domingo, 15 de noviembre de 2009

Rubem Fonseca reflexiona sobre cine, literatura y guiones

Los jóvenes de mi generación querían ser poetas, pero algunos soñaban con la poesía porque el cine era un sueño que parecía imposible. Hoy los jóvenes sueñan y se complacen con el cine. A mí siempre me gustó el cine, pero únicamente me convertí en cinéfilo. Me involucré en esa actividad sólo después de haber escrito dos docenas de libros. Mi intervención ha sido como guionista, aunque debo confesar que me gustaría también ser director.

He escrito guiones basados en novelas o cuentos míos: El gran arte, El caso Morel, que desafortunadamente no fue terminado, Bufo & Spallanzani, Informe de un hombre casado, y acabo de escribir el guión de Diario de un libertino. También he escrito guiones originales (Stelinha, La extorsión) y guiones basados en novelas de otros: El hombre del año, basado en el libro El matador, de Patrícia Melo, dirigido por José Henrique Fonseca.

¿Qué es más difícil?

Lo más difícil es hacer un guión basado en una obra literaria ya publicada, como sucedió con El hombre del año. Hasta en los casos en que yo mismo soy el autor de la obra, como Bufo & Spallanzani, el guión fue más difícil de escribir. Si le preguntaran a Jean-Claude Carrière, que ha escrito decenas de guiones, qué fue más laborioso y difícil de hacer, el guión de La insoportable levedad del ser, basado en el libro de Milan Kundera, o el guión original de El discreto encanto de la burguesía, estoy seguro de que responderá que fue el guión basado en la novela de Kundera.

Un guión se escribe varias veces. Eso, por cierto, es común en la creación de textos lite¬rarios en general, principalmente en el caso de la poesía. (Un poema nunca termina de escribirse, se abandona, como dijo Valéry, lo cual también es cierto para los textos literarios.) Consta que Platón escribió la primera frase de La república cincuenta veces. Flaubert se pasó treinta años escribiendo La tentación de San Antonio. Melville escribió decenas de veces la frase inicial de Moby Dick: “Call me Ishmael”. Podría citar decenas de ejemplos de esta furia correctora, en los diversos géneros literarios, pero toda cita excesiva de nombres, incluso en los textos académicos, es una monserga.

Con los guiones cinematográficos ocurre lo mismo. La diferencia es que, además del autor del guión, otras personas participan en la revisión, casi siempre el director de la película —especialmente aquí en nuestro país— y también el productor. Esto me sucedió cuando trabajé, entre otros, con los Tambellini (padre e hijo, en épocas diferentes), con Suzana Amaral, Walter Salles, Miguel Faria y, recientemente, con José Henrique Fonseca.

¿Qué queremos todos los involucrados en ese proceso? Los más pretenciosos (y todo aquel que quiere crear algo debe ser “pretencioso”, debe buscar su nivel de excelencia) quieren realizar una obra de arte. Wagner, cuando compuso sus óperas, buscaba alcanzar aquello que denominaba Gesamtkunstwerk, la obra de arte completa, la cual incluiría música, poesía, drama, pintura, arquitectura y danza. Era el siglo XIX y si había algún arte que podía megalomaniacamente tener esas aspiraciones, ese arte era la ópera.

Existió una cosa llamada “linterna mágica”, surgida en el siglo XVII, un foco de luz que iluminaba placas de vidrio pintadas a mano. Esas imágenes se proyectaban en una pared blanca y los temas representados estaban ligados a la religión. Llamaba la atención tanto de los adultos como de los niños. Ciertamente no era la Gesamtkunstwerk pregonada por Wagner.

Pasó un tiempo para que los hermanos Lumière —Auguste y Louis—, a finales del siglo XIX, 1895, crearan el cinematógrafo, una especie de ancestro de la filmadora, que se movía con una manivela y utilizaba negativos perforados para registrar el movimiento. El cinematógrafo hizo posible la proyección de imágenes para el público. Eran imágenes en movimiento, no eran aquellas proyecciones estáticas de la linterna mágica.

Hace más de cien años, el 28 de diciembre de 1895, tuvo lugar la primera exhibición pública de las obras de los Lumière, en el Grand Café en París: La salida de los obreros de las fábricas Lumière, La llegada del tren a la estación, La comida del bebé y El mar fueron algunas de las películas que se presentaron dejando a los espectadores atónitos. Las producciones eran rudimentarias y, como vimos, documentales cortos que trataban asuntos de la vida cotidiana, con dos minutos de duración. La presentación pública del cinematógrafo marcó oficialmente el inicio de la historia del cine. Sin embargo, faltaba algo muy importante: el sonido, que no apareció sino hasta tres décadas después, a finales de los años 20.

El invento de los Lumière se desarrolló. Los cineastas, después de los documen¬tales, se lanzaron a la ficción. Surgieron Max Linder (que supuestamente inspiró a Chaplin) y otros comediantes, en varios países. El americano Edwin S. Porter, en 1903, presentó un trabajo pionero con La vida de un bombero americano y, con El gran robo del tren, inauguró el western.

Despuntaron entonces dos grandes nombres de los principios del cine: Georges Méliès y David Griffith. Méliès nació en Francia en 1861 y murió en 1938. Fue un pionero en la utilización de vestuarios, actores, escenarios y maquillaje, que se opuso al estilo de los documentalistas. Realizó las primeras películas de ficción, Viaje a la luna y La conquista del polo, en 1902. El otro precursor fue David Griffith, nacido en Estados Unidos en 1875, donde murió en 1948. Fue el primero que sacó la cámara del tripié y usó el montaje de manera dinámica y creativa. Con El nacimiento de una nación, de 1915, abrió camino a la creación de la industria cinematográfica americana. (Dicen que Griffith visualizó toda la película en su mente y que no escribió un guión ni hizo ningún apunte, pero no lo creo. La sentencia “una idea en la cabeza y una cámara en la mano” es responsable de muchas porquerías.) Con Intolerancia, de 1916, Griffith fortaleció el impulso que había logrado con El nacimiento...

Se empezó a llamar al cine “El séptimo arte”. ¿Se había encontrado la añorada Gesamtkunstwerk de Wagner? ¿Sí? ¿No?

No. El cine era mudo, no tenía la poesía de los textos hablados, ni la música, esas formas artísticas de importancia capital. ¿Cómo podría el cine adjudicarse el derecho a la Gesamtkunstwerk? Era un exceso de (afortunada) pretensión.

A las primeras experiencias de sonorización, hechas por Thomas Edison, en 1889, siguieron las de Auguste Baron (1896) y Henri Joly (1900), pero sus sistemas aún tenían serias fallas de sincronización imagen-sonido. El aparato del americano Lee de Forest, de grabación magnética en película (1907), que permitía la reproducción simultánea de imágenes y sonidos, fue adquirido en 1926 por la Warner Brothers. La compañía produjo la primera película con música y efectos sonoros sincronizados, Don Juan, de Alan Crossland, y la primera con pasajes hablados y cantados, El cantante de jazz (1927), también de Crossland, con Al Jolson, gran nombre de Broadway. Y además, la primera hablada en su totalidad, Luces de Nueva York, de Brian Foy (1928). Al año siguiente, 1929, el cine hablado ya representaba cincuenta y un por ciento de la producción americana. Otros centros, especialmente Francia, Alemania, Suecia e Inglaterra, comenzaron a explotar el sonido. A partir de 1930, Rusia, Japón, India y los países de América Latina recurrieron al nuevo descubrimiento. La adhesión de casi todas las productoras al nuevo sistema quebrantó convicciones y marginó a actores y directores. El lenguaje cinematográfico tuvo que ser reformulado. Directores importantes, como Charlie Chaplin y René Clair, entre otros, se opusieron diciendo que el cine no necesitaba de la voz de los artistas. Pero los dos acabaron adhiriéndose, como sabemos, aunque el cine hablado de Chaplin es muy inferior al que hacía antes. Algunas de sus películas, como La condesa de Hong Kong (1967) y Un rey en Nueva York (1957), son extremadamente decepcionantes.

Durante la Primera Guerra Mundial, la producción de películas se concentró en Hollywood, en California, donde surgieron los primeros grandes estudios. De los años 30 hasta el día de hoy, Hollywood concentra la mayor parte de la producción cinematográfica mundial, aunque muchos centros esparcidos por todos los continentes producen obras que merecen ser mencionadas.

A final de cuentas, ¿qué es el cine, hoy? Se le conoce como “El séptimo arte”, lo cual es correcto, aunque todavía no podemos llamarlo Gesamtkunstwerk, obra de arte completa. El cine es, por el momento, un arte híbrido. Y el problema principal es que la película después de un tiempo queda “fechada”: una buena película antigua no se disfruta con la misma admiración con que se disfrutan otras buenas obras de arte. Se puede escuchar a Mozart, o releer Don Quijote, o contemplar la Capilla Sixtina con el mismo placer de la primera vez. Una película antigua, con algunas raras excepciones, se puede ver apenas como curiosidad histórica. (Hay casos de sofisticados cinéfilos a quienes les gusta volver a ver películas antiguas, en las que descubren novedades.) Me parece que esa datación que sufre el cine es el problema que exige que el séptimo arte, o “The industry”, como los americanos lo definen, sea un objeto de consumo renovado incesantemente.

Para finalizar este artículo, que ya se extendió demasiado, quiero abordar la adaptación cinematográfica de obras literarias.

Antes que nada, debo decir que escribir para el cine es diferente de todas las otras formas de expresión escrita. Los elementos visuales son tan importantes como las descripciones y los diálogos. Dado que la inversión es muy grande, al productor le tiene que gustar el guión. Y, como dije antes, el director también interfiere y el guión siempre pasa por diferentes tratamientos, que toman en cuenta un montón de aspectos. Uno de ellos, tal vez el más importante, es la aprobación del público. El escritor de ficción no tiene que preocuparse por eso. No obstante, sin la imaginación de los guionistas, nunca se cuentan buenas historias en el cine. El cineasta y teórico ruso Lev Vladimirovich Kulechov, que introdujo el arte del montaje, afirma en su libro El arte del cine que el cine es básicamente argumento y montaje, o sea, las dos figuras más importantes de la película son el guionista y el editor. Estoy de acuerdo con él en cuanto a la importancia fundamental del guionista, pero creo que la figura del director es aún más importante.

Reconozco que el cine es, como dice la propaganda, “la mayor diversión”, que el cine es el séptimo arte. Aunque no sea la obra de arte total, es un arte que usa a las demás artes como soporte, de la mejor manera posible.

Sin embargo, sólo como provocación, hago la siguiente pregunta: ¿Qué es más importante como arte, la palabra escrita —la poesía, la ficción, el teatro— o el cine? ¿Cuál de los dos puede alcanzar un nivel de excelencia más elevado?

¿Qué tal si, sólo como ejercicio, comparamos las ventajas de la literatura y las del cine?

Ventajas de la literatura

1. Polisemia y participación creativa. David Neves, cuando decidió filmar mi historia “Lúcia McCartney”, me dijo que tenía a la Lúcia “perfecta, exactamente como la describes en el libro”, y me invitó a comer. La Lúcia, “exactamente como yo la describía en el libro”, según David, era Adriana Prieto, una mujer joven de cabello rubio, ojos azules, labios delgados, y un rostro bonito que recordaba a las actrices europeas nórdicas. “¿No es igualita?”, me preguntó David. Evité responderle. En realidad yo no describo a Lúcia en mi historia, puede ser blanca, mulata, negra, delgada o gorda. Porque ésa es la gran riqueza de la literatura, la participación del lector, que llena las lagunas que el autor deja, del lector que usa su imaginación rereando la historia que leyó, reinventando a los personajes. El cine no lo permite. Lúcia era, axiomáticamente, una linda y elegante mujer rubia de ojos azules. El espectador no necesitaba (ni podía) usar su imaginación. El lector comparte el libro no sólo estética y emocionalmente: tiene una participación creativa. Siempre “reescribe” el libro a su manera.

2. Permanencia. Vean qué tipo de reacción despiertan las películas clásicas, Griffith y otros. Quedan “fechadas”.

3. La película necesita de la palabra escrita; hasta el cine mudo la necesitaba. ¿Recuerdan a Kulechov: argumento y montaje?

4. La literatura es tan importante que los directores del mainstream, como Scorsese, Spielberg y otros, aconsejan a los directores que lean, porque consideran que la lectura es importante para el trabajo que realizan. Ningún escritor aconseja a otros escritores que vayan al cine, por ser importante para el trabajo que hacen. Hay una frase interesante del escritor Gore Vidal, quien, además de ser un novelista famoso, escribió varios guiones. Vidal afirma: “El cine es guión. Una cosa es cierta: el guión es fundamental para la película. Así como para el cuerpo humano una buena y simétrica estructura ósea es lo que le va a permitir al cuerpo ser bonito y atractivo, en el cine esa tarea le corresponde al guión”. El cine es argumento y montaje, estoy repitiendo a Kulechov. Chaplin usaba menos de diez por ciento de lo que filmaba. El resto era cortado en la sala de edición.

Ventaja del cine

Tiene que haber una razón para la popularidad del cine.

A excepción de algunos pocos ensayistas franceses cascarrabias, no recuerdo a ningún escritor, músico, o pintor a quien no le guste el cine. A todo mundo le gusta el cine. Tal vez porque, aunque hasta ahora ha fallado en el intento de convertirse en la Gesamtkunstwerk wagneriana, el cine es el arte que más se acerca a ese ideal, y tal vez un día deje de ser un arte sólo híbrido para transformarse en un arte completo.

El escritor y guionista brasilero Rubem Fonseca, galardonado en 2003 con el Premio de Literatura Juan Rulfo, es uno de los autores latinoamericanos más importantes en la actualidad; algunas de sus obras son: Los prisioneros, El caso Morel, El gran arte, El salvaje de la ópera, El enfermo Molière, Mandrake, la Biblia y el bastón, entre otros. Este artículo fue publicado por el diario mexicano Milenio.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Los mitos de un escritor incómodo Por Jorge Aulicino

Sobre Edgard Allan Poe existen numerosos malentendidos, acendradas mistificaciones e insuficientes verdades, que la biografía Una vida truncada, del gran inglés Peter Ackroyd –autor de una extraordinaria Biografía de Londres– y la reedición de los Cuentos completos de Poe traducidos por Julio Cortázar –ambas de Edhasa–, no dejarán de alimentar. En algún punto, la biografía de Ackroyd arroja una luz ambigua sobre la figura del escritor como para desperfilar, como conviene, a un mito, a base de verdades muy probables y contradictorias.

¿En qué consiste la mistificación de Poe?

Básicamente, en que fue un prisionero de su tiempo, un "suicidado por la sociedad", diría Artaud, como dijo de Van Gogh; un molesto e indeseable esperpento, un genio que se sentía incómodo en la "prisión de los Estados Unidos" –debemos a Baudelaire el tropo–, un visionario que murió frustrado, para ser descubierto, como corresponde, muchas décadas después, como uno de los fundadores de la escuela norteamericana del cuento y parte integrante de la Patrística literaria de aquella nación. Ackroyd prefiere llamar a esa vida "truncada" (cut) y no frustrada (frustrated).

La lectura de la biografía de Ackroyd corrobora sí que Poe no se sentía cómodo en los Estados Unidos. No sabemos por qué. Vagó de una ciudad a otra de la costa Este escribiendo en periódicos y perseguido por la pobreza. Pero: a) no fue en absoluto un desconocido; fue uno de los periodistas más exitosos de su época y también uno de los escritores más reconocidos, por cierto no a la altura de Longfelow –tampoco tuvo tiempo para disputarle la consagración, ni su carácter belicoso le hubiese permitido convertirse en patriarca hierático; b) pudo escapar de la pobreza: dos periódicos al menos multiplicaron exponencialmente sus ventas gracias a su inspiración y su trabajo; uno de ellos le hubiese proporcionado un porvenir más que holgado, pero lo abandonó porque lo aburría; c) uno de los motivos por los que Poe, en su corta vida, llegó a la fama, fue su crítica muchas veces despiadada, tanto como bien escrita, a sus contemporáneos; era célebre por sus provocadoras reseñas, que fueron laudatorias cuando se trataba de mujeres que lo halagaban; d) su poema "El cuervo" tuvo un éxito enorme, aun para la época, y escuchárselo recitar con su voz magnética parece que era una de las grandes experiencias a las que un norteamericano culto podía aspirar en la primera mitad del XIX. Todo lo cual indica que Poe no tenía razones para sentirse incómodo, aunque seguramente, en verdad, lo estaba. Era un pionero extraordinario, laborioso y creído de sí mismo, violento a veces, indecoroso otras, aunque la mayor parte del tiempo se comportaba con unos modales tan amables, suaves y caballerosos que asombraba. Era un bebedor sediento, de los que se emborrachan hasta caer, en una rápida y letal sucesión de tragos. Y era un sureño –se había criado en Virginia–, con pretensiones de aristócrata, esclavista y antiburgués.

Segunda cuestión relacionada con el falso mito: era absolutamente consciente de que escribía para los magazines, y por lo tanto sus cuentos debían impresionar. Le gustasen o no, en ellos encapsulaba lo sublime. Precursor del sensacionalismo periodístico y literario, aconsejó a los propietarios de periódicos incluir con frecuencia prosas como las suyas que, en el terreno de la ficción, anticipaban las crónicas de crímenes truculentos que alimentaron a los grandes rotativos del siglo XX.

Manejó, aun en la poesía, la noción de efecto. "Siempre existe un punto en que se dan la mano la ironía y la decadencia, y nunca queda claro si Poe está riéndose o llorando ante sus propias imaginaciones", señala Ackroyd. Poco antes, cita al propio Poe: los relatos de mayor éxito contienen "lo absurdo rayano en lo grotesco, lo aprensivo coloreado con lo horrible, lo ingenioso exagerado hasta lo burlesco, lo singular revestido de lo extraño y lo místico. Podría decirse que todo esto es mal gusto"; a lo que agrega Ackroyd: "Este era el credo periodístico de Poe, unos principios que siguió fielmente durante su carrera de escritor".

Poe tenía absoluto control sobre su estilo, dice su biógrafo, y si deploraba sus borracheras intensas, era por la sensación de pérdida de dominio de sí mismo que le acarreaban. Pero el talón de Aquiles de Poe no fue el alcohol, fueron las mujeres. Se enamoró de la madre de un compañero en la adolescencia, luego de su prima adolescente Virginia, con la que se casó, y al morir ella, de sucesivas mujeres, en pocos años, y de dos al mismo tiempo, frente a las que enaltecía su amor en términos parecidos y ante las que se declaraba al borde del suicidio, o de la muerte más atroz, a causa de ellas (de cada una por separado).

Algo conscientemente teatral, de vaudeville dramático, hubo en toda la obra la Poe, incluidas sus cartas, siempre escritas en agonía definitiva y desolación mortal que no le impedían seguir viviendo. Su muerte, muchos años después de las primeras líneas exageradamente patéticas dirigidas a su padrastro, fue realmente grotesca. Si de verdad fue arrastrado en Baltimore a servir de votante disfrazado en unas elecciones fraudulentas, en plena borrachera –de hecho vestía unas ropas y un sombrero raros en él cuando lo encontraron exánime–, entonces sí fue un suicidado por la sociedad, en sentido completamente aleatorio: durante el vértigo de sus viajes por el Este, más sentimentales que literarios, poseído además de su compulsión alcohólica.

Discutida no ha sido lo suficiente la traducción que hizo Cortázar de esta literatura, no menos complicada que su creador. Anotación: Poe no escribía bien; contra anotación: lo hacía maravillosamente dentro del estilo paródico efectista con el que sacaba partido periodístico y literario de una generación que amaba el rebuscamiento, como sinónimo de alta literatura (todo para leer narraciones de disparatada imaginación en las revistas). Cortázar le corta el pelo y lo emprolija. Sus traducciones son de una fluidez que Poe no tenía. Se leen sin la dificultad, los estucos y el taraceado del original. Y a veces sin ese relumbrón sangriento oscuro, esa luz de teatro, de la que Poe dotaba sus cuentos, esa belleza extraña que sacaba de la abundancia de adjetivos ("dull, dark, soundless"). Cortázar pues escribe bien; Poe escribía mal y sólo la imaginación lo salva. No es tal, tampoco esto. El mito verdadero dará aún qué conversar, mistificar y desmitificar

martes, 3 de noviembre de 2009

"Tiempo muerto" Por Johanna Buendía P.

ROBERTO SALE DE CASA
Roberto Meneses no camina con apuro. Prefiere tomarse su tiempo mientras su cerebro envía los estímulos necesarios para producir el movimiento. La mañana del 13 de junio brilla y el sol de ese verano al que no está acostumbrado lo seduce con su extravagancia. Sin embargo, ese fulgor no logra convencerlo de que su animosidad se le refleje en el rostro. Sus cejas convergen en un punto intermedio y le forman una impenetrable arruga en la frente, pues tiene encandilados los ojos en aquella fuente de luz que apenas lo deja ver el sendero que transita. El sudor le gotea por la espalda. Aquella camisa a cuadros le recuerda la primera vez que asistió a un encuentro de periodistas –esta vez en Cartagena, con un calor mucho más extravagante-. Su trabajo lo entusiasma aún más a atravesar el infierno y Hades se siente orgulloso de su decisión.
Ha recorrido un gran trayecto y las personas no advierten su presencia. Eso le gusta. Ocasionalmente le pregunta a un transeúnte por tal o cual dirección y es sólo en ese instante de incomodidad e intimidad (tanto para quien él interrumpe en su tránsito como para él, en medio de su sentir extranjero) que los demás notan su inoportuno aspecto forastero, como reclamando en su mirada tímida un suspiro de confianza en el instante preliminar al que abrirá su boca para decirlo: Disculpe señor, ¿podría decirme dónde queda la Plaza de Caycedo?
- Siga derecho. Por ahí tres cuadras más y llega. Derechito, vea.- dice el hombre mientras apunta al norte con su mano derecha (en la otra carga una bolsa negra).
- Bueno, gracias
Sus ojos se abren y la arruguita del entrecejo desaparece. Promete un aire de certeza cuando asiente con la mirada. Continúa su camino. Su atuendo no rebasa las expectativas de los que, al rozarle con su brazo, sienten las fibras del algodón del que se nutre su camisa. Carga una mochila de cuero negro, maltratada por el uso, de cierres grandes y que cuelga de su hombro con el peso de unos cuantos papeles, de su billetera y de sus cigarrillos. Los pantalones esconden mucho más que unas extremidades débiles por la falta de ejercicio; en los bolsillos carga sólo sus dedos inseguros que se esconden del sol y protegen de los manilargos la grabadora de voz que solamente ha de usar cuando sea necesario. Mientras tanto, registra con agudeza fotográfica todo lo que ocurre a lo ancho de su ángulo de visión. No pretende que se le escape ningún detalle de lo que pasa a su alrededor. Analiza como cual inspector la escena y simultáneamente saca conclusiones del entorno. Aunque tiene debilidad por las caleñas (en general por las trigueñas de amplias curvas) trata de no desviar sus sentidos. Su deber es el centro de Cali; su obligación no permite tal provocación.

ROBERTO ES PERIODISTA
Días atrás su le jefe había designado una tarea importante.
- La revista necesita que vayas a Cali para que hagas un reportaje.
- ¿De qué se trata?
- Queremos que indagues un poco en el centro para que busques una historia que logre cautivar, algo así como lo que se hizo con Javier en Medellín…
- Sí, claro.
- Mira, mejor te llamo más tarde. Ahora tengo una reunión.
- Bueno. Hablamos luego.
Todo había sido planeado con quince días de anticipación. El viaje ya estaba previsto: 12 de junio- (salida) Bogotá-Cali; 14 de junio- (regreso) Cali-Bogotá. La noche anterior al viaje pensó en cómo sería Cali con él. Esperaba que lo trataran bien. Tenía una imagen amigable de esa ciudad pero aborrecía el calor infernal que se apoderaba de ella. – Es tierra movediza- pensó mientras los párpados se le deslizaban por las pupilas y los sueños iban emergiendo del completo anonimato.

ROBERTO PISA TIERRA FIRME
El cemento sirve como plataforma de la multiplicidad de las actuaciones que él percibe en su divagar. Aún no encuentra un relato que lo motive. En la Plaza de Caycedo sólo hay hombres comunes en situaciones que se han convertido en convenciones del ritual de una plaza como cualquiera; mientras unos leen el Q’hubo otros conversan de política nacional. Él busca algo más; algo especial. Entonces recuerda que alguna vez su padre lo trajo a Cali (cuando tenía 10 años) y recorrieron juntos este centro. Su papá lo había llevado a conocer, además del Cerro de las Tres Cruces y el Zoológico, el Teatro Jorge Isaacs y decide ir por éste. Espera el momento en el que el semáforo esté en rojo para poder pasar y después de analizar detenidamente los puestos de los loteros llega al teatro con la esperanza de poder hablar con algún funcionario, pero está cerrado.
– No abren hasta después de las 2- Le dice un lotero mientras cuenta las monedas que acaba de recibir por la gracia del azar.
Roberto, insatisfecho, únicamente puede lanzar un quejido que apenas y alcanza a escuchar el lotero. Éste al ver su cara descontenta le pregunta tratando de reconocer su rostro entre el rubor que emana de sus mejillas:
- ¿Qué busca?
- Pues quería hablar con algún funcionario del teatro para--
- No. Pues quién sabe cuándo abran. Ahí si no sabría decirle.- Dice el hombre con insólita despreocupación e indiferencia de lo que a Roberto tan mal momento hacía pasar.
- ¿Y usted qué? ¿Hace cuánto trabaja aquí?- pregunta Roberto curioso en un acto de sagacidad.
- Mire, si es para hacerme entrevistas o cualquiera de esas güevonadas mejor no porque eso a mí no me gusta. Vienen aquí a preguntarles cosas a uno y uno bien ocupado.
- No. Es sólo que-- Decidió no insistir o refutar las afirmaciones del lotero.- ¿Dónde queda la Ermita?
- Por ahí.- Y esta vez el hombre señaló con los labios en punta, como fingiendo un beso. -Desde esa esquina se alcanza a ver allá.
- Gracias.
Se dirige con la esperanza puesta en aquella iglesia, pero siente cierto repudio por las misas, los santos, las personas que asisten a las misas, el sacerdote… ¿Qué más da? Sigue pisando ese suelo y se imagina que es como la superficie de un volcán que va a hacer erupción; la lava se le sube por los pies y le quema los zapatos que alguna vez un lustrador había admirado con aprecio. En las rodillas y hasta el pecho. Cuando le llega al rostro ya no la soporta más; con su pañuelo obstaculiza el camino de ese calor que se dirige a sus mejillas para quemarlo. Se limpia y continúa. Da uno, dos tres pasos y piensa que puede recorrer algunas estructuras antiguas de la ciudad, que podría resultar más interesante dejar que los edificios empolvados y maltratados por los años hablen de esta ciudad. Sí. Se refiere al Hotel Alférez Real, porque alguna vez oyó decir que era bellísimo. Que conservaba un estilo bastante pulcro y victoriano, que evocaba grandeza y figura distinguida.

ROBERTO ESTÁ EN EL CIENO

Estando en la esquina, Roberto logró visualizar la estructura de la iglesia. Antes hay una plaza que atravesar llamada “Parque de los Poetas”. Había distinguido ya el oficio de quienes laboran ahí: algunos vendedores ambulantes y unos hombres sentados frente a una máquina de escribir. Todos miran con cautela a Roberto. No sabe bien dónde se ubica el Hotel. El Alférez era muy interesante, conservaba un estilo bastante pulcro y victoriano, que… Incluso llegó a pensar en él con pasión. Por su cabeza pasaban miles de imágenes de él, llenaba su corazón de fervor cuando dirigió los ojos marrones que había robado a su padre a su costado izquierdo y se percató de que ahí yacía un edificio que parecía aún más antiguo que la iglesia. ¿Pero sería ése? No. Muy pequeño para ser un hotel de tan alto ministerio. La fachada se burlaba de sus ilusiones. Encima de la puerta arqueada y enrejada decía Cía. Colombiana de Tabaco. Tiene unos balcones bonitos, pensó. Mientras sostenía la mano sobre sus ojos simulando una visera contra el sol, sus pensamientos se volcaron hacia una intriga que cada vez lo perturbaba más. Se dirigió a preguntar por la ubicación de lo que él había estado buscando. Aprovecharía para visitar el edificio, solo porque era viejo se incluía en sus planes como un nuevo lugar para visitar. Movió sus pies rápidamente, pues el sol había traspasado hacía rato la barrera de su crema protectora y empezaba a calcinarlo. Estando en la sombra, justo en la puerta, frente al celador del edificio, sacó de nuevo su pañuelo intentando secar su rostro empapado y rojo.
- Buenas tardes. ¿Sabe usted dónde queda el Hotel Alférez Real?
Era un hombre maduro y la ingenuidad de Roberto lo hizo plasmar en su cara una pequeña expresión de incredulidad frente a lo que escuchaba.
- No, hermano, ese Hotel ya no existe.
- ¿No? Ah…
Debió ser la sed o el calor, pero Roberto nunca hubiera deseado más estar en casa. Apenas apretó el puño y pasó otra vez el pañuelo, en esta ocasión, por sus labios agrietados. No pudo sostener la mirada sobre aquel hombre y la puso mejor en el suelo tratando de ocultar su vergüenza.
- Eso hace años lo quitaron, mijo. ¿Por qué? ¿Qué necesitaba?- Ese hombre sintió pesar por Roberto y entendía su frustración.
- Es que yo trabajo para la revista Semana y quería hacer una reseña de la ciudad, de sus sitios históricos; de los edificios antiguos más precisamente.
- Ah… Pues éste edificio también es de los tiempos en que construyeron el Alférez.
- ¿Sí? ¿Usted cree que pueda entrar a verlo, digo, para ver un poco la estructura?
- Pues si tiene un documento en el que diga que usted trabaja para esa revista, yo creo que sí. Toca hablar con la administradora, porque ella si pide un documento.
- Sí, claro.
El hombre tomó de su bolsillo derecho las llaves del portón. Mientras las examinaba Roberto miraba con ansiedad entre la reja. Entró y subieron al segundo piso para hablar con la administradora. Le explicó que quería ver las oficinas de arriba, las de los balcones. Ella accedió, aunque parecía extrañada pues para ella el edificio no era interesante.
- Ábrale la oficina del balcón izquierdo, Francisco. Pero entonces déjeme mientras tanto el carné de la revista, si es tan amable.
De su billetera sacó con velocidad el carné y se dispuso a seguir a Francisco. Subieron las siguientes escaleras. Roberto no pudo resistirse a la tentación de saber más de ese hombre al que seguía.
- Qué calor, ¿no?
- Sí, sí. Estos días están muy calientes.
- Y yo que vengo de Bogotá.
- Allá si hace mucho frío.
- ¿Y usted hace cuánto que trabaja acá como celador Francisco?- Preguntó Roberto. Entre tanto aguzó sus movimientos para encender la grabadora de voz sin que Francisco se diera cuenta.
- Hace 35 años.
- ¡Uy! Hace mucho rato. Entonces usted sí que tiene historia para contar de este sector.
- Ja, ja. Pues más o menos, sí señor.
- ¿Y por qué fue que demolieron el Alférez?
- No, pues es que cuando yo llegué a trabajar aquí ya eso lo habían acabado.- Dice esto Francisco y simultáneamente trata de abrir el portón de la oficina. Las llaves ya están un poco oxidadas y esto retrasa un poco la acción.
- ¿Y qué funcionaba acá antes?
- Pues acá era la compañía de tabaco del Pielroja. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Roberto mira y trata de escudriñar hasta en el más diminuto detalle del edificio. “Escalas amplias, elegantes, como construidas para una mansión; las baldosas son grandes y de color beige y pintas marrones, casi negras, evocan a un leopardo; paredes llenas de humedad, las burbujas que se forman, algunas, han hecho que la pintura se desprenda; un ascensor de puertas amarillas y destartaladas, se parecen a la puerta trasera de una furgoneta vieja, el marcador superior llega hasta el número seis, las placas son doradas y en su conjunto forman una media luna, la aguja que marca el piso por el que el ascensor se eleva tiene una flecha con forma de gota, el botón es rojo, se ubica sobre una placa dorada con grabados en los bordes; entre piso y piso hay casi 4 metros, está fresco, el techo es alto.” En ese momento su meditación descriptiva se ve interrumpida por la voz de Francisco que le dice que entre en la oficina, que ya ha encontrado la llave. Sus pasos son lentos y su cabeza gira en un ángulo de 180 grados, de izquierda a derecha. Huele a humedad, se siente la soledad del lugar.
- Voy a abrirle el balcón.
La puerta que da al balcón parece más una ventana pues sobre esta cuelga una persiana destruida que forma un abanico con sus láminas delgadas y algo curvas; tiene una chapa que le recuerda a alguna que una vez vio en la Casa de Nariño. Era antigua y la llave también. Tenía dos aristas en la punta que dirigían su mirada al suelo para poder encajar en el agujero de la chapa. Trac. Sonó la puerta y se abrió.
- Siga.
- Gracias, Francisco.
Levanta el pie para no tropezarse con el sobresalto de cemento (pollo, llamado coloquialmente) que emerge del piso y entra en el balcón. “No tiene más de un metro de profundidad y está casi a punto de caer. Me da miedo, espero que sea seguro.”
- ¿Esos hombres de las carpitas de colores qué hacen?
- ¿Los de las máquinas de escribir?
- Sí, ellos.
- Unos les dicen tinterillos, son escribientes. Ellos tramitan documentos judiciales.
- Ah. Entiendo.
- ¿Puedo fumar aquí, Francisco? ¿Hay problema?
- No. Hágale. Al fin y al cabo este es el edificio del tabaco.
Por fin muestra los dientes Roberto mientras del bolsillo delantero de su bolso saca la cajetilla de Belmont. Su sonrisa se cierra para besar el cigarro. Lo enciende y cuando ya ha botado el humo gira su eje hacia el río, pues su nivel está creciendo.
- ¿Hay crecida Francisco?
- Sí, sí señor.
Sobre el puente le parece que hay mucha gente y trata de adivinar quiénes son.
- ¿Y esos hombres de las cámaras?
- Ellos le toman fotos a uno cuando pasa. Le dan un recibito y al otro día si uno quiere la reclama. Más que todo les toman fotos a las mujeres. Es que en ese lugar sí que ventea bueno y a las mujeres que pasan se les levanta la falda. Y ellas que se vienen en vestido sabiendo lo que les espera. Vea esa por ejemplo; no le importa que ande con la mamá y camina contoneándose todita. Es que los fines de semana uno se pasea por ahí porque es muy bueno, por lo del viento. ¿Si me entiende?
- Sí, cómo no. Qué oficio tan interesante el de esos hombres.
Aspira de nuevo y esta vez el humo no sale, se le queda en los pulmones. Ha quedado perplejo por lo que está observando.

- ¿Y ese edificio? No lo había visto ahora cuando pasé.
- Pero si está en todo el frente. Ése es el Hotel Alférez Real, ahí estaba la casa de don Fidel Lalinde. Un señor muy rico de aquí del Valle.
“Una construcción muy bella” Piensa Roberto. “Tal como me lo imaginaba. Lujoso. Cinco pisos. Solemne y majestuoso. 130 apartamentos. Imponente.”
En medio de su extasiado momento deja caer el cigarrillo. Su zapato se llena de ceniza. Lo sacude el ventarrón por lo que cierra los ojos cuidándose de que no le entre polvo. Al encontrarse de nuevo con la realidad se preocupa por el lugar de las manijas en su reloj. Lo examina y descubre que el tiempo ha transcurrido con altísima velocidad.
- Ya son las tres.- Dice alterado. – Tengo el vuelo de regreso a Bogotá a las cinco y media.
Se dirige presuroso a la puerta repasando aquello que ya vio. Triste encuentra la salida alejándose del balcón. En el pasillo sus pies no se estiran demasiado. En su mente no merodea ningún pensamiento, sólo una voz que repite incesante “Este es tiempo muerto. Demasiados recuerdos para un solo hombre. La memoria está cansada de guardar ilusiones. Este es tiempo muerto.”

"Higor durante la lluvia" Por Juan Carlos Ramos Ortíz

Uno a uno los rastros de la tormenta se deslizaban por el tejado de caña entretejida hasta caer, junto a nosotros, en ese viejo platón de metal barnizado de porcelana. Afuera aun no paraba de llover. Diminutas partículas de agua saltaban hasta mí después de golpear impetuosas contra el recipiente, dándome a conocer su temperatura, baja como el mismo techo de la casa. La mama Jesusa puso aquel recipiente en la esquina junto a la consola de roble rojizo, que el abuelo le había regalo en sus años mozos, cuando mi mamá apenas era una guambita.

La lluvia, que se desprendía de un cúmulo de nubes gruesas que se golpeaban violentamente, no era gratuita para la mama Jesusa, alimentaba los desdenes del pasado y revolcaba sus memorias. Una vez su mente quedaba sin ocupación se veía obligada a conducir por la autopista de los recuerdos, que la llevaba siempre a la misma estación, la muerte de su amado Higor. En su larga vida de furiosa lucha y maternal regocijo no había sido un solo Higor quien logró robar su corazón. Higor I e Higor II habían sido totalmente diferentes, nunca tan siquiera se cruzaron la mirada, siempre y para siempre asimétricos, aunque compartieran el amor de una mujer. A Jesusa la vida no le había sonreído hasta que lo conoció. Tardíamente él hizo surgir en ella la ilusión de mirar sin fronteras, de soñar y vivir. Es que Jesusa no fue la misma desde la muerte de él o de ellos.

Clic, clic, clic, clic, sonaba el golpear de las gotas de lluvia. Habíamos estado mirando la televisión hasta que el apagón oscureció la habitación. No quedaba otra opción que juntarnos un poco para que el calor que emanaba de nuestros cuerpos nos envolviera con un manto calido para aguardarnos del frío, aquel que se colaba por las ranuras de la madera de las viejas puertas, rajadas por el sol y el agua. Nunca entendí porque alguien había diseñado una casa tan extraña, ninguna de sus habitaciones comunicaba con la otra; se debía salir al corredor para poder circular por ella. Puertas adelante y atrás, ni una sola puerta al costado. Jesusa corrió la silla mecedora de mimbre tejido en la que reposaba su grande y trajinado cuerpo. Yo también quería el calor de la compañía, alcé la butaquita en la que me senté esa noche para ver junto a la mama la telenovela de las ocho y me puse frente a ella. El inmutable silencio que se vivía mientras prestábamos atención a la televisión, se transformaría en un constante golpear de su voz en mis oídos, escuchándola hablar de Higor.

Higor ató los arreos al lomo del caballo, lo montó y salió muy temprano, mientras un manto lúgubre cubría el cielo de negro, agüero de que en la provincia se avecinaba un chubasco. Jesusa también se había puesto en pie desde muy temprano, de hecho observó como él se alistaba para salir. Higor cruzó el umbral de la hacienda mientras Jesusa lo observaba, al tiempo que terminaba de meter en su pie derecho la bota de caucho negro para trabajar en el sembradío, era tiempo de cosecha. La guayaba había florecido hacía cuatro meses y ahora los frutos eran grandes y sabrosos. Ella ese había hecho vieja, mucho más de lo que siempre creyó ser. Su mirada triste, apaciguada por el vacío, desprendía una lágrima. Lo amaba pero se sentía culpable de no ser lo que aquel joven deseaba que fuese. Secó la lágrima que cautelosa se acercaba a sus labios. En la hora del trabajo se debía olvidar todo aquello que exprimía los corazones, así que tomó el canasto y una vara larga para bajar los frutos que se encontraban altos y se dirigió al campo de guayabos. Así recuerda la mama Jesusa la última vez que vio a Higor.

Ella nunca entendió si él la quiso en realidad, pero de quien sí puede asegurar que hubo amor fue de parte de Higor, el otro. En ocasiones La mama parecía extrañar más a Higor II que al hombre. Cómo no desear más la presencia de quien en realidad estuvo siempre disponible para ti. Jesusa agradecía que no la hubiera dejado sola. En algún momento de su vida llegó a pensar que la oscuridad de la soledad la apresaría y la condenaría a una muerte lenta y desdichada. Terminado el bachillerato yo había decidido quedarme con la abuela en el campo, aborrecía la ciudad. Había vivido en esa aparente calma y mi deseo no era migrar al bullicio y la intranquilidad, como lo hizo mi madre y mi hermana en el invierno pasado.

Juntos el frío se apaciguaba. Ella recordó cuando sentaba sobre su regazo al pequeño Higor, quien habría de llegar después de la muerte del otro. Aquella mañana en la que el cielo amenazaba con llover, se soltó sobre la provincia un aguacero parecido al que vivíamos esa noche. La mama tuvo que huirle al fuerte caer del agua, logró llenar el canasto de frutos, aunque faltaba por cosechar la mitad del campo. Justo cuando su ultima bota se despegaba del pasto y trataba de unirse con la otra que le esperaba sobre el andencito de cemento, cayó un rayo muy cerca. El estruendo la estremeció, invocó a San Severino bendito, el santo de la lluvia, para que protegiera a todos. La mama Jesusa nos había enseñado la oración de san Severino para que rezáramos en todas las ocasiones en que una lluvia se tornara peligrosa, que por cierto eran muchas en esta zona.

Las trágicas noticias son aquellas que no se hacen esperar y que a pesar de la lluvia traspasan sin miedo el furor de la naturaleza. El abuelo había sido impactado por una descarga eléctrica que calcinó sus órganos y sus huesos, hasta reducirlo a una macha negra sobre el camino. Lo único que permitió el reconocimiento del occiso fueron los estribos sobre los cuales apoyaba los pies, esos que llevaban grabado su nombre en letras mayúsculas.

– No era para nada extraño que su funeral estuviera colmado de mujeres, si es que ese Higor era un pichón, y estaba repleto de mozas – dijo la abuela Jesusa a la vez que se paraba de la silla. Ella lo había permitido, y se cuestionaba a cada rato sobre qué tenía una vieja para ofrecerle a un joven. Se habían casado dos meses después de que ella cumpliera los cuarenta y un años y él rondaba apenas por los veinte. El tren de la juventud parecía abandonar a la abuela sin haberse casado, casi se queda vistiendo santos y ayudando al padre en la sacristía de la capilla de la virgen de Yanaconas.

La mama Jesusa tomó con sus manos la perilla del gabinete superior de la consola de roble rojizo que el abuelo le había regalado en su tercer aniversario de casados. Allí guardaba las velas blancas, un candelabro de barro quemado, y una caja de fósforos con un diablo estampado sobre un fondo azul. Insertó la vela en el candelabro y lo puso sobre la carpeta bordada en croché que adornaba el mueble de madera. De nuevo la luz tenue me permitía ver su rostro, desquebrajado por el paso de las décadas. Ella seguía recordando.

Mucha gente vino al funeral de tu abuelo, amigos y familiares viajaron desde muy lejos. Hubiera preferido que no llegase tanta gente… mejor, que nadie llegara. Deseaba volar y remontar ese dolor, compartirlo con nadie, escaparme de esa ausencia. Desfiles y desfiles de gente se acercaban a mí. ¡Que diablos! A muchos ni los conocía y me tocaba atenderles. Dos señoras, esposas no recuerdo de quien, me colaboraron en mi deseo de cocinar para todos un sancocho de gallina, ambas insistieron en que debía descansar, pero, yo no deseaba estar afuera con tanta gente diferente, ni tampoco recostada en mi cama. La casa y sus alrededores seguían llenándose, ya no de personas sino de insectos y animales. Las sobras de los comensales junto con la descomposición del bagazo de las guayabas que quedaba de la preparación del bocadillo de la semana pasada, atrajeron moscas, cucarachas y algunos perros vagabundos, entre ellos uno que llegó y nunca quiso irse hasta el día de su muerte. Contaba La mama Jesusa mientras me miraba.

Él se apodero de un espacio que en principio no le pertenecía, pero de un corazón que sería suyo toda la vida. No se si por tratar de llenar un vacío o por falta de creatividad, la mama Jesusa puso a aquel animal, gracioso por tener patas cortas, Higor, Higor II. “Paticortico” era el buen compañero de aventuras que todo niño intrépido de 10 años desearía tener. Recuerdo cuando íbamos juntos a bañar a la quebrada que corría atrás de la casa. Cuando llegábamos, él era el primero en lanzarse al agua y ¡vaya forma de nadar! Su cabeza se veía más pequeña cuando la corriente le peinaba el pelo y se lo pegaba al cráneo. Me encantaba verlo zambullirse y mover en el río, verlo correr y perseguir pajaritos, escucharle ladrar a los descocidos. Ya ni tiempo tengo de ir al río y si lo tuviera debería ir lejos de aquí, pues los años y el irrespeto de los humanos a la naturaleza han secado la quebrada. El tiempo lo ha cambiado todo.

Ahora, las funciones de la abuela Jesusa se han limitado a supervisar los procesos de siembra, cosecha y procesamiento de las guayabas de su finca. Su cuerpo ha ido perdiendo fuerza y ya puede, como antes, hacerse cargo de todo. Ella recuerda cuando preparaba la leña y montaba la gigantesca paila de cobre sobre el fogón de ladrillo de adobe para la elaboración del bocadillo de guayaba. Higor caminaba detrás de ella sin estorbarla ni tropezarla, haciendo sonar sus uñas contra el piso de cemento. La mezcla de pulpa de fruta, azúcar, jugo de naranja y agua, se ponía a reducir y se rebullía sin parar durante horas. Higor se sentaba frente a la abuela y la miraba como dándole ánimos para la realización de su labor. La mama movía y movía la gran cuchara de palo hasta cuando la mezcla se homogenizaba y al raspar la paila con la cuchara se viera el fondo. Después, vertía la pasta en unos cubículos rectangulares de madera, que le darían la forma final al producto. Higor seguía allí observándola, acompañándola como muchas veces no supo hacer su tocayo. Ella cubría con un lienzo el bocadillo y lo dejaba en proceso de secado, apagaba la luz y salía al corredor trasero para dirigirse a su habitación. El sonar de las uñitas de Higor golpeando contra el piso, le indicaban que el la escoltaría hasta su cuarto y que dormiría con ella. La mama Jesusa se llenaba de nostalgia al recordar a su esposo y a su mascota, quienes a pesar de llamarse igual, sabía distinguirlos en sus recuerdos.

El flujo de energía eléctrica se reanudó y la tormenta apaciguo su revoltura. La mama se incorporó de su silla y tomó camino en dirección al televisor, espichó el botón cuadrado de la esquina inferior derecha de la pantalla y continuamos viendo la telenovela. Ese día la protagonista se daría por enterada que su padre era el hombre más rico de la ciudad, que sería la heredera de una cuantiosa fortuna y que al fin dejaría de pasar penas y desgracias. Además –y eso que más le interesaba a La mama Jesusa- que aquella mujer, Pilar Magnolia, sería digna ante los ojos de la familia del protagonista, de merecer el amor de Gilberto José, quien había luchado por ella desde el primer capitulo.