¿Adónde van los desaparecidos?
Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que desaparecen?
Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que lo trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido?
Con la emoción apretando por dentro.
Rubén Blades
Qué bello panorama: Naturaleza asimétrica, vistas metafóricas y verdes impredecibles; se ve un caprichoso grupo de montañas que maravillosamente forma lo que pareciera ser un cráter, y en el fondo de éste, tejados disímiles y fachadas de casas solo comparables con la melódica imaginación infantil. Ahora el parque: epicentro de calles vertiginosas que lo atraviesan todo, calles que sólo están hechas de concreto en la planicie y parte inferior de las montañas, pues a medida que ascienden por éstas, parecen nacidas de la tierra, son como lodo; asemejan un río; y finalmente, creo, llevan al cielo. De un lado a otro ruedan camperos y también caminan personas; personas que parecen vivir, y en efecto lo hacen, no se porqué, ni cómo, pero ahí están; niños y niñas que juegan en la plaza, seguramente ignorando lo que corrió por el suelo que recorren sus pasos, sometidos a desconocer, o conocer a medias lo que sucedió ahí, donde alegremente sonríen mientras cantan sus rondas.
Quizás la amnesia colectiva pretenda preponderar, pero desde aquí, desde el barrio “La Escopeta” puedo ver cómo aquel muro blanco, llamado Parque Monumento, reúne cientos de voces que al unísono pretenden contar la cruenta guerra que sacudió a Trujillo durante finales de los ochenta y mediados de los noventa, una sanguinaria batalla librada por diferentes frentes de guerra que sistemáticamente asesinaron a centenares de personas convirtiéndose en una de las más crueles masacres de nuestro país; tuvo su máximo clímax de horror en 1990 del 31 de marzo al 23 de abril, cuando un contingente de militares y paramilitares desaparecieron cerca de 30 personas -campesinos, trabajadores y al párroco del pueblo Tiberio Fernández – en la feroz guerra que libraban con sectores de la guerrilla colombiana. En esta masacre confluyeron todas las formas de violencia, desde la violencia política represiva hasta la violencia social; desde la violencia guerrillera hasta la delincuencia común y el narcotráfico; desde la vinculación del Estado con sectores al margen de la ley hasta convertirse en un crimen la protesta social. La guerra arrasó poblaciones, colándose en la cotidianidad, replicándose en la intimidad del hogar y borrando a los seres humanos que por una u otra razón experimentaron el milagro de que sus cuerpos no fueran asesinados, pero hay muchas formas de generar muerte: el miedo, el hambre y el silencio, son ejemplo de ello.
Regresando al asunto del Parque Monumento empotrado en una de las montañas de la cordillera occidental colombiana, debe decirse que tiene su paradoja: debe sobrevivir en su precariedad. Cada vez que el vandalismo, la intemperie o el tiempo lo amenazan, la comunidad debe invertir tiempo, esfuerzo y dinero de su bolsillo para evitar que se desmorone y desparezca. Pese a su fragilidad y gracias a ella, los habitantes deben poner en marcha la memoria día a día, renovándola, haciéndola presenta cada instante. El Parque Monumento que han construido sus habitantes hace una ruptura con el concepto de monumento tradicional. Este fue construido precisamente por quienes fueron marginados de la justicia estatal, quienes tuvieron que vivir en carne propia por largos años las arbitrariedades del poder. Desde el silencio de la marginalidad, los habitantes de Trujillo produjeron un monumento en el que todos participan. Todos contribuyen con ideas, con ahorros, con gestiones. El monumento ha sido hecho durante largo tiempo por todas las personas que no solo luchan por no olvidar a sus muertos, sino además por entender la realidad que se los arrebató y por lograr que otras personas entiendan y aprendan de esa experiencia.
Al entrar al Parque Monumento se puede ver a través de la galería de retratos la mirada de centenares de personas asesinadas durante la barbarie, miradas que obligan a conocer lo que pasó. El conjunto de osarios es estremecedor. Están alineados en forma de media luna. Son siete niveles ascendentes –uno por cada año de horror- que se pueden recorrer a través de un camino en forma de zigzag. El recorrido agota, parece inacabable y deja el espíritu lleno de desconsuelo. Sobre los módulos que agrupan los osarios hay jardineras y entre ellas un sistema de riego que hará que una corriente corra por canales desde la cima como un símbolo de vida y sed de justicia. Eso es lo que está proyectado. Por ahora lo que se encuentra son los canales pelados y unos chamizos que luchan por sobrevivir a l ataque de las hormigas. Al continuar por el sendero se llega a otra sección que se llama “La ermita del abrazo”, allí dos frondosos árboles de guamo se entrelazan y bajo su sombra se levanta una capilla y el mausoleo con los restos del padre Tiberio Fernández. Las obras están hechas en sentido oriente-occidente simbolizando el nacimiento de la vida y el ocaso de la muerte.
De esa manera está hecho el Parque Monumento, y así los habitantes de Trujillo aseguran una remembranza siempre presente, además de comunicar de qué se trata esa historia que el monumento conmemora. Cualquier persona puede entrar a él y dejarse afectar por este. El Parque Monumento de Trujillo se ha levantado desde la experiencia contemporánea de la memoria, en una pieza contestataria frente a la frustración de lo ejercicios conmemorativos del poder oficial. Es por fin la voz de los que sobrevivieron a la barbarie y gritan “nunca más”. Y es la forma material del verso de Manuel Vallejo Mejía: “Uno se muere cuando lo olvidan”.
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