noche sólo existo para afirmar, para consentir. No tengo dudas sobre nada. Ni siquiera los asesinos pensamientos de muerte. Perfecta plenitud en el mundo y en mi alma: una paz de piedra, dicha sin fondo.
Olor de eucaliptus y rosas en la biblioteca. Me digo: es el buen olor de la sabiduría, esta inocencia que no está escrita más que en el aire, y más alto aún, en las estrellas.
Cuando a media noche salgo en la terracita veo la ciudad iluminada, feliz bajo la fresca noche de verano.
¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules, como ojos de gringa.
De tu corazón de máquina me arrojabas al exilio en la alta noche de tus chimeneas donde sólo se oía tu pulmón de acero, tu tisis industrial y el susurro de un santo rosario detrás de tus paredes.
Bajo estos cielos divinos me obligaste a vivir en el infierno de la desilusión. Pero no podía abandonarte a los mercaderes que ofician en templos de vidrio a dioses sin espíritu.
Te confieso que no me gustaba tu filosofía de la acción, y elegí para mí la poesía. Este era el precio de mi orgullo y mi desprendimiento.
Tus mañanas son las más bellas que han amanecido en ciudad alguna. Pero me negaba a perder su contemplación por tus oficinas burocráticas. No, Medellín: prefería esperar tus mañanas en un bar, o en un parque solitario para que te vomitaras plena de libertad y radiante de sol sobre mi corazón borracho.
Por eso me decías “vago”, porque nunca fui avaro con tu belleza. En cambio tú nunca fuiste generosa con mi locura. Yo te daba mucho amor y te adoraba. Pero de tanto amarte casi me destruyes.
Huí de tu belleza y de tus glorias para conquistar las mías, en vista de que no parecías orgullosa de mis alabanzas, y me despreciabas como a un bastardo porque no hacía lo de todos: rezar el rosario, casarme, trabajar como un negro y después morir.
De noche te era fiel, era tu testigo desvelado para que tu belleza no fuera inútil: te aseguraba un reino en mi conciencia y una dicha en mi corazón exaltado. Pero nunca comprendiste la humilde gloria de tener un poeta errando por el corazón desierto de tus noches considerándote mi hogar, mi amante, y mi única patria.
Eres utilitaria en cambio, y preferías acostarte con gerentes y mercaderes. También eres tiránica, pues te place la servidumbre, dominar soberana en el reposo de los vencidos y los muertos.
Sola y pura con tu gloria inhumana. Avara con tu majestuosa belleza. No te das porque a todos has matado, Medellín asesina, Medellín de corazón de oro y de pan amargo.
¿Por qué te empeñas en matar el Espíritu? Yo sé: porque el Espíritu tiene sus glorias que te rivalizan en poder.
No todo es Hacer, Medellín. También No-Hacer es creador, pues no sólo de hacer vive el hombre. Dijo Lawrence: “Prefiero la falta de pan a la falta de vida”. Pero tu fanatismo laborioso no te da tiempo para asimilar otras filosofías de la vida. No has tenido tiempo de aprender el Poder sin la Gloria. A veces le coqueteas al Espíritu, pero pesas demasiado con tu materialismo para permitirte una grandeza que no es elevada, que no es del alma.
No tienes corazón ni ojos para estas gardenias que me rodean, estos lotos en su laguna, ni para esta carga embriagadora de perfumes, y esta dicha carnal que me llega del silencio. Eres de una inocencia perversa porque asesinas el alma de las flores; porque arruinas el cielo con tus vomitadoras chimeneas; porque robas al sueño su silencio con tus ronquidos de producción en serie.
Hay otras mercancías que no produces: los alimentos del alma. Ni siquiera tienes una fabriquita para alimentos del alma. Tus politécnicos y universidades sólo vomitan burócratas, peones, jefes de personal y millares de contadores para tu potente máquina económica, tus cerebros electrónicos y tu Bolsa Negra.
¡Castrados de espíritu! Y yo sé que no son brutos. Al contrario, son idealistas y mesiánicos, herederos de conquistadores. Pero tú eres horriblemente frustradora.
Eres incapaz de producir un líder espiritual, ni siquiera un mártir. Porque antes de que el Iluminado diga su mensaje de salvación, ya tú le has ofrecido un puestecito en el Banco Comercial Antioqueño, y lo conquistas para heredero de tus tradiciones, socio de la Venerable Congregación de los Fabulosos Ingresos Per Cápita y Caballero del Santo Sepulcro.
Así coaccionas el espíritu de creación, la libertad y la rebelión. Eres endemoniadamente astuta para conservar la vigencia de tus estúpidas tradiciones. No admites cambios en tu poderosa alma encementada. Sólo te apasiona la pasión del dinero y aforar bultos de cosas para colmar con tus mercancías los supermercados.
Esto no estaría mal si con tus excesos y tus delirios productivos te acordaras de que tienes alma. Pero el tiempo del ocio lo ocupas en engrasar tus poderosos engranajes que mueven día y noche tu filosofía del Hacer, tu pensamiento reproductor.
A veces apestas a gasolina y hollín, mi pequeña Detroit. Cuando me abrumas con tus puercos olores siento piedad por tu insensato autodesprecio. Ni siquiera hay un rinconcito en tu monstruoso corazón de máquina para que florezca la flor bella, la flor inútil de la Poesía.
* * *
Y así... tu belleza me daba el gusto amargo de la muerte. Tu desprecio en vez de anonadarme me infundía coraje y una terrible fuerza para conquistar los cielos, los mares y los amores imposibles, y a mí mismo que estaba muerto en la nada.
A pesar de ti, te debo lo que soy, pues no sería nada si no hubiera nacido bajo tu cielo. Tu tradición me predestinó desde siempre a la rebeldía. La demencia de tu producción me arrojó en los hornos de la pasión creadora y la contemplación.
He sabido estimarme en la medida en que me despreciabas. Abracé la soledad porque me arrojaste de tus templos, tus fábricas y tus cementerios donde no daba la medida de la muerte. Me cerraste todas las puertas y me quedé fuera de tí, sin tí, y me obligaste a mirar hacia lo alto y hacia el fondo, a mi alma y al cielo.
En tus calles besé el rostro amargo del fracaso. Te suplicaba en silencio en tus noches de eterna belleza, pero no entendías mi lenguaje de oración. Había que enternecerte a martillazos, hacerte razonable a golpes de sacrificio: cabeza dura de cemento, alma de caldera, arterias de hierro galvanizado que alimentan de aceite tu corazón. No de sangre, y por eso eres más insensible que un zapato.
Tu desalmada indiferencia me obligó a vencer mis feroces enemigos: esos fantasmas interiores que crucificaban mi carne joven con fieros clavos de auto-destrucción. Yo chillaba de dolor silencioso en el mismo corazón de tu desprecio.
Lo que más me atormentaba era un áspero deseo de suicidio que intenté con horribles venenos entre tus petulantes rascacielos, o en la sordidez de tus burdeles donde me consagraba a horrendas orgías con ancianas, mendigas harapientas y niñitas rameras que podían ser mis hijas.
Pero fue inútil, yo soy alma difícil de crucificar. Veinte años antes me habías hecho heroico cuando de niño asaltaba tus montañas acosado por el hambre. Con las primeras guayabas que te robé me hiciste invencible y poeta de la rebelión.
¿Recuerdas el susto que me diste aquella tarde cuando enviaste tus policías a la verde y desolada colina donde la estatua del Salvador abraza la ciudad?
Yacíamos de cara al sol de la tarde mi amiga y yo, modestamente abrazados leyendo un libro de poemas. Nos apuntas con un revólver asesino porque según tu moral eso era pecado, o sea, estar allí solos y benditos de cara al cielo azul. Te empeñabas en que éramos dos delincuentes por estar allí “profanando” la estatua de yeso de nuestro querido Señor Jesucristo. Pero no se te ocurre que el amor entre dos seres vivos es la cosa más santa que hizo Dios. Y además, era falso lo que estabas pensando, pues estábamos muy puros leyendo a Walt Whitman esperando que cayera la noche para meternos a un montecito a... Bueno, eso a ti no te importa, vieja chismosa.
Te empeñaste en inventarnos un crimen para meternos en la cárcel, lo que intentaste hacer si yo no te hubiera sobornado con mi recordada estilográfica “Parker” para que no cometieras esa burrada con mi compañerita que estaba llorando de dolor, sintiéndose una horrible prostituta dentro del sombrío ataúd rodante donde nos embutiste como un par de tenebrosos criminales.
Nunca te perdonaré aquellas lágrimas, Medellín malo, pues mataste en el amor de mi niña la inocencia animal de su cuerpo...
Y como eres una beata farisea y retenida, nos niegas hasta la felicidad barata de esa cama verde tendida por Dios para sus pobres amantes que por decencia no pueden ir a los burdeles donde bendices la degradación de las almas, y hasta expides carnets para legalizar el envilecimiento del amor.
Tu morbosa imaginación no puede concebir dos seres puros hijos del sol, o de la noche, porque los condenas con tu diabólica moral redactada por inquisidores prostáticos.
Francamente, Medellín, eres peligrosa. Eres como el diablo para comprarle las almas, con la diferencia de que tú no las condenas al Infierno, sino al No-ser.
No te enojes, mi querida, te amo más de lo que crees, pues al fin tú me has hecho posible. A tí, que no me has dado nada, salvo soledad y un poco de dura miseria, te debo la riqueza infinita y humilde de mi ser, que no cambio por todo el oro de tus bancos comerciales.
Después de todo eres milagrosa. Haces posible lo imposible: hasta eres capaz de producir un loco idealista como yo. ¡Bendita seas!
Tu incomprensión ha creado en mí un hombre nuevo, distinto a los hombres que produces en serie como si fueran bultos de tela, muertos, o botellas de ron.
En ese desamparo me hice fuerte para la lucha, y te negué el homenaje de mis bodas con la muerte y la resignación. Y además, te debo gratitud, porque esa tu manera de parir “monstruos” me regaló un santo que fue mi maestro Fernando González. Te vuelvo a bendecir por él, a quien tanto hiciste sufrir, y tanto te amó.
* * *
Todo es calmo esta noche de una manera dulce, sin furor. El cielo se derrama en una brisa de estrellas. Esta luz esparce beatitud por el inmenso Valle de Aburrá. En lo más claro del cielo se dibuja un elefante con alas que son enormes plumas de nubes. Semeja un ángel en reposo, en pausa para elevar el vuelo al fondo más azul de la noche. Luego se desintegra en una constelación de luces. Creo que estoy borracho.
En un sitio no lejos de este monte, una mujer duerme su sueño puro. ¿O será desesperado? A esa mujer la amé hace años. Aún oigo sus canciones de amor, su voz excitante y carnal. Siento que el corazón es ingrato y acumula tumbas en la juventud que luego olvida. Al principio las riega de amor, de besos, de lágrimas, de flores. Y luego de indiferencia.
¿Qué será de esa mujer a la que antes había hecho el homenaje de mi vida, y ahora soy incapaz de rendirle el de un recuerdo, ni siquiera un deseo, ni nada que no sea este desgarramiento de indiferencia?
En la biblioteca, hermosa fiesta de silencios. Afuera todo calla, hasta mi corazón tumultoso. En lo alto del cielo, todo se apacigua: el rumor de la ciudad, los sauces, el viento, mientras la noche cruza silenciosa sobre este universo puro y sin memoria. Mi corazón enamorado cesa de latir para que lo poseas con tu gloria, ¡oh cielo sagrado!
Puro dolor de dicha en esta noche desierta, sin amarte, sin teléfono para llamar a Dios, solo con mi soledad que no sabe dónde buscarte mi amor perdido, mi monja.
¡Oh, alma mía, qué amarga es la belleza!
* * *
Amanece.
Mi amigo se ofrece a bajarme en auto, pero me niego. El cielo estalla de estrellas, mil aromas, un canto salvaje de cigarras, el rocío. Un aire tibio se pega a mi piel como si fuera una amante.
Desciendo fumando cigarrillo, feliz con las manos en los bolsillos por una carretera solitaria donde se derrama la luz llena de la luna. No me inquieta el peligro.
Pero como siempre que estoy feliz sintiéndome predestinado, llegas a interrumpir mis éxtasis con la santa naturaleza, y me atropellas con un catafalco del que se baja un sargento muy categórico que me pide identidad.
Me pones “¡manos arriba!” y me requisas a ver si tengo puñales o armas asesinas, y me acorralas como a una rata. Entonces te enseño una cédula donde quedé con cara de delincuente común, lo cual fue mi perdición.
—¿Qué hace a esta hora por la carretera?—preguntas.
—Nada—te digo—, paseo... existo...
Era la pura verdad, ¿qué mas podía decirte?
—Ja, ja, ¿oyeron a este imbécil? Dice que existe, ja ja ja.
¿No ves? Te burlas porque existo, porque soy poeta, y me declaras culpable una vez más porque no estoy fabricando trapos, ni durmiendo “como todo el mundo”. Entonces me empujas a tu asquerosa ambulancia y me depositas en un hediondo calabozo lleno de estiércol y marihuaneros.
Desgraciadamente esa noche no tenía siquiera cigarrillos para conquistarte, para proponerte un “negocito” que es el único lenguaje que te conmueve.
A cualquier precio querías hacer de mí un delincuente, y en verdad no me explico por qué no lo soy, si hasta me dejaste el estigma de un horrible complejo de culpa. Mi atormentada cara de poeta sufriente fue siempre para ti un delito.
Mi hermano Jaime madruga a pagar mi rescate, lo cual hace con inmensa piedad, y de paso me regala un sermón marca “Made in Medellín”, y un paquete de cigarrillos.
Para justificarme, le digo a la salida: “Oye compañero, te juro que soy inocente, lo que pasa es que tengo cara de poeta maldito”.
* * *
Aquella mañana de expresidiario reincidente fui a tu plaza de mercado a comer naranjas, y una vez más soy feliz a pesar de mis desventuras, y adoro tus contrastes. ¡Qué bello, puro y viril es tu pueblo antioqueño!
Imagínate que un culebrero nos reúne en torno a su cacharros, y nos dice que “algunos del respetable público” estamos condenados. Promete sacarnos el Diablo del cuerpo con una pomada milagrosa por la módica suma de un peso. Eleva un brazo peludo de predicador y exclama:
—¡No tengan miedo, mis hermanos... Yo no les voy a robar... Este brazo es antioqueño y honrado, sólo lo uso para acariciar la ninfa y dominar el oso!
Pues sí, estuve a punto de abrazar a ese culebrero sucio y fornido, ¿sabes por qué, Medellín? Porque eres capaz de inspirar a un estafador la frase que habría hecho inmortal a Don Miguel de Cervantes.
Sobra decir que el filósofo ateo Gonzalo Arango fue el primero en comprar la cajita de pomada milagrosa para sacarse el diablo del cuerpo. Pero sin esperanzas de mejoría, pues cada vez que me la unto, mi novia dice: ¡Amor mío, hueles a diablo!

martes, 19 de mayo de 2009

Lugares comunes, sitios inesperados por Carlos Monsivais

¿Qué propone una ciudad? ¿Cuáles son sus misterios, sus escondrijos, sus paraísos subterráneos? ¿Y cuáles sus dispositivos para el deleite? Si a toda ciudad la caracteriza el juego entre ofrecimientos y negaciones (entre sus aperturas y sus cerrazones), a la capital de la República Mexicana, con sus catorce o quince millones de habitantes que el valle del Anáhuac multiplica, la distingue el cúmulo de espacios donde se aglomeran las ofertas y las escasas oportunidades de aprovechamiento. Así, la Ciudad de México es un comedero, es un bebedero, es la coreografía del subempleo alrededor de los semáforos, es un teatro de escenarios ubicuos, es el frotarse de cuerpos en el Metro, es el depósito histórico de olores y sinsabores, es una primera comunión meses antes de la boda, es el anhelo de un cuarto propio, es la familia encandilada ante la televisión, es el santiguarse de los taxistas al paso de los templos, es la incursión jubilosa y amedrentada en la vida nocturna, es un paseo por los museos voluntarios e involuntarios, es la expedición de franquicias que subrayan la falsa y asombrosa semejanza con una ciudad norteamericana.

Todavía, y pese a las quejas sobre la pérdida de la identidad, la Ciudad de México retiene su método excepcional para integrar y subrayar diferencias y semejanzas. Admítase para comenzar que la unidad ostensible proviene de la imposibilidad del orden. Sin esto jamás alcanzará la armonía que lo controle al azar, o como quiera llamársele a las disciplinas imprevistas de los conjuntos. La urbe es proteica a la fuerza. Y la forma homogénea que le es propia, se desprende de las inercias y decisiones de la mirada errante y el oído con capacidad de síntesis.
Y en la ciudad todo tiende a la conjugación de los paisajes parciales: el taller automotriz y las estéticas unisex, la avalancha de casitas de clase media y de unidades habitacionales donde uno puede muy bien entrar a un departamento ajeno y quedarse allí la vida entera, los restaurantes que quieren sustituir a los barrios, los centros comerciales, los castillos de la burguesía construidos para el asombro y ya reconsagrados al ocultamiento y el resguardo. Y si la ciudad admite con facilidad los extremos es porque lo extremoso es el marco de lo cotidiano.

Al cabo de estos años, la ciudad, tan pródiga en ofrecimientos, ya sólo dispone en rigor de una leyenda en ejercicio: el milagro de su perdurabilidad y sobrevivencia. ¿Cómo no admirar la coexistencia de millones de personas en medio de los desastres en el suministro de agua, en la vivienda, en el transporte, en las opciones de trabajo, en la seguridad pública? Antes, cuando el catastrofismo no sojuzgaba los espíritus y no regía la catástrofe, la ciudad se permitió leyendas más específicas y optimistas, atmósferas que educaban o maleducaban la sensibilidad, sitios que por sí solos representaban estados de ánimo, personajes que todavía no se volvían sinónimo de la conducta repetitiva, trámites de iniciación o ratificación en la Noche Orgiástica sin los cuales no se expediría el certificado de madurez.

De los veinte a los cincuenta, en las décadas hoy tan celebradas, la ciudad pulió personajes, los ensayó ante públicos bravíos, multiplicó o preservó los sitios institucionales, y requirió del catálogo de identificaciones, de la ronda de modelos que van de Lucha Reyes a José Alfredo Jiménez, del boxeador Chango Casanova al futbolista Horacio Casarín, de la orquesta de Acerina con "Nereidas" a la de Pérez Prado con "Caballo Negro", del peladito al ruletero, de Cantinflas a Pedro Infante, de Dolores del Río a María Félix, del macho Jorge Negrete al homosexual Salvador Novo, de la cocina mestiza y multirregional a las primeras hamburgueserías, del tequila para afinar garganta al jaibol para inaugurar status, de la mexicanización programática a la americanización compulsiva, de lo homogéneo a lo plural, de lo mismo a lo de siempre.
En eso se pensaba cuando se dejó caer, numerosa como la conciencia de culpa, la demografía, los muchos que aquí nacían y los incontables que la provincia expulsaba, cuando todavía lo provinciano (el término peyorativo) no iniciaba su tránsito hacia lo regional (el término descriptivo).

El centralismo pagó sus malevolencias y desmesuras con las masas que descendían de camiones y trenes y aquí se quedaban porque la idea del regreso al pueblo era más ardua de soportar que el desarraigo. Y el peso del asalto demográfico impulsó y evaporó gustos y predilecciones, relativizó el comportamiento, puso en jaque a la moral tradicional, hizo todo menos alterar el equilibrio entre lo que anima a vivir a fondo la ciudad y lo que retiene en casa.

*El autor es escritor mexicano. El texto hace parte de la Guía del Pleno Disfrute de la Ciudad de México.

lunes, 11 de mayo de 2009

Hoy temprano por Pedro Mairal

Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres atados.
Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás.

sábado, 2 de mayo de 2009

Cómo definir al lector ideal por Alberto Manguel

El lector ideal es el escritor en el instante anterior a la escritura.
El lector ideal no reconstruye un texto: lo recrea.
El lector ideal no sigue el hilo de la narración: avanza con él.
Un célebre programa de radio para niños en la BBC siempre comenzaba con la pregunta: “¿Estáis sentados cómodamente? Entonces podemos empezar”.
El lector ideal sabe sentarse cómodamente.
Imágenes de San Jerónimo lo muestran detenido en su traducción de la Biblia, escuchando la palabra de Dios.
El lector ideal debe aprender a escuchar.
El lector ideal es un traductor.
Es capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortarlo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena, y luego poner en pie a un nuevo ser viviente.
El lector ideal no es un taxidermista.
El lector ideal existe en el momento que precede a la creación.
Para el lector ideal todos los recursos literarios son familiares.
Para el lector ideal, toda anécdota es novedosa.
“Uno debe ser algo inventor para leer bien”, Ralph Waldo Emerson.
El lector ideal tiene una ilimitada capacidad de olvido. Puede borrar de su memoria el hecho que el Dr. Jekyll y Mr. Hyde son la misma persona, que Julién Sorel será decapitado, que el nombre del asesino de Roger Ackroyd le es conocido.
El lector ideal no se interesa por los escritos de Michel Houllebecq.
El lector ideal sabe aquello que el escritor sólo intuye.
El lector ideal subvierte el texto.
El lector ideal no se fía de la palabra del escritor.
El lector ideal procede por acumulación: cada vez que lee un texto, agrega una nueva capa de memoria al cuento.
Todo lector ideal es un lector asociativo. Lee como si todos los libros fueran la obra de un único escritor, prolífico e intemporal.
El lector ideal no puede volcar su conocimiento en palabras.
Al cerrar un libro, el lector ideal siente que, de no haberlo leído, el mundo sería más pobre.
El lector ideal es como Joseph Joubert que arrancaba de los libros de su biblioteca las páginas que no le gustaban.
El lector ideal tiene un perverso sentido del humor.
El lector ideal nunca cuenta sus libros.
El lector ideal es a la vez generoso y avaro.
El lector ideal lee toda literatura como si fuera anónima.
EI lector ideal usa con placer el diccionario.
El lector ideal juzga a un libro por su cubierta.
Al leer un libro de hace siglos, el lector ideal se siente inmortal.
Paolo y Francesca no eran lectores ideales, ya que le confiesan a Dante que, después del primer beso, ya no leyeron más. Un lector ideal hubiese dado el beso y seguido leyendo. Un amor no excluye al otro.
El lector ideal no sabe si es o no el lector ideal hasta después de acabado el libro.
El lector ideal comparte la ética de Don Quijote, el deseo de Madame Bovary, el espíritu aventurero de Ulises, la desfachatez de Zazie, al menos mientras dura la narración.
El lector recorre con placer senderos conocidos.
“Un buen lector, un lector con mayúscula, un lector activo y creativo es un relector”, Vladimir Nabokov.
El lector ideal es politeísta.
El lector ideal guarda, para un libro, la promesa de la resurrección.
Robinson no es un lector ideal. Lee la Biblia para encontrar respuestas. Un lector ideal lee para encontrar preguntas.
Todo libro, bueno o malo, tiene su lector ideal.
Para el lector ideal, todo libro es, en cierta medida, su autobiografía.
El lector ideal no tiene una nacionalidad precisa.
A veces, un escritor debe esperar varios siglos para encontrar a su lector ideal. Blake necesitó cientocincuenta años para encontrar a Northrop Frye.
El lector idean según Stendhal: “escribo para apenas cien lectores, para seres infelices, amables, encantadores, nunca morales e hipócritas, a quienes me gustaría complacer. Apenas si conozco a uno o dos".
El lector ideal ha sido infeliz.
El lector ideal cambia con la edad. El lector ideal de los Veinte poemas de amor, de Neruda, a los catorce años puede no serlo a los treinta. La experiencia empaña ciertas lecturas.
Pínochet, al prohibir Don Quijote por temor a que el libro pudiera leerse como una defensa de la desobediencia civil, fue su lector ideal.
El lector ideal nunca agota la geografía de un libro.
El lector ideal debe estar dispuesto a no sólo suspender su incredulidad sino a adoptar una nueva fe.
El lector ideal nunca dice: “Si solamente...".
Escribir en los márgenes de un libro es marca del lector ideal.
El lector ideal proselitiza.
El lector ideal es veleidoso sin sentirse jamás culpable.
El lector ideal puede enamorarse de al menos uno de los personajes de un libro.
Al lector ideal no le preocupan los anacronismos, la verdad documental, la precisión histórica, la exactitud topográfica.
El lector ideal no es un arqueólogo.
El lector ideal exige rigurosamente que se mantengan las leyes y reglas que cada libro crea para sí mismo.
“Hay tres casos de lectores: la primera, aquellos que gustan de un libro sin juzgarlo; la tercera aquellos que lo juzgan sin gustarlo; y otra, entre las dos, que juzgan mientras gustan de un libro y gustan de un libro mientras lo juzgan. Estos últimos dan nueva vida a una obra de arte y no son muchos.", Goethe, en una carta a Johann Friedrich Rochlitz.
Los lectores que se suicidaron después de leer Werther no eran lectores ideales sino meramente sentimentales. El lector ideal es pocas veces sentimental.
El lector ideal desea llegar al fin del libro y, al mismo tiempo, que el libro no acabe.
El lector ideal nunca se impacienta.
Al lector ideal no le interesan los géneros literarios.
El lector ideal es (o parece ser) más inteligente que el escritor. Pero no por eso de ningún modo lo menoscaba.
Llega un momento en que todo lector se considera un lector ideal.
Las buenas intenciones no producen lectores ideales.
El Marqués de Sade: “Sólo escribo para quienes pueden entenderme, y éstos me leerán sin correr peligro”.El Marqués de Sade se equivoca: el lector ideal siempre corre peligro.
El lector ideal es el personaje principal de toda novela.
Valéry: “Un ideal literario: saber por fin no llenar la página de nada excepto el lector”.
El lector ideal es alguien con quien el escritor podría pasar la noche, a gusto, con una copa de vino.
No debe confundirse lector ideal con lector virtual.
Un escritor no es nunca su propio lector ideal.
La literatura depende, no de lectores ideales, sino de lectores suficientes buenos.