martes, 23 de junio de 2009

De la amistad trash Por Eloy Fernández Porta

Todo vínculo afectivo lleva en su seno un resto de violencia, un desacuerdo latente, un temor o desconfianza del otro. Cuando me abro al Otro, ¿hago bien? ¿No estaré haciendo el panoli? “¡Oh amigos, no hay amigos!”: la sentencia aristotélica sitúa la duda, la negatividad y la posibilidad de la ruptura en el centro mismo de lo fraternal. “Eres lo peor” es una fórmula de complicidad que permite expresar esa duda –y, en el acto mismo deexpresión, conculcarla: ahuyentar el espectro de la ruptura, haciéndolo presente. Es el gesto de la violencia necesaria que permite poner en juego la relación, darle vida, para distinguirla de “esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo” (Borges). A fin de ahuyentar tan triste destino, el de una camaradería desprovista de instintos agresivos pero también de complicidad, lo mejor es empezar, in medias res, con el acto de violencia. Así, Zizek recomendaba saludar a los desconocidos con la fórmula “Ve a follarte a tu madre” –que debería ser contestada, con cortés simetría, con “Lo haré tan pronto como haya acabado de picarme a tu hermana”: ya está, ya se ha dicho; ahora que el espectro del desacuerdo ha sido conjurado, la amistad puede empezar.

La fraternidad trash está fundada en el mismo principio de complicidad negativa que el amor, pero sus consecuencias son distintas. Se diferencia de otras en que ese gesto traumático inaugural se prolonga en el tiempo, sin límite ni plazos, de tal suerte que la negatividad se gestiona en el día a día del vínculo. Esa negatividad puede asumir varios niveles. En el más elemental, la retórica negativa funciona como un leit-motiv que sirvepara cohesionar al grupo. En un segundo nivel, genera toda una escenografía y un aparato espectacular. Los grupos que rompen el protocolo y se comportan como energúmenosno hacen sino buscar un público externo que pueda pensar –léase esta frase en un globo de tebeo- “No sé cómo dejan entrar a esta clase de gente”. Expresa o callada, esa desaprobación constituye el indispensable punto de vista exterior que divide el mundo entre “nosotros” y “ellos”. Pero no siempre podemos ser tan desprendidos. En un tercer nivel, para quienes deben mantener las formas hay una economía de las relaciones que permite dividir la vida comunal entre las amistades públicas y las privadas, entre amigos fotogénicos e impresentables. ¿Cuántos amigos impresentables tiene usted? ¿Lo es usted mismo? Nuestra vida afectiva imita el modelo de nuestros hábitos de consumo: así como adquirimos una lámpara de lava o un póster de película gore italiana, también exhibimos, con moderado orgullo, algunas amistades bochornosas que dan fe de nuestro dinamismo a la vez que muestran nuestro sentido de la ironía.

Polarizada la vida pública en esos dos extremos, nos quedan dos relatos complementarios. El primero sigue el modelo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que muestra cómo la coexistencia de ambos mundos sólo puede mantenerse durante una temporada. En la fase de olisqueo y cortejo la diferencia es un poderoso incentivo, pero tarde o temprano ésta se complican, se exacerba, hasta el extremo de poner en jaque el vínculo y, con él, a sus miembros. Una excelente muestra de esta pauta de comportamiento se encuentra en la película de Paul Schrader Autofocus, que muestra el encuentro entre un actor televisivo y un técnico de imagen. De cara a las cámaras el protagonista es un intachable hombre de familia; en su otra vida es asiduo de un circuito de orgías, a las que concurre en compañía de su amigo trash, que es, a su vez, camello digital: le llena la casa de vídeos, proyectores y aparatuquis varios que le permiten filmar cada vez mejor sus bacanales. De ese modo, la historia de su vínculo personal -¡y de su disipación!- se convierte en un corolario de la Historia de la tecnología casera en su país. Las tensiones sexuales y económicas entre los dos culminan con el asesinato del protagonista. El tema de la adicción –a una pócima mágica o a cualquier otra sustancia estupefaciente- se ha trasladado aquí a la adicción tecnológica, a las cámaras que registran esos sucesos. Tal es la paradoja de la amistad trash: aun siendo, por defecto, secreta e inconfesable, necesita de un archivo que dé cuenta de sus sucesos, y el secreto de ese archivo estará siempre amenazado, porque su verdadero centro –el dato más sucio de todo el catálogo- es –qué si no- la amistad de tapadillo.

El segundo modelo narrativo sobre este tema es la parábola de la ruptura y la reconciliación. Un caso ilustrativo se encuentra en la historieta de Peter Bagge “Una fiesta para olvidar”, que forma parte del ciclo La amorosa Lovey. Como otras obras de Bagge, el cómic trata de manera satírica el tema de la voluntad de ascenso y el desclasamiento. Perdedores redomados, Lovey y sus amigos intentan mejorar su prestigio invitando a su casa a toda “la gente guay” de la ciudad. La diferencia entre los grupos se expresa por medio de los referentes: los “guays” son BoBos de izquierda aficionados al artisteo y el drum & bass; a Lovey le gusta el rock de estadios y decora su casa imitando a Martha Stewart; sus amigos son un marginado que se disfraza de Dolly Parton y disfruta viendo partidos de curling y un cateto alcohólico y pro-Bush que hace karaoke con drag-queens. En aras de la popularidad la protagonista llega al extremo de echar de la fiesta a su exnovio para no quedar mal ante sus nuevos wanabee-amigos… pero lo echa todo a perder cuando cambia el disco que había puesto para parecer moderna por el de la Macarena: los guays huyen en estampida. La historieta termina con el reencuentro de los losers en un garito astroso, donde la parábola queda cerrada por medio de una sonora epifanía: “¿Tú qué piensas, Lovey? ¿Estamos condenadas a relacionarnos con estos fracasados y bichos raros para siempre?” “¡Eh! ¡Habla por ti! ¡Porque estos bichos raros y estos fracasados son mis AMIGOS!”

lunes, 22 de junio de 2009

Roberto Bolaño (1953-2003) Por Alan Pauls

Leí Los detectives salvajes un verano, en un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable. Era –tamaño obliga– casi el único libro que había llevado. (Había otros, más modestos, que languidecieron pronto en el fondo de un bolso azul, entre medias que nunca usamos, pilas, un Scrabel sin la letra zeta y... ¡una bufanda!) A los diez minutos de llegar, cuando abríamos la puerta del rancho que habíamos alquilado, el cielo se encapotó, unos relámpagos brillaron mudos en el cielo y las paredes temblaron. Llovió dos horas sin parar, con una violencia y una densidad inconcebibles. Durante dos horas no hubo horizonte: el mundo era una mancha de agua negra. Durante dos horas baldeamos como negros, con el frenesí rabioso con que se intenta salvar a un buque averiado en una película. Después, exhaustos, con las manos entumecidas de retorcer trapos de piso, nos pusimos a evaluar los daños, a enumerar, más bien, lo poco que la tormenta no había arruinado. El libro de Bolaño estaba intacto. Lo abrí, idiota, creyendo que adentro encontraría el secreto del milagro. Sólo encontré la cara de Bolaño mirándome desde la solapa con una especie de sorna oracular, con esa manito-cigarrillo suspendida a mitad de camino, más para la foto que para las ganas de fumar. Es ridículo, pero la foto me escandalizó: lo único que en ese momento no podía tolerar era que me mirara alguien seco. Decidí castigar a Bolaño leyendo los otros libros primero y me acosté en el catre donde habíamos apilado los colchones de todo el rancho. Desde ahí, todo parecía increíblemente limpio, brillante, nuevo. Algo podía empezar.
¿Qué había hecho en esas dos horas además de pagar, baldeando como un esclavo, el peaje de una felicidad primitiva? La “lucha contra la naturaleza”, lo mismo que la desesperación, no era más que una fachada, un alarde muscular. O quizás una señal de pudor. Porque hay libros que tal vez sólo podamos acoger si disfrazamos nuestra hospitalidad de desesperación o de urgencia. Los detectives salvajes fue para mí uno de esos libros (“El libro que uno se llevaría a una isla desierta”). Me di cuenta de que ese lugar de playa sin luz eléctrica ni autos ni agua potable –ahora, para colmo, pulido como un diamante por el diluvio– era la isla desierta: el tipo de espacio artificial, utópico, donde podía aterrizar un libro como Los detectives salvajes. Porque Bolaño –escritor latinoamericano en el sentido más fuerte, y para mí más olvidado, de la palabra– nunca me pareció tan latinoamericano como entonces, un par de días después, cuando descubrí la pulsión colonizadora que hacía avanzar su libro sobre mí, sobre la habitación del rancho que iba secándose, sobre mi vida familiar, sobre la ventana por la que, tirado en el catre, miraba entre página y página la playa, sobre la playa, sobre ese pedazo de costa uruguaya, sobre el Río de la Plata... Bolaño no escribe novelas para ser leído, pensé: Bolaño escribe para poblar. Escribe como quien necesita imperiosamente ocupar un espacio, con la astucia, la paciencia y la cortesía de un nuevo tipo de conquistador, el conquistador oximorónico por excelencia: ¡el conquistador latinoamericano! Es decir: un conquistador roto, egresado de las dictaduras militares, el exilio y la universidad del crack up fitzgeraldiano, que quiere copar, habitar, colmar todos los territorios del mundo –es el “internacionalismo” bolañense, cuyos éxitos y cuyo glamour sólo tienen un punto de comparación: los émigrés rusos de Nabokov, con sus pieles raídas y sus cuartuchos sobrecalefaccionados–, y todo eso por una sencilla razón: que no tiene nada, nada, nada que no sea una “cultura”, suerte de capital incalculable –escrito en muchos idiomas- de libros, de versos, de cuadros, de anécdotas, de biografías, de títulos de revistas, de nombres de movimientos poéticos, de landmarksliterarios... Y este conquistador mustio, mal alimentado, arrogante, que enlaza el modernismo con la globalización sin transiciones, omitiendo con un desdén olímpico la escala obligada del boom, sólo cree, a su manera escéptica, en una cosa: en el poder que tiene la literatura para producir creencia. Si Los detectives salvajes (y supongo que todos los libros de Bolaño) tuviera una frase-divisa, esa frase sería una mezcla de obstinación suave y de voluptuosidad suicida: Me gusta creer que..., y supongo que alcanzaría para explicar algo que Bolaño acaso nunca hubiera admitido pero que en sus libros no para de destilar: su romanticismo. Bolaño el conquistador, naturalmente, es un gran, incurable mitólogo: alguien para quien todo lo que sucedió (lo mejor y lo peor, las vanguardias y el fascismo, Ezra Pound y el Estadio Nacional de Santiago luego del golpe del 73) sucede, sigue sucediendo ahora en el ecosistema delirante del mito, y todo lo que sucederá sucederá por efecto del mito o de la máquina del mito, la literatura, cuya misión –como lo saben perfectamente todos los personajes de Bolaño, esos “agentes” que él dispersa por el mundo en cada novela– consiste en poblar, superpoblar toda la vida de leyendas, irrigarla de leyendas y no parar hasta haberla quijotizado por completo.

Dormir Por Alan Pauls

Napoleón dormía poquísimo. Se acostaba entre las 10 y las 12, dormía hasta las 2, trabajaba hasta las 5 y volvía a dormir hasta las 7. Otro tanto hacían Edison y Churchill, que se saciaban con tandas de 4 horas, y Salvador Dalí, que sólo suscribía esa dieta si la personalizaba: se instalaba en un sillón, dejaba en el piso un plato de metal y se abandonaba al sueño con una cucharita entre los dedos; dormido, los dedos se le relajaban, la cuchara caía golpeando contra el plato y el pintor, alertado por el modesto estrépito, despertaba y reanudaba el reloj reblandecido que había dejado inconcluso. A juzgar por la bibliografía especializada, entre los fanáticos de la vigilia y los dormilones no hay punto de comparación –al menos cuantitativa–. A los primeros se los colecciona; para contar a los otros sobran los dedos de una mano. El marmota más célebre fue sin duda Einstein, que no movía una neurona si no había dormido un mínimo de diez horas. El ejemplo, usado hasta la saciedad, alcanza al menos para contrariar la creencia vulgar, típica de la neurociencia capitalista, de que la férrea voluntad de vigilia coincide con la inteligencia y el gusto por el sueño con la lentitud de espíritu.
En rigor, la desproporción numérica que reina entre los dos bandos muestra hasta qué punto la civilización, ya resignada a emancipar a la comida y el sexo de la mera necesidad, sigue manteniendo el acto de dormir bajo su yugo. En Napoleón, Churchill o Dalí, dormir es tan fastidioso y necesario como alimentarse: una mezcla de obstáculo (porque interrumpe la continuidad de la producción) y de suministro indispensable (porque la recuperación de energías que permite es clave para retomar la actividad). Para Einstein, en cambio, es otra dimensión de la existencia, tan elevada y consistente como el reino de leyes y ecuaciones en el que nacieron y refulgieron sus ideas. Así, el dormilón es al durmiente rápido lo que el cultor del tantra yoga al fornicador expeditivo, y lo que el gourmet al broker que se clava un pancho al paso para discontinuar lo menos posible el frenesí de la compraventa.
Hasta ahora, dormir ha sido apenas una obviedad de la biología y un despotismo cultural: dormimos porque nos es imposible seguir en pie, porque el cuerpo o el alma no dan más o, siendo niños, porque nuestros padres no nos dejan otra alternativa. (“Hay que dormir” –como quien dice: “si no respirás te morís”– era la fórmula con la que desmerecían nuestras protestas y engendraban generaciones y generaciones de pequeños hipnófobos.) Pero basta presenciar el momento sublime en que los niños descubren, por la irresistible temperatura de la cama o la textura peculiar de una costura, una sábana, un pliegue milagroso –cualquiera de esos talismanes que en la oscuridad de la habitación sólo brillan para el durmiente–, que la cama que les parecía un cadalso se ha convertido en el reino más amigable, delicioso y privado de todos, para entrever qué otras experiencias, menos ligadas a la burocracia de la existencia que a su goce, puede depararnos el acto de cerrar los ojos cuando se lo piensa y ejecuta como un arte. Para eso hace falta cambiar de perspectiva: pasar del modelo animal (instinto/satisfacción) al modelo humano (deseo/placer). Así, dormir ya no será un simple término, el límite que “soluciona” un estado negativo intolerable (el cansancio), sino una experiencia en sí, el lugar de una afirmación expansiva, tan sensible a matices y alternativas como el ejercicio “creativo” de la sexualidad y –oh alivio– a la vez mucho menos exigente. La cama ya no será esa tumba impersonal en la que se desploman los cuerpos que “ya no quieren saber más nada”, sino un espacio intacto, expectante, cuya pulcritud sólo pide una cosa: que el durmiente lo abra, lo desgarre y, una vez adentro, vaya colonizándolo de a poco, a ciegas, entibiando algunas zonas y dejando otras frescas, como en reserva, para el momento en que, cansado del calor de las regiones que ya conquistó, el durmiente decida mudar las partes abrasadas de su cuerpo a un mundo más nuevo y refrescante. Esa alternancia (fresco/cálido, nuevo/usado, desconocido/familiar) es sólo una de las frecuencias en las que se juega el goce de dormir. Hay otras: los materiales (las delicias hospitalarias del algodón), los pesos (dormir es rendirse a una paradoja: la sepultura amorosa), las posturas (no adoptar de entrada la postura preferida: llegar a ella, en cambio, al mismo ritmo en que llega el sueño), las aventuras (la felicidad de despertar en plena noche y descubrir todas las zonas frescas que fueron acumulándose durante el sueño). Sólo hay un placer superior al de dormir: el placer de mirar dormir. Los poetas Arturo Carrera y Teresa Arijón lo homenajearon en El libro de las criaturas que duermen a nuestro lado, bello manual de hipnofilia, y Proust le dedica los pasajes más inspirados de La prisionera, cuando el narrador contempla a Albertine, que duerme en su cama, y piensa, entre otras cosas, qué majestuosa e inusual es la belleza de ciertas caras cuando dejan de tener mirada.

jueves, 18 de junio de 2009

Arte contemporáneo: Los impotentes por Rafael Gumucio

Santiago Sierra, uno de los artistas españoles más reconocidos del momento, exhibe en la galería Helga de Alvear de Madrid su última obra, Los penetrados. Se trata –según reporta el diario El País en su edición del 15 de enero de 2009– de un video de 45 minutos en que un grupo de negros y negras se abocan a toda la gama de penetraciones anales. Según su autor, la obra quiere ejemplificar, entre otras cosas, “la tradicional paranoia de los blancos hacia los negros o de los europeos con los africanos. Tiene que ver con un fuerte pánico, pues pensamos que tarde o temprano habrán de cobrarse justicia por nuestras codiciosas canalladas pasadas y presentes”. De alguna forma, más allá de la brutalidad o del impudor, lo que sorprende de la propuesta es su absoluta falta de sorpresa. Si el artista hubiera defendido la esclavitud, o el mercado, o la política exterior norteamericana, quizás habría removido en sus espectadores, además del morbo y el asco, la fibra de la alarma, de la conmoción o de la novedad, al menos.

Pero la misma etiqueta de arte político, que algunos inexplicablemente eligen ponerse, supone que esa política es siempre de izquierda. Así, Sierra ha denunciado en Chile el acoso a los inmigrantes peruanos poniendo a una serie de figuras públicas chilenas frente a un grupo de estos; así, ha denunciado, a través de las distintas maneras de fregar el piso, la desigualdad social en México; así, ha tapiado el estand de España en la Bienal de Venecia exigiendo para entrar el DNI (Documento Nacional de Identidad) español.

Algo no tan distinto sucede, aunque con menos grosor y efectividad, con el chileno Alfredo Jaar (para sólo hablar del ámbito hispanoparlante), que en su obra denuncia el imperialismo norteamericano en Nueva York, la banalidad del horror en Ruanda y la imposibilidad de relatarlo, el drama de los sin casa en la rica Montreal. Con cierto talento poético en el caso de Jaar y con cierto ingenio teatral en el caso de Sierra, sus obras no hacen más que visitar lo que el sentido común periodístico ya ha digerido antes. En Ruanda los artistas ven lo horrible que son las matanzas; en las fronteras se alarman por la precariedad de los inmigrantes; en la selva se desesperan con las tribus que pierden su idioma por culpa de la globalización. Ilustran así, con desigual éxito, lo que ya sabemos de antemano. No se internan más allá de lo que hace un reportero televisivo, sólo le agregan un aparato teórico, generalmente enrevesado, que de alguna manera alivia al artista del peso de la culpa por hacer espectáculo del dolor ajeno –y cobrar por ello. Se indignan de lo que ya nos indigna, pero al mismo tiempo lo instalan, lo alhajan, lo hacen arte –es decir, mercancía. Hacen estética que puede ser rompedora, inesperada, novedosa, justamente porque su ética es banal. El espectador acepta lo vanguardista de la forma porque sabe de antemano qué y cómo tiene que pensar; permite que las penetraciones lo choqueen todo lo que puedan, con tal de saber que, como es cierto pero no novedoso, los blancos son los malos que merecen ser castigados y los negros simplemente se están vengando de siglos y siglos de terrible colonialismo.

“No dejes que la realidad arruine una buena historia” dicen que dijo un periodista alguna vez. La frase se aplica con tanta o más exactitud al arte político, que renuncia a los matices, las complejidades y las paradojas, que son justamente lo que los artistas y sólo los artistas pueden ver. Muy luego la cadena alimenticia se cierra sobre sí misma, y ese arte que nace del periodismo termina generalmente en él. Nada hay más fácil de reportear, nada es mejor recibido por el editor de las páginas culturales, que ese arte que es más fácil de describir que de mirar. Arte que se basa en anécdotas y moralejas, los dos ingredientes básicos de todo periodismo. Anécdotas y moralejas previamente digeridas que son lo que permiten al artista, como al periodista, trasladarse de un lugar a otro del mundo y llegar rápidamente a una conclusión radical sobre la realidad que visita. Así, no importa que esas autoridades, que comparecen en la obra de Sierra ante el tribunal de los inmigrantes peruanos, sean de los pocos chilenos que se preocupan por la situación de esos peruanos. No importa que los que golpean a los inmigrantes y queman sus casas sean sus mismos vecinos, unos chilenos sólo un poco menos pobres que ellos. Esos chilenos que odian, esos vecinos con quienes el conflicto se trenza, no aceptarían nunca ser parte del juego, mientras las autoridades se someten por una incomprensible mezcla de esnobismo y culpa. El racista real, vivo, no tendría empacho en golpear a Sierra, que cómodamente prefiere pagar a sus peruanos y que le pague a él mismo el poder que cuestiona y salir indemne de una denuncia que no denuncia a nadie. Los peruanos, una vez más, son trabajadores a sueldo mientras los poderosos ocupan el centro del escenario. Por supuesto, Sierra querría hacernos creer que justamente eso es la ironía que quiere plantearnos. Samuel Johnson dijo que el patriotismo es el último refugio de los canallas. Algo parecido se podría decir de la ironía.

Porque he ahí la otra paradoja del arte político: las universidades en que este nace y se alimenta le enseñan al alumno la idea decimonónica de que el arte es, por esencia, cuestionador, irreverente, antisistémico. Pasan por alto las figuras de esos artistas que, mucho antes del arte político, hicieron arte y al mismo tiempo política, pintores como Rubens o Velázquez, que fueron embajadores y cortesanos de sus reyes. El arte político es así siempre un diálogo irónico, provocador, reflexivo contra el poder. “Todo lo que no sea un aplauso permanente a las virtudes del poder es siempre una provocación”, alega Sierra cuando se le califica de provocador por filmar sodomizaciones de sus bien pagados (doscientos cincuenta euros por cabeza) modelos. No cabe duda de que el mundo de los negocios y la política está más bien dominado por racistas que reprimen y callan a homosexuales, peruanos y artistas varios. En el mundo del arte, sin embargo, son otros los discursos que dominan, otras las certezas que venden. Puede así George Bush gobernar la Casa Blanca, pero es el antibushismo más radical el que te asegura cierto lugar y espacio vital en las galerías de Chelsea. Puede así perfectamente la misma persona votar por los republicanos y estar a favor de que echen a todos los mexicanos de Estados Unidos, y financiar, a través de su fundación, una obra que justamente cuestiona la política migratoria de Estados Unidos.

Sierra defiende a los peruanos ilegales en Chile perpetrando un arte que se hace justamente a espalda del gusto estético de estos. Gusto estético que es permanente objeto de burla e ironía en todas las escalas del arte contemporáneo: impresionismo, realismo, bodegones y retratos calificados a la rápida de arte de masa engañada por el consumismo, ahogada en la ignorancia y la alienación. El arte político, como la izquierda de campus universitario que lo consagró, puede amar al pueblo pero detesta la democracia. En eso, y sólo en eso, se parece el artista político a Velázquez y Rubens. No es cortesano o embajador de los reyes como estos, pero sí lo es de quienes reinan en el mundo del arte: las fundaciones, las universidades, los coleccionistas, pero también los periodistas culturales, los medios en general y finalmente la publicidad. Resulta así paradójico que los artistas políticos suelan despreciar las campañas de Benetton, que sólo han logrado masificar su visión del mundo y el arte.

El abuelo de este arte político, Marcel Duchamp, recorrió justamente el camino contrario de sus nietos. Quizás es por eso tanto más joven que ellos. Mantuvo sobre la política mundial un hastiado silencio, mientras juntó todas sus fuerzas y sus venenos para atacar el poder en el arte, representado justamente en la figura del prestigio. Fue eso lo que detestó en el arte olfativo, el aura sagrada de la pincelada, la religión acrítica de los materiales. No quiso cambiar el mundo ni el arte, sólo destruir todos sus rituales para volver a su esencia, una esencia que antecedía la línea, el color, la forma misma convertida en fetiche por los coleccionistas, vanguardistas y críticos de entonces.

El arte, vino a decir Duchamp, está en todas partes menos donde se lo espera. Luego llegó a la conclusión de que la no pintura podía ser portadora de los mismos mecanismos de prestigio que había rechazado en la pintura. Así, después de hacer visible a través de un urinario y unos bigotes la vanidad de toda obra, empezó a construir la suya. Una obra que, por cierto, es política, aunque no comente el diario de hoy sino unos tratados de escolástica y alquimia de la Edad Media.

Sólo los que no comprenden el sentido profundo de la obra de Duchamp se sorprenden de que su ídolo final haya sido Matisse. Sus caminos, inversos en tantos sentidos, no podían más que unirse al final. Los dos buscaban la desnudez, los dos desmontaban los recursos de la pintura, los dos perseguían la esencia de su arte. En esa esencia estaba por cierto la política, la administración del poder de cada pincelada, de cada imagen, el conocimiento de las fuerzas morales que habitan cada gesto, cada color. La banalidad de sus opiniones ciudadanas la reservaron para el bar y los amigos. La revolución era la otra, esa que obligó al prestigio, es decir, al poder, a admitir sus reglas.

Eso es quizá lo que el arte político evita. Su inconformismo obligatorio es la máscara más visible del peor de los conformismos. Esperable final: obsesionado con desnudar los mecanismos del poder, ha terminado por escenificar su propia impotencia. ¿No es la impotencia, la de un artista, la de una forma de entender o no querer entender el arte, la verdadera metáfora que se esconde detrás de esas penetraciones anales sin comienzo ni fin? ~

lunes, 8 de junio de 2009

Lo bello de Cali Por Román Andrés Jiménez Oviedo

Me engañaron canciones sobre un lugar donde las mujeres son brotes de la naturaleza que andan en mil colores (!), y de que más allá de un puente – ¿cuál?-, paraísos que a sus visitantes embriagarán de euforia y arrebato. No necesité mucho; con lo vivido hasta ahora, soltaré lo que yo creo haber visto de Cali.
Camino por la Avenida 6ta, lugar de esparcimiento por excelencia, mal llamada zona rosa –el porqué del rosa si alguien lo sabe, que no me lo cuente-. Recorro la 6ta lo más que puedo. Pudo ser más de un kilometro desde el pequeño parque donde creo que inicia, hasta el momento en que dejo de sentirme a salvo -más allá de Chipichape-. Un insignificante parque, dizque “Paseo Bolívar”, no me merece más que la ingratitud por iniciarme en mi viaje con lamentables imágenes. La ironía me golpea y se acomoda en la realidad que vivo ahora. Un parque que debe tomar su nombre del “Padre de la Patria” es el hábitat de desdichados que no conocen la certidumbre de la alimentación –al menos no hoy-. Me embargan impresiones de ira y lástima, que por demás me acompañarán hasta el final de mi marcha. La indignación toma mi lugar y lo mejor que atino a hacer es ser indiferente. Me pongo una maldita máscara de antipatía; me ahogo en odio; me refugio en desprecio hacia el mundo. Los infelices razón de mi pesar, se han vuelto culpables también. Mientras bajo por un puente elevado, los primeros infelices me restriegan su trabajo en la cara. Lo único que veo son manos estiradas a la altura de mi ingle, la mayoría plegadas con las marcas del sufrimiento de agotadoras vidas de trabajo. Todas tratan de participarme su pesadumbre. Algunos desvalidos; otras con cada vez más niños saliendo de su espalda. Hay hombres sanos sin impedimentos físicos que podrían aplicar por una vida menos humillante. Todos ellos, ¿esperarán algo de mí? Podría ayudarlos, quisiera hacerlo –con los más lamentables- pero ya he dejado de ser yo. Condiciones tan deprimentes me obligan a huir. No sé quién se queda en mi lugar; sólo sé y le agradezco porque hace lo que yo no haría. A partir de este momento, no intentes acercarte a mí, maldita compasión. Son esfuerzos fútiles. ¡Ustedes bajen esas manos! De mí no mucho les llegará. ¡Indignos! Sus miserias, habitantes del puente, sus vidas me parecen una mierda. Gracias a ustedes me he arruinado la cabeza por vez primera –hoy, claro-. Ingrata misericordia, no debiste abandonarme. Sufro también, pero son ellos o yo. Un primer panorama de Cali. Pero no se preocupen; sólo estamos empezando.
Es el CAM el que me ofrece un remedo de plaza con una fuente cuyo carácter tan falseado no podría ser más evidente. Su realización tan rigurosa –lo que sea- evidencia una pileta puesta para disimular algo. Para desviar intereses tal vez. No debería hilar delgado pero me importa un comino. Nadie me saca de la cabeza que ese remedo de estanque, que no está siquiera en el medio de la plaza, fue hecho para darle a la gente una sensación de dicha. Convencerles que un lugar bonito hace bonita a la gente que allí existe. Como si viendo una piletilla fueran a olvidarse de lo que la ciudad les debe; de lo que el mundo mismo les ha negado siempre. Alrededor de este espacio abierto vestido con palomas que difícilmente dejarán la dádiva de la comida sin esfuerzos –en eso algo nos parecemos-, se encuentra la meca de las posibilidades de la ciudad. Desde aquí se dirimen las decisiones por y para la ciudad. Aquí se administra quien tiene agua y quién no. De aquí la electricidad para quienes paguen (los que no lo hacen no tienen todo perdido. Está la posibilidad de tomarla sin tributo alguno a cambio, aunque esto cueste la vida del tío que haga la instalación). Aquí también mora el mayor de los administradores del reino, el representante del poder político que irresponsablemente decidió hacerse a la carga de unas dos millones de personas. A él lo culparemos impotentes por todas nuestras desventuras. Serán él y su madre quienes más recordarán lo desagradecido que puede ser un ser humano (otra cosa que me irrita es que los que más se quejan no son en absoluto los más sufridos. Los que más se quejan no podrán salir jamás de su condición de rufianes; lo único que hacen es envenenarse hasta que el tóxico no cabe más en ellos y entonces, les escapa por los poros buscando refugio en el primer desprevenido que ande cerca). A usted Señor Alcalde, le agradezco por ser el huevón de turno. Suficiente aquí también. Ese era el CAM.
Perdí la tarde no sé haciendo qué. No muy lejos de donde estoy queda La Tertulia, museo de arte que irracionalmente se ve desaparecer. La Tertulia llega a su fin bien que en una mierda de sociedad como esta, valores como el arte debieran ser apreciados sobre cualquier otra cosa. Aquí es apenas normal que algo así ocurra. La Tertulia sin agua ni energía pareciera no inmutar a muchos, y los que nos jactamos de sí estarlo, no movemos ninguno de nuestros hipócritas dedos al respecto. De esta ciudad, La Tertulia definitivamente sí valdría la pena conocerse (eso sí, que sea pronto pues la dejadez apremia y ahí nadie dará garantía por lo que pueda encontrarse).
Retomando el presente, son más de las 10 de la noche y descubro un mundo del que sólo había escuchado hablar. Empiezo por aquí porque el oeste donde le toca la nalga al norte, me parece lo poco y nada rescatable en este monte de antropófagos que con hambre o sin hambre, en hordas intentan devorarte. A partir de Centenario y lo que sigue hacia Granada son lugares maravillosos para quien quiere escapar de lo no agradable -que pulula- del resto de la ciudad. En mi caso, caminar los tradicionales más tradicionales – ¡viejos!- de los barrios, es levitar lejos de la realidad. Por alguna necia razón, siempre que lo hice fueron días soleados. Suelo buscar la menor excusa para dirigirme ya sea al norte o al oeste; incluso se ha vuelto habitud en mí caminar desde el centro por la Calle 15, cruzar Las Américas por la Torre de Cali, e internarme en Versalles para comenzar con mi delirio. En una ocasión llegué hasta el Centenario desde el otro extremo de la ciudad, desde el mismísimo Unicentro. En honor a la verdad, declaro no lo planeé. Me llamo inocente a cualquier responsabilidad. No me achaquéis culpas ni ofrezcáis vacuas felicitaciones. Simplemente caminé. Si habréis de culpar a alguien, hacedlo con la Calle 5ta.
No sabré la distancia desde Holguines hasta Comfenalco. Sí sé que abarca cosas que valdrían la pena ser conocidas, no por especiales ni hermosas ni tradicionales, ni por nada (sólo quería poder decir que existen razones para recorrer la 5ta). Para espíritus errantes, es una gran víbora que invita a admirar sus escamas mientras se atraviesa desde la cola hasta la cabeza, eso sí, cuidándose de no ser devorado. Muchos suelen preferirla apenas a partir de la Biblioteca Departamental. No niego que para los jóvenes ahí puede hallarse lo mejor (Cultura). Yo sí prefiero vagar del comienzo al final; hacer el tour completo. Probable y mucho es, que lo haga porque por ahí no debo pagar dinero para atravesar la ciudad, y creo es esta, la única ruta que soy capaz de tolerar. Con la cautela pertinente pareciera que los indeseables del universo, los caleños en especial, no me pusieran límites cuando voy por la 5ta. Por mencionar algunas cosas que de hecho para mí no mucho de extraordinario tienen, podríamos hablar en un orden geográfico -ciertamente afectado por mi aciago sentido de la orientación-, del Batallón Pichincha, el Hospital Psiquiátrico, la Santiago, el Hospital Departamental, Tequendama, el Estadio, la Biblioteca Departamental, y por fin, antes de acabar en Comfenalco, ¡San Antonio! (Hogar del músico que nació y trágicamente murió en el anonimato confiriendo su vida por y para el jazz. Un tal Víctor Gamboa de quien pocos sabrán y desconocerán que murió como vivió: precoz hasta las venas. En la cúspide de su carrera Víctor se fue para siempre de San Antonio y su casa es lo primero que recuerdo cuando paso cerca. Como él, muchos artistas de por aquí). Algo debe haber en San Antonio. No puede haber tanta gente equivocada; tanta gente cagándola -claro que tratándose de jóvenes cualquier cosa podría esperarse-. La Loma de la Cruz, la Capilla, el Parque del Acueducto, el mismo Libertadores, no quiero hablar de ellos. Sólo quería que supieran que existen. Rozando a estos últimos por la espalda pero a través de una considerable frontera de millones de billetes, El Peñón, Normandía, Santa Teresita, Centenario, y quién lo diría, ¡de vuelta en el oeste!
En Granada, muy tarde y muchas luces. Dondequiera que veo la gente se amontona como si huyera de algo. El sonido, difícil de tolerar. De residencial no tiene un pelo. Los románticos que lo creen así son los residentes del barrio –es residencial aunque no lo crean-. No quisiera estar en su lugar; ni loco cada noche sufrir esto desde lo que se supone debiera ser el sosiego de mi lecho, pero que sólo me ofrece tormentos entre música estrepitosa, automóviles en todos los sentidos y ebrios descaminados participándome su jovialidad. Por la vacuidad y la pérdida de valores de esta sociedad, esa calma de antaño que nos cuentan manaba antes a borbotones, parece no volverá jamás. La gente se arruma a las entradas de los bares, justo bajo los letreros que indican el nombre que identifica a cada uno. Es curioso que todos se llamen Belmont, Mustang, Brava y Poker. No hay tránsito posible por estas calles. Por demás, ya eran pequeñas sólo para personas. La ira en medio de la música a reventar de cada conductor, sale por sus ventanas, y pasa de ser una simple impresión, a viajar como improperio a la ventana del compañero de turno. No entiendo cómo lo soportan. Por suerte le tengo miedo a los carros e hice una vieja promesa de que nunca manejaría. Mientras avanzo en busca de lugares donde el escándalo decrezca así sea un poco, veo jóvenes –me atrevería a decir que de mi edad- sentados junto a camionetas con evidencias de toda clase de licor a su alrededor. Una señora de no menos de 70 años se acerca a ofrecerles chicles o mentas o qué sé yo. ¿Qué ocurre? No la determinan. ¿Que podría esperarse? Nada. De una sociedad hijueputa sólo hijueputicas podrían esperarse. Cómo es posible que un mariquita de 18 años ande a las 2 de la mañana en una escandalosa camioneta –descontando lo loba -, rodeado de pares que comparten con él la misma lucidez, la misma carencia de sentido sobre la existencia. Por suerte me tomó menos de 15 segundos perderlos de vista. El escándalo parece haberse ido. Cabe recordar que sigo en la 6ta. Y no se puede hablar de la 6ta a las 2 de la mañana sin hablar de ¡¡¡Putaaas!!!
Sin tanta música, con la posibilidad ahora sí de hablar y ser escuchado, un pezón (amigo, camarada, gil, indeseable) que acababa de unírseme me sacó de la duda. La primera que vi era baja, vestía una minifalda negra, tacones altos y una escotada blusa roja. Abandonaba nuestra acera para acercarse a un carro que se había detenido en la otra orilla. No parecía que fuera a lograr nada; otras cinco habían adelantádosele. Me llamó la atención que mientras cruzaba se la pasó todo el trecho de orilla a orilla –la 6ta es una calle notoriamente ancha-, rascándose por debajo de su falda como si tratara de acomodarse algo, como si acabara de recibir de alguien una comezón tanto o más molesta que los tacones. Dudé sobre si era o no una puta porque acababa de salir de un ambiente dicharachero y dispersor con ganas del mal gusto; un lugar donde las maniquíes con baterías para caminar, desfilaban exhibiendo los 3 millones de su marido-novio-amante-esposo-mozo-lavaperros-traqueto, que a la vez eran el reconocimiento al buen trabajo del cirujano, las 5 horas de todo el equipo médico de la obra, el consultorio ocupado por más de 20 horas y los gastos en cremas, ungüentos, lociones y menjurjes (cuidados postoperatorios que llaman). Ahora no lo diré yo, ahora lo oirán de aquéllos que mueren de hambre; de la mujer que se sienta todo el día con sus hijos en un semáforo estirando la mano por una moneda; del anciano de la carreta más pesada que los años de su experiencia, quien busca entre la basura restos de cartón y vidrio (y si por azar un trozo de pizza que alguien no quiso porque tenía anchoas); de quienes ven en la lluvia el peor de los tormentos pues el río habrá de crecer y arrastrar con él, todo lo que mora en sus riberas incluyéndolos a ellos. Todos, si tuvieran la oportunidad, nos recordarían que este mundo, ¡más hijueputa no puede ser!
Así termina un breve panorama de lo bello de Cali. Sin mucho andar (sólo lo que se opta) se pueden concluir cosas. Hay cosas y gente buenas. De esas me han saciado y seguirán haciéndolo quienes no se atreven a mirar con algo de odio. El odio puede agradecer con mejores apreciaciones. Por mi parte, yo concluyo.
Cali: Una ciudad maravillosa. Una mierda de gente.