sábado, 23 de abril de 2011

Cómo se salvó Wang-Fô Por Marguerite Yourcenar

El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.

Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

miércoles, 26 de enero de 2011

La metaliteratura no existe Por Enrique Vila-Matas

Una famosa escritora española responde en una entrevista: "Tengo todo el cuerpo metido en la ficción". Me quedo helado, me pregunto por mi alma. La castiza respuesta es un episodio más del notable embrollo que han creado algunos críticos españoles —que han enmarañado aún más algunos periodistas— en torno a las relaciones entre realidad y ficción en la novela. Ahora a todos los que escriben les preguntan por esta cuestión, después se les pide que opinen sobre literatura y mercado y, finalmente, por supuesto, se les pregunta si la novela ha muerto. Desde hace unos días no hago más que responder, de forma ya casi mecánica, a estas tres cuestiones tan "trascendentales". He podido comprobar que, en mi caso, hay una cuarta pregunta esperándome en el fondo del corredor de la muerte (¿de la novela?). Es una pregunta añadida, a veces dicha en tono acusador: "¿De dónde le viene tanta afición por la metaliteratura?"
Bien, vayamos por partes. La literatura no tiene ninguna relación con la realidad. Como decía Manganelli, la realidad es una palabra que encubre una intimidación moral del lenguaje. El concepto de realidad es una amenaza, pero no es un concepto. La literatura no tiene relación con la realidad como tal, es una realidad en sí misma. Para mí, la literatura tiene sus relaciones, su sentido, su coherencia. La literatura tiene una habitación propia en un lugar extraño, que ni siquiera sabemos si existe. Un viejo proyecto: escribir un libro que se titule La literatura sin domicilio.
Literatura y mercado. Se ha puesto de moda decir que el mercado tiene la culpa de todo. Sólo hasta cierto punto es cierto. Es verdad que, por ejemplo, un joven autor con ambiciones literarias lo tiene difícil, se le exigen resultados inmediatos. Es verdad que triunfa, de una forma obscena, la Novedad. Pero el culpable no es sólo el mercado. Los autores tienen mucho que ver con esto, la mayoría carece de ambición literaria. Esta ambición para mí consiste, entre otras cosas, en tratar de inventarte con tus libros un nuevo lector. La literatura, es obvio, se ha banalizado. Por otra parte, la ignorancia pública es hoy devastadora. ¿Círculo diabólico de la industria cultural? Pues sí, pero ha ocurrido siempre.
Ya decía Schopenhauer que hay en todas las épocas —suenan sus palabras como escritas ahora— "dos literaturas que caminan de una manera bastante independiente, la una respecto a la otra: una literatura verdadera y una puramente aparente. La primera se desarrolla hasta alcanzar la categoría de duradera. La otra, cultivada por gentes que se hacen pasar por escritores, va al galope a través del ruido y de los gritos de aquellos que la practican, y presenta cada año millares de obras en el mercado. Pero al cabo de unos años, uno se pregunta: ¿Dónde están? ¿Qué ha sido de su renombre tan rápido y ruidoso? Así es que puede calificarse a esta última como literatura pasajera y a la otra como literatura permanente".
Parece preocupante la situación para la literatura verdadera, pero no hay para tanto. Cierta clandestinidad forma parte de la propia naturaleza de la literatura, que está acostumbrada a las catacumbas, a ser subversiva, vanguardista, abusiva, excéntrica. Lo que sí existe últimamente es un problema nuevo. Lo señalaba hace poco Ricardo Piglia cuando, en entrevista con Ana Nuño, decía que no existe la metaliteratura y que esta es un cliché crítico que ha servido para enfrentar una tradición compleja de construcción de historias con una supuesta tradición de un tipo de narrativa "normal" que "todo el mundo entiende". Sin embargo, detrás de todo esto se esconde un conflicto más profundo, dice Piglia. De un lado, estaría el neopopulismo antiintelectual de la cultura de masas, con una serie amplia de escritores que se adaptan, que se someten a esa tentación antiintelectual y se presentan (para no asustar) como personas sencillas, que de ninguna manera deben ser vistas como intelectuales. Para entendernos: si quieres vender un libro no digas que estás en la línea de un Musil, un Walter Benjamin o un Claudio Magris. Si quieres vender, toma el aspecto normal de un Sardá (si este fuera escritor, pronto lo será) o de una ganadora del Planeta que escribe como si Madame Bovary y siglo y medio de sutiles proezas literarias no hubieran existido nunca.
En oposición a esto, ha aparecido una tradición que está resistiendo en interesantes catacumbas a la tentación de presentarse como antiintelectual y que —tal como sucede cuando alguien que escribe verdaderamente literatura se encuentra con otro que se dedica también a lo mismo— conversa sobre libros y se interroga acerca de cuestiones relacionadas con la realidad misma de la literatura, en busca siempre de nuevas formas que ayuden a encontrar la salida a tantas palabras gastadas y bovarys mal repetidas.
En cuanto a la muerte de la novela, me viene ahora a la memoria un recuerdo universitario de John Updike, el de un día en el que los estudiantes le oyeron decir a un escritor invitado, John Hawkes: "Cuando quiero que un personaje vuele, únicamente digo: Voló." Al comentar esto, Updike dice que los novelistas —al igual que los dramaturgos neoclásicos, cautivos de las tres unidades— son prisioneros de convenciones que les impiden imaginar la salida. Pero que en realidad para hacer volar a la novela sólo es necesario que alguien se le acerque y diga: "Vuela".-

martes, 25 de enero de 2011

¿Porqué escribo?

Héctor Abad Faciolince
Porque mi cerebro se comunica mejor con mis manos que con la lengua. Porque el papel es un filtro, una coraza, entre mis palabras y los ojos del otro. Porque me odio menos escribiendo que hablando. Porque mientras escribo puedo corregir, escoger una por una las palabras y nadie me interrumpe ni se desespera mientras las encuentro. Por un ameno vicio solitario.

John Banville
Escribo porque no sé escribir. Un periodista le preguntó una vez a Gore Vidal por qué escribió Myra Breckinridge, a lo que contestó: 'Porque no estaba ahí'. Fue una buena respuesta. Poner algo nuevo en el mundo es un privilegio que no se le concede a mucha gente. Y además, la realidad no es real para mí hasta que no se haya pasado por el tamiz de las palabras. Por eso, supongo que escribo con el fin de imaginarme la realidad totalmente real. El arte crea la vida, dice Henry James, y así es.

Felipe Benítez Reyes
Si a alguien le preguntan por qué escribe, lo normal es que recurra a una frase más o menos ingeniosa, y casi todas las frases ingeniosas contienen un grado oscilante de falsedad, porque el ingenio suele implicar una ligera alteración del sentido en beneficio de la formulación misma. No sé por qué escribo, ni tampoco tengo demasiado interés en saberlo. En este caso, me preocupa más el cómo que el porqué. La pregunta me parece ociosa, de modo que cualquier respuesta posible no pasaría de ser una pirueta truculenta en el vacío. Aunque -quién sabe- a lo mejor escribe uno para eso: para obtener respuestas sin el requisito de una pregunta previa y, sobre todo, para ensayar piruetas truculentas en el vacío, que es un territorio literario bastante fértil.

John Boyne
Como la mayoría de los escritores, no escribo porque lo haya elegido; escribo porque tengo que hacerlo. Escribo porque estoy tratando de entenderme a mí mismo, mi vida, la razón por la que nací, la explicación de por qué moriré, y descubro que solo puedo hacerlo entrando en un universo habitado por personajes que nacen de mi imaginación. Escribo porque las historias entran en mi mente y me niego a irme hasta que no escribo 26 letras en el teclado y las envío a una pantalla ante mis ojos. Escribo por Charles Dickens. Y por George Orwell. Y John Irving. Y Colm Toibin. Escribo porque me encanta la sensación de tener un libro en mis manos y un libro en mi cabeza. Escribo porque me encantan las palabras. Escribo porque leo. Escribo porque siempre quiero saber qué ocurrirá a continuación.

José Manuel Caballero Bonald
Empecé a escribir porque quería parecerme a Espronceda. Ya lo he contado por ahí alguna vez. Un día encontré en mi casa familiar una biografía del poeta y quedé fascinado por alguien que murió con 33 años y había vivido las grandes aventuras: fundó una sociedad secreta, sufrió persecuciones y cárceles, anduvo exiliado en Lisboa y Londres, combatió en las barricadas de París, fue guardia de corps y diputado, vivió amores difíciles, luchó heroicamente contra el absolutismo, etcétera. Pues bien, como yo no podía emular a Espronceda en tantas y tan singulares hazañas, elegí lo que me resultaba más factible: ejercer de insumiso y escribir poesía. Luego, con los años, la afición por la lectura me fue activando una discontinua dedicación a la escritura. Y así hasta hoy.

Andrea Camilleri
Escribo porque siempre es mejor que descargar cajas en el mercado central.
Escribo porque no sé hacer otra cosa.
Escribo porque después puedo dedicar los libros a mis nietos.
Escribo porque así me acuerdo de todas las personas a las que tanto he querido.
Escribo porque me gusta contarme historias.
Escribo porque me gusta contar historias.
Escribo porque al final puedo tomarme mi cerveza.
Escribo para devolver algo de todo lo que he leído.
(Traducción de Carlos Gumpert)

Luisa Castro
La escritura para mí es una rendición. No soy una escritora con método; se me caen muchas cosas de las manos. Solo progresa la escritura que previamente se ha ido gestando dentro de mí, a veces contra mí. Escribo para conocer esos relatos, para descubrirlos. Me los cuento a mí misma. Me asombro, me indigno, me río, lloro y pataleo. No me siento dueña de mis relatos, tienen vida propia, son autónomos y más poderosos que yo. No me identifico con ellos, no comparto sus ideas, ni su visión del mundo. Se producen en mi cabeza sin mi permiso, y cuando los suelto es porque me han vencido. No hay otra razón.

Lucía Etxebarria
1. Para que me quieran más como Bryce Echenique. 2. Porque cada vez que alguien me dice " tus libros me han ayudado mucho, por favor sigue escribiendo", me da una razón para hacerlo. 3. Para entenderme a mí misma. 4. Porque disfruto mucho haciéndolo. 5. Porque al colocar a personajes en situaciones que simbólicamente pueden representar aspectos de mi vida, y conseguir que salgan airosos de ellas, de alguna forma me salvo a mí. 6. Para darles voz a personas cuyas historias nadie escuchaba 7. Porque es como enviar un mensaje en una botella: creo que quizá le llegue a alguien a quien no conozco, pero que lo entenderá. 8. Porque siempre lo he hecho, porque es natural en mí, y porque es de las cosas que mejor hago, amén de dibujar, cocinar, hacer el amor y organizar fiestas. 9. Porque es una forma rentable y efectiva de exorcizar neurosis. 10. En parte, porque me pagan. Escribo por amor, publico por dinero. Por esa razón, no publico ni la mitad de lo que escribo.

Umberto Eco
Porque me gusta.

Ken Follet
Cuando me levanto por la mañana en lo primero que pienso es en escribir la próxima escena de mi libro. Es con lo que más disfruto. Es fantástico dedicarse a algo que uno sabe hacer bien. Disfruto escribiendo pero "disfrutar" es una palabra que se queda corta. El acto de escribir me apasiona. Envuelve todo mi intelecto, mis emociones y comprende lo que sé del mundo y de cómo funciona el ser humano. Todo forma parte del reto de hechizar a mis lectores. Mi trabajo me absorbe de forma total.

Carlos Fuentes
¿Por qué respiro?

Almudena Grandes
Cuando era pequeña y leía un libro que me gustaba mucho, me inventaba a solas, para mí sola, otro final, la continuación que su autor no había querido escribir. Todavía ahora, cuando no puedo dormir, me cuento historias, las pienso, las repaso, las describo en silencio, con los ojos cerrados, hasta que me quedo dormida.
No estoy muy segura -dudo que alguien pueda estarlo-, pero creo que escribo porque siento una necesidad insuperable de escribir. Para mí, la escritura es un impulso que no se define por sus resultados, sino por su naturaleza necesaria, algo parecido al hambre o la sed, que pueden proporcionar mucho placer, si se sacian, o mucho sufrimiento, si persisten, pero nunca dejan de ser dos necesidades, el hambre y la sed.

Mark Haddon
Ficción, poesía, teatro, pintura, dibujo, fotografía... en realidad eso no importa .
Un día que no consigo hacer alguna cosa, por pequeña que sea, me parece un día desperdiciado.
Una semana sin crear algún tipo de arte me resulta sumamente dolorosa.
A veces puede parecer una bendición ser así, saber con tanta certeza lo que quiero hacer.
Pero a menudo es un sufrimiento porque saber lo que quieres no es lo mismo que saber cómo hacerlo.
Podría haberme dedicado a cualquier otra cosa salvo que no me siento en condiciones para ello.
Odio que me digan lo que tengo que hacer y cuándo tengo que hacerlo y, aunque disfruto en compañía, necesito pasar varias horas al día solo, únicamente pensando.
Por eso nunca he conseguido conservar un "auténtico" trabajo durante más de seis semanas.
¿Por qué escribo? La única respuesta es porque no puedo hacer otra cosa.

Gonzalo Hidalgo Bayal
"Por afición, por aflicción", escribí alguna vez. Por afición, porque es inclinación, necesidad, perseverancia y distracción. Por aflicción, porque solo el dolor y sus numerosas circunstancias proporcionan suficiente materia literaria in hac lachrymarum valle. En la afición se centra la relación con el lenguaje, que es, cuanto más intensa, más grata y divertida. La aflicción obliga, en cambio, a la búsqueda del sentido, si es que algún sentido tienen las desventuras de los hombres. Y, en fin, como antídoto contra el sinsentido y las sinrazones de la trama, tal vez también para no caer en las vanidades de la trascendencia, el virtuoso ejercicio de un séptimo sentido: el sentimiento del humor.

Fernando Iwasaki
Escribo porque leo y gracias a la lectura nacen arroyos y afluentes del torrente de libros leídos. Escribo porque creo en la austera inmortalidad de la palabra escrita y en las bibliotecas como paraísos laicos. Escribo porque es el más poderoso acto libertario que conozco. Escribo porque el hechizo de la literatura es fulminante y a mí me hace ilusión ser aprendiz de aquellas magias. Escribo porque mis padres y mis hijos se alegran cada vez que alguien les cuenta que ha leído algo mío. Escribo porque contar historias es el oficio más antiguo del mundo. Escribo porque dedico todos los libros de ficción a mi mujer y así -mientras siga escribiendo- ella sabrá que la sigo queriendo.

Use Lahoz
Es una pregunta trampa en cuya respuesta se funden el placer y la necesidad. Supongo que escribo porque adoro las sorpresas y vivir con intensidad. Nada hay más inalcanzable que lo vivido, y la escritura incluye a veces la quimera de atrapar el pasado junto a la posibilidad de soñar despierto. Trae implícita la aventura de revivir, de combatir el paso del tiempo. Escribir ayuda a comprender y a ordenar el desorden. Escribir equilibra. Escribo para encontrar sentido al sinsentido, y porque me permite sentir el placer de contar la realidad y lo que imagino. Y también porque en el acto de escribir interviene la memoria, la experiencia y la imaginación, bienes a proteger. Escribo para reflexionar y pensar y darle vueltas a la vida de personajes siempre más interesantes que la mía. Y disfrutar del placer de la ficción, que es adictivo y que, como la realidad, no tiene límites. Escribo por supuesto para combatir el aburrimiento y pasarlo en grande. Para un escritor vivir, fundamentalmente, es escribir. Escribo para estar en paz conmigo mismo, por aquello que decía Machado de "yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas". Escribo porque conmueve y perdura, cada novela es la primera. Además es bastante barato. En fin: escribo porque aprendo, y así, a veces, parece que siga estudiando.

Donna Leon
Al principio, con los primeros libros, escribía para ver si podía hacerlo. Nunca había escrito un libro antes. Se me ocurrió la idea de escribir uno y por eso lo intenté. Después de todo, había leído muchos libros, por eso me parecía que el siguiente paso era escribir uno. Al final, resultó ser bastante más que un paso, pero a lo largo del proceso, resultó que escribir un libro era muy divertido.
Y por eso ahora, después de 20 años haciéndolo y de 20 libros, lo hago porque es divertido. Los personajes hacen lo que les digo que hagan; la realidad se puede cambiar para adaptarla a mis necesidades; si alguien muere, lo puedo resucitar al día siguiente; si hay un problema social que me indigna, puedo hacer que un personaje exprese una opinión. No es necesariamente mi opinión pero normalmente es una opinión firme.
Supongo que también hay un elemento de vanidad en ello. En una cena, todos queremos que presten atención a nuestras ideas, ¿no es cierto? Pero los buenos modales mandan que compartamos la conversación con los demás. Pero en un libro, nuestro libro, nosotros los escritores podemos seguir -bla, bla, bla- sin parar, y nunca tenemos que interrumpirnos para dejar hablar a nadie más.

Elvira Lindo
"Escribo desde los nueve años. Desde muy joven empezaron a pagarme en la radio por guiones, cuentos y sketches. A los 31 años comencé a escribir libros. Pensé que escribir era mi oficio hasta que me di cuenta de que se trataba de algo más. Es un oficio pero también una forma de vida. No sabría vivir sin escribir. Todo lo que hago al cabo del día, lo que veo y escucho, lo que me provoca asombro, alegría o desdicha es material para ser contado. Y esa actitud vital, la de formar parte de la comedia humana pero la de ser también espectadora de ella, ese estar fuera y dentro a la vez, me ayuda a asimilar la experiencia de una manera enriquecedora. Escribo todos los días. Cuando no escribo me siento una inútil, así que he llegado a una conclusión radical: nunca podré dejarlo. No sé hacer otra cosa, no sabría vivir de otra manera".

Alberto Manguel
Porque no sé bailar el tango, tocar un instrumento musical como la celesta o el glockenspiel, resolver problemas de matemáticas superiores, correr una maratón en Nueva York, trazar las órbitas de los planetas, escalar montañas, jugar al fútbol, jugar al rugby, excavar ruinas arqueológicas en Guatemala, descifrar códigos secretos, rezar como un moje tibetano, cruzar el Atlántico en solitario, hacer carpintería, construir una cabaña en Algonquin Park, conducir un avión a reacción, hacer surf, jugar a complejos videojuegos, resolver crucigramas, jugar al ajedrez, hacer costura, traducir del árabe y del griego, realizar la ceremonia del té, descuartizar un cerdo, ser corredor de Bolsa en Hong Kong, plantar orquídeas, cosechar cebada, hacer la danza del vientre, patinar, conversar en el lenguaje de los sordomudos, recitar el Corán de memoria, actuar en un teatro, volar en dirigible, ser cinematógrafo y hacer una película, en blanco y negro, absolutamente realista de Alicia en el País de las Maravillas, hacerme pasar por un banquero respetable y estafar a miles de personas, deleitarme con un plato de tripas à la mode de Caën, hacer vino, ser médico y viajar a un lugar devastado por la guerra y tratar con gente que ha perdido un brazo, una pierna, una casa, un hijo, organizar una misión diplomática para resolver el problema del Medio Oriente, salvar náufragos, dedicar treinta años al estudio de la paleografía sánscrita, restaurar cuadros venecianos, ser orfebre, dar saltos mortales con o sin red, silbar, decir por qué escribo.

Javier Marías
Como ya he dicho en muchas ocasiones, escribo para no tener jefe ni verme obligado a madrugar.
También porque no hay muchas más cosas que sepa hacer, y lo prefiero y me divierte más que traducir o dar clases, que al parecer sí sé hacer. O sabía, son actividades del pasado.
También escribo para no deberle casi nada a casi nadie ni tener que saludar a quienes no deseo saludar.
Porque creo que pienso mejor mientras estoy ante la máquina que en cualquier otro lugar y circunstancia.
Escribo novelas porque la ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, como dice un personaje de la novela que acabo de terminar. Y porque lo imaginario ayuda mucho a comprender lo que sí nos ocurre, eso que suele llamarse "lo real".
Lo que no hago es escribir por necesidad. Podría pasarme años tan tranquilo, sin escribir una línea. Pero en algo hay que ocupar el tiempo, y algún dinero hay que ganar. También escribo para eso.

Luisgé Martín
Cuando escucho a algún escritor explicar las razones por las que escribe pienso que yo también comparto esas razones. Todas. Me siento como un compendio, como uno de esos hipocondríacos que encuentran en sí mismos todos los síntomas de los que oyen hablar. Escribo como terapia psíquica, para ordenar el mundo y comprenderlo, para explicar el mundo a los demás tal como yo lo veo, para cambiar el mundo, para vivir vidas que no he podido vivir, para enmendar la vida que sí he vivido, para curar mis culpas, para pasar a la posteridad, para sobrevivir a la muerte, para sentir, al menos durante un instante, que soy Dios. Pero hace poco, leyendo el discurso de Pamuk en la Academia Sueca cuando recibió el Nobel, encontré una razón que nunca había escuchado así formulada y que me parece formidable: "Escribo porque puede que así comprenda la razón por la que estoy tan, tan enfadado con ustedes, con todo el mundo".

Luis Mateo Díez
Escribo para disimular la incapacidad de hacer cualquier otra cosa. Escribir no solo me entretiene, también me apasiona y me hace sentir dueño de algo que se contrapone en mi existencia a una cierta inclinación de inutilidad. También escribo, igual que leo, para conocer gente, quiero decir que me siento haciéndolo inmerso en aquel callejón lleno de gente desconocida al que se refería Nemiroski. Siempre hay alguien esperándome, y solo en el relato de la vida encuentro lo más complejo del sentido de la misma. Además, los días en que me quedo satisfecho con lo que acabo de escribir, tengo la convicción de no haber perdido el tiempo.

Eduardo Mendicutti
También a mí, como a Vargas Llosa, me dicen montones de veces que lo único que sé hacer es escribir. A lo mejor por eso acaban dándome el Nobel. Para todo lo demás, estoy convencido, soy un desastre: para poner ladrillos, para cultivar tomates, para imponer el orden, para correr a pie o en bicicleta aunque sea dopado, para condenar a delincuentes -con lo que a mí me gustan algunos delincuentes- sin que se me parta el corazón, o para defenderlos sin contagiarme... Cierto que, desde hace 30 años, soy bastante bueno como secretario general de una patronal de empresas consultoras, pero con algo tengo que redimirme. Así que escribo. Para inventarme inventando historias, para disfrutar del lenguaje, para compensar la timidez, para sacar los pies del plato, para que me lean. Claro que, según algún crítico y algunos colegas, puede que también para escribir sea una calamidad, pero de eso aún no he llegado a convencerme.

Eduardo Mendoza
Sinceramente, no lo sé. Nunca me lo he preguntado, ni al principio, que fue espontáneo, ni a lo largo de todos estos años. Hacerlo a estas alturas no creo que tenga interés, ni para mí ni para nadie. No es una respuesta bonita, pero es la que más se aproxima a la verdad.

Ricardo Menéndez Salmón
Escribo por insatisfacción. Si estuviera satisfecho, me limitaría a "vivir la vida", no a intentar comprenderla mediante la escritura. Claro que al intentar comprenderla, es decir, al escribirla, me doy cuenta de que en realidad la vida resulta incomprensible. Lo cual genera una nueva insatisfacción, la de comprobar que el intento por comprender la vida mediante la literatura lo único que ilumina es la imposibilidad de alcanzar esa comprensión. Pero entonces sucede algo curioso, y es que el hecho de descubrir esa imposibilidad me conmueve, admira e impulsa a escribir más y más. Así, lo que nace como un gesto decepcionado, insatisfecho, acaba convirtiéndose en un acto agradecido, admirativo. De modo que una dolencia (escribo porque soy infeliz; escribo porque soy inconsolable; escribo porque no entiendo lo que me rodea) se acaba convirtiendo en una necesidad (escribo porque no me resigno a ser infeliz, inconsolable e ignorante).

Juan José Millás
Escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien.

Rosa Montero
Escribo porque no puedo detener el constante torbellino de imágenes que me cruza la cabeza, y algunas de esas imágenes me emocionan tanto que siento la imperiosa necesidad de compartirlas. Escribo para tener algo en qué pensar cuando, en la soledad tenebrosa del duermevela, por la noche, en la cama, antes de dormir, me asaltan los miedos y las angustias. Escribo porque mientras lo hago estoy tan llena de vida que mi muerte no existe: mientras escribo soy intocable y eterna. Y, sobre todo, escribo para intentar otorgar al Mal y al dolor un sentido que en realidad sé que no tienen.

Luis Muñoz
Se me amontonan las razones. Son muchas más de lo que luego rinden. Creo que puedo distinguir razones de tipo general y razones particulares.
Entre las particulares:
-Por darle forma a una emoción concreta, por ejemplo a un pinchazo de belleza que me deja desorientado; el poema es en ese caso un intento de orientación, es la confección de un mapa que sitúa ese pinchazo con sus coordenadas y todo.
-Por hacerle un hogar de palabras a uno de esos pensamientos que uno cree que pueden ser salvadores; es como ponerle casa al pensamiento para hacer que viva allí, abrir ventanas, instalarle una cama, un baño, una cocina.
-Por ser vulnerable al contagio de otro poema que creo admirable y hacerme la ilusión de que puedo responderle, conversar con él o seguir alguno de sus hilos sueltos.
-Por enseñarle a un amigo algo de lo que me sienta medianamente orgulloso; es cómo decirle mira, he encontrado este trozo de vida, lo he trabajado así, le he hecho esto, aquello, a qué no soy tan desastre.
Entre las razones generales, que funcionan sobre todo cuando no estoy escribiendo, o sea, antes y después:
-Por querer sentir mi tiempo, el rabioso presente, en el lenguaje.
-Por estar enamorado de la capacidad de las palabras por volver a decir la verdad.
-Porque escribir es el modo más fiable que conozco para distinguir lo que importa.
-Por el sentimiento de libertad que produce, toda esa explanada inmensa que significa escribir.
-Por darle forma a seres informes: embriones de voces, sentimientos, sensaciones, ideas.

Antonio Muñoz Molina
Creo que nunca he pensado mucho en por qué escribo, salvo cuando me han hecho esa pregunta y he tenido que improvisar una respuesta que sonara convincente. Escribo, sobre todo, porque me gusta mucho hacerlo, y me ha gustado casi desde que tengo recuerdos. Me gustaba inventar cuentos, escribirlos y dibujarlos cuando era niño. Me gustaba escribir redacciones en la escuela. Luego empecé a leer novelas de aventuras y me enteré de que todas ellas tenían un autor, que solía ser Julio Verne, y por primera vez me imaginé practicando ese oficio. Después me aficioné a leer poesía y por imitación me puse a escribir versos, siempre muy malos. Cuando tuve una máquina de escribir se me iban las tardes improvisando lo que fuera, por el puro gusto de golpear las teclas: diarios, poemas, obras de teatro. Escribo por gusto y porque me gano la vida escribiendo. Algunas veces disfruto mucho y otras preferiría estar haciendo cualquier otra cosa. Pero en ocasiones en que me he puesto a escribir contra mi voluntad y casi a la fuerza he encontrado cosas que de otra manera no se me habrían ocurrido. También escribo por quitarme la mala conciencia de no haber escrito, o para tener el alivio de haberlo hecho. Me puedo imaginar no publicando, al menos durante largos períodos, pero no me imagino no escribiendo. En el fondo es un vicio, un hábito cotidiano, o una manera de estar en el mundo, como tener afición por la lectura o por la música.

Julia Navarro
Para mí, escribir es una oportunidad de viajar al mundo de los sueños y de la imaginación; de inventar personajes y de vivir otras vidas; pero también de asumir compromisos, aunque a veces vayan envueltos con el papel del entretenimiento.

Andrés Neuman
Escribo porque de niño sentí que la escritura era una forma de curiosidad e ignorancia. Escribo porque la infancia es una actitud. Escribo porque no sé, y no sé por qué escribo. Escribo porque solo así puedo pensar. Escribo porque la felicidad también es un lenguaje. Escribo porque el dolor agradece que lo nombren. Escribo porque la muerte es un argumento difícil de entender. Escribo porque me da miedo morirme sin escribir. Escribo porque quisiera ser quienes no seré, vivir lo que no vivo, recordar lo que no vi. Escribo porque, sin ficción, el tiempo nos oprime. Escribo porque la ficción multiplica la vida. Escribo porque las palabras fabrican tiempo, y tiempo nos queda poco.

Amélie Nothomb
Me preguntan por qué elegí escribir. Yo no lo elegí. Es igual que enamorarse. Se sabe que no es una buena idea y uno no sabe cómo ha llegado ahí pero al menos, hay que intentarlo. Se le dedica toda la energía, todos los pensamientos, todo el tiempo. Escribir es un acto y al igual que el amor, es algo que se hace. Se desconoce su modo de empleo, así que se inventa porque necesariamente hay que encontrar un medio para hacerlo, un medio para conseguirlo.

Arturo Pérez-Reverte
Escribo porque hace 25 años que soy novelista profesional, y vivo de esto. Es mi trabajo. Igual que otros pasan en la oficina ocho horas diarias, yo las paso en mi biblioteca, rodeado de libros y cuadernos de notas, imaginando historias que expliquen el mundo como yo lo veo, y llevándolas al papel a golpe de tecla. Procuro hacerlo de la manera más disciplinada y eficaz posible. En cuanto a la materia que manejo, cada cual escribe con lo que es, supongo. Con lo que tiene en los ojos y la memoria. Muchas cosas no necesito inventarlas: me limito a recordar. Fui un escritor tardío porque hasta los 35 años estuve ocupado viviendo y leyendo; pateando el mundo, los libros y la vida. Ahora, con lo que eché en la mochila durante aquellos años, narro mis propias historias. Reescribo los libros que amé a la luz de la vida que viví. Nadie me ha contado lo que cuento.

Nélida Piñón
Yo creo con la esperanza de que la narrativa jamás me abandone, de que siga estando en todas partes. De que como compañera de mis días, irradie los caprichos humanos, los intersticios del misterio, frecuente en los puntos cardinales de mi existencia.
Escribo porque el verbo provoca en mí desasosiego, afila los mil instrumentos de la vida. Y porque, para narrar, dependo de mi creencia en la mortalidad. Con la fe en que una historia bien contada me arrebate las lágrimas. Sobre todo cuando, en medio de la exaltación narrativa, menciona amores contrariados, despedidas hirientes, sentimientos ambiguos, despojados de lógica. Escribo, en conclusión, para ganar un salvoconducto con el que deambular por el laberinto humano.
(Traducción de Carlos Gumpert)

Álvaro Pombo
Pienso en el pequeño cementerio de Londres, a unos diez minutos a pie de Paddington Green, donde robé un perro feo, de cemento, del sepulcro de una dama ahí enterrada. Al venir a Madrid, abandoné ese perro a su suerte en el Flat A, que era el top flat con una cocinita y un cuarto de baño. Escribir esto, ¿es escribir, o no? Es, desde luego, un modo de hacer surgir los recuerdos y las imágenes distinto del modo normal: un modo prefabricado, artificiado, que desea causar un efecto imborrable al menos en mi alma y luego en la de un lector o un millón, si es posible. Y también es un intento de expresar el ser, el Dios, en la claridad del ser-ahí que era yo en aquel entonces, al borde de la nada. Querer decirlo era querer estar más cerca del ser que lo corriente. Aún no sé si estoy en lo cierto. Hablar es inmediato, como respirar. Escribir, mediato como el respirar del pranayama.

Benjamín Prado
Yo escribo por una sola razón: para divertirme, para entretenerlos, para aprender, para enseñarles, para que sea cierto que "escribir es soñar / y que otros lo recuerden / al despertar", para que no me olviden, para que no nos callen y, en primer lugar, porque no podría no hacerlo.

Soledad Puértolas
Las alegrías de la vida te desbordan. El dolor y la pérdida te superan y hunden. El tedio y la monotonía pueden resultar aniquiladores.
Cuando escribo, estoy fuera de esa realidad. He entrado en otra donde sí es posible buscar un sentido, incluso vislumbrarlo.
La soledad, que tantas veces se ha hecho insoportable, se hace ligera y deseable. El estado perfecto.
Hay metas, humanidad, sentidos. Hasta cabe la risa, el gran regalo.
En la vida, el dolor ahoga y la risa es efímera. En el texto, se produce una transformación que la inteligencia no puede explicar. Nos sumergimos en el dolor sin llegar a morir, conquistamos la distancia. Observamos, podemos emocionarnos, escoger, aventurarnos. La incertidumbre de la narración resulta más segura que las certezas de la vida. La palabra se hace enteramente nuestra.

Santiago Roncagliolo
Debería decir que escribo porque no sé hacer nada más: no sé montar bicicleta, llevo un año tratando de sacarme el carné de conducir, no entiendo las declaraciones de Hacienda y, cuando se estropea el ordenador, la única solución que se me ocurre es llorar hasta que se arregle solo. Pero intentaré una respuesta más profunda:
Creo que la realidad no tiene ningún sentido. Las cosas pasan a tu alrededor de una manera errática, a menudo contradictoria, y un día te mueres. Las cosas en que creías dejan de ser ciertas de un momento a otro. En cambio, las novelas tienen un principio, un medio y un desenlace. Los personajes se dirigen hacia algún lugar, la gloria, la autodestrucción o la nada, y sus acciones tienen consecuencias en ese camino. Escribo historias para inventar algo que tenga sentido.
Pero además, escribir -como leer- te devuelve a la realidad mejor equipado para vivirla, con una comprensión mayor de lugares, personajes o sentimientos que no habrías visitado de otra manera. Y en ese sentido, no hace que la realidad sea más sensata, pero sí la vuelve un poquito mejor.

Fernando Royuela
Escribo por perplejidad. Tengo serias limitaciones para entender al ser humano y mediante la escritura las intento mitigar. La literatura es un vehículo fantástico para observar la realidad y descifrarla. Las palabras son los ojos del escritor. Escribir es saber mirar. Escribo para explicarme un universo inexplicable. Escribo para crear y descreer. Mediante la escritura invoco a los hombres y sacrifico a los dioses. Me río. Busco la belleza, también el horror porque escribir es descender a los infiernos y no salir indemne. Escribo para seducir, para subvertir, para sentirme vivo y muerto, para llorar, amar y maldecir. Escribo para no tener que aguantarme, para negar el mundo, para huir. Escribo porque me da la gana y me lo puedo permitir.

David Safier
¿Se acuerda de cuando era niño y jugaba? ¿Inventando historias disparatadas con figuritas de indios, vaqueros o pitufos? ¿O simplemente imaginando en la bañera que era el capitán de un barco pirata que buscaba un tesoro en medio de la tormenta? ¿Se acuerda de cómo se sentía cuando jugaba con otros niños en la calle y vivían increíbles aventuras haciendo de exploradores, cazadores o agentes secretos, luchando contra dinosaurios, monstruos o supermalos que querían destruir la tierra con rayos mortales? Pues bien, todo eso es lo que yo hago todavía. Jugar con mi imaginación. Cada día de mi vida. Y lo seguiré haciendo hasta que me muera. O me vuelva loco. Es lo que me gusta. Y por eso escribo. ¡Hay alguna otra cosa mejor!

Jorge Semprún
Si lo supiese, tal vez no escribiría. Quiero decir, si lo supiera con certeza, si a cada momento pudiese proclamar taxativamente, sin vacilar, por qué escribo, y para qué, para quién o quiénes, si así fuera, tal vez no escribiría. O sea, que escribo, en cierta medida, para encontrar respuestas al porqué. Escribir no es un acto reflejo, ni una función natural. No se escribe como se come o se ama. No se agota en el hecho de escribir el portentoso, o doloroso, o lo uno y lo otro, milagro de la escritura. No se agota, al escribir, el deseo inagotable de la escritura. Tal vez porque sea ésta la mejor forma de sobrevivir. ¿Por qué escribo? Tal vez para sobrevivir a la muerte, la necesaria muerte que me nombra cada día.

Wole Soyinka
Hace varios años, participé en esta misma experiencia con el periódico francés Libération. En aquella ocasión contesté: "Supongo que por el ser masoquista que llevo dentro de mí". Desde entonces, no he tenido ningún motivo para cambiar mi respuesta.

Antonio Tabucchi
Preferiría formular la pregunta así: ¿Por qué se escribe? Hace tiempo, cuando era joven, escuché a Samuel Beckett responder: "No me queda otra". Las respuestas posibles son todas plausibles pero con un punto de interrogación. ¿Escribimos porque tememos a la muerte? ¿Por qué tenemos miedo de vivir? ¿Por qué tenemos nostalgia de la infancia? ¿Por qué el tiempo pasado corrió deprisa o porque queremos detenerlo? ¿Escribimos porque a causa de la añoranza sentimos nostalgia, arrepentimiento? ¿Por qué queríamos haber hecho una cosa y no la hicimos o porque no deberíamos haber hecho algo que hicimos y no debíamos? ¿Por qué estamos aquí y queremos estar allá y si estuviéramos allá nos hubiese resultado mejor quedarnos aquí? Como decía Boudelaire: la vida es un hospital donde cada enfermo quiere cambiar de cama. Uno piensa que se curaría más deprisa si estuviera al lado de la ventana y otro cree que estaría mejor junto a la calefacción.

Andrés Trapiello
¿Para que escribe uno? Para responder sin afectación algún día esta pregunta. Lo natural es hablar, incluso cantar, pero no escribir. Poner las palabras por escrito en un libro es, decía Unamuno, una "tragedia del alma", y acaso se escriba por miedo a quedarse uno a solas con su dolor, como si escribir fuese un remedio, y no un veneno. Así lo siento yo también.

Kirmen Uribe
En noviembre de 2007 tuve la suerte de asistir como escritor invitado a la clase de escritura creativa de Anthony MacCann, en el CalArts de Los Ángeles. Anthony me contó que los mejores de cada promoción son fichados por las grandes productoras para trabajar como guionistas de series de televisión. Se hacen ricos. Los "peores", por el contrario, se dedican a la poesía.
Uno empieza a escribir en la tierna adolescencia por mímesis, porque quiere crear algo parecido a aquello que ha leído. Más tarde, en su juventud, cree que escribir puede hacer mejorar el mundo. Luego se convence de que el suyo es, al fin y al cabo, un oficio. Sin embargo, ahora mismo me doy cuenta que escribo, sencillamente, porque disfruto mucho haciéndolo. Me encanta quedarme solo y escribir. "Un solitario impulso de delicia" me lleva a escribir, como diría Yeats en su poema Un aviador irlandés prevé su muerte. Disfruto casi tanto como los "peores" de CalArts, que tumbados en el césped del campus con un libro en las manos, levantaban la mirada para ver pasar las nubes. Yo, en la clase de Anthony, sería, sin duda, del grupo de los poetas.

Mario Vargas Llosa
Escribo porque aprendí a leer de niño y la lectura me produjo tanto placer, me hizo vivir experiencias tan ricas, transformó mi vida de una manera tan maravillosa que supongo que mi vocación literaria fue como una transpiración, un desprendimiento de esa enorme felicidad que me daba la lectura.
En cierta forma la escritura ha sido como el reverso o el complemento indispensable de esa lectura, que para mí sigue siendo la experiencia máxima más enriquecedora, la que más me ayuda a enfrentar cualquier tipo de adversidad o frustración. Por otra parte, escribir, que al principio es una actividad que incorporas a tu vida con otros, con el ejercicio se va convirtiendo en tu manera de vivir, en la actividad central, la que organiza absolutamente tu vida.
La famosa frase de Flaubert que siempre cito: "Escribir es una manera de vivir". En mi caso ha sido exactamente eso. Se ha convertido en el centro de todo lo que yo hago, de tal manera que no concebiría una vida sin la escritura y, por supuesto, sin su complemento indispensable, la lectura.

Juan Gabriel Vásquez
Escribo porque me irrita y me entristece el desorden del mundo, y descubrí hace mucho tiempo que en la buena ficción el mundo tiene un orden o su desorden tiene un sentido. Escribo porque mi inteligencia es limitada y sólo soy capaz de entender lo que viene en palabras. Escribo, por lo tanto, porque no entiendo o porque ignoro: "escribe sobre lo que conoces" me parece el consejo más idiota del mundo, porque se escribe, precisamente, para conocer. Escribo porque no he encontrado otra manera de vivir varias vidas, de ser varias personas, sin hacer daño o poner en riesgo a los que me rodean (y aun así les he hecho daño muchas veces, muchas veces los he puesto en riesgo). Escribo porque, como leí en alguna parte, la imaginación transforma la experiencia en conocimiento.

Manuel Vicent
Si esta pregunta se me hubiera formulado hace muchos años, cuando empecé a escribir, mi respuesta habría sido más romántica, más literaria, más estúpida. Probablemente habría contestado que escribía para crear un mundo a mi imagen, para poder leer el libro que no encontraba en mi biblioteca, para no suicidarme, para enamorar a una niña, para influir en la sociedad o tal vez cínicamente porque no servía para nada más, ni siquiera para arreglar un enchufe. Sin olvidar lo que este oficio tiene de vanidad y de narcisismo, a estas alturas de la profesión creo que escribo porque es un trabajo que me gusta, que unas veces me sale bien y otras mal, pero en cualquier caso la literatura ya forma parte de un mismo impulso vital que me sirve para sentirme a gusto todavía en este mundo, sin que espere gran cosa de su resultado.

Enrique Vila-Matas
Ah, ya veo, vuelve la vieja y pérfida pregunta. Pero también podrían ustedes preguntarme por qué acabo de hacer una lazada en mis zapatos. Y también por qué no me he contentado con un nudo que, para el caso, me habría servido igual. Este tipo de habilidades no nos llaman la atención, por ser muy familiares. Pero, en algún tiempo remoto, un antepasado hizo la primera lazada. Nosotros no somos más que sus imitadores, un eslabón en la cadena ininterrumpida de la tradición. De modo que a quién habría que preguntarle por qué escribo es a ese antepasado, preguntarle por qué quiso ir más allá del nudo.

Juan Eduardo Zúñiga
El jardincillo parece envejecido con los fríos de noviembre y el suelo está cubierto de las hojas caídas de una acacia. Dejo de mirarlo desde la ventana, estoy solo en el cuarto vacío donde tengo los juguetes y los cuentos, en las paredes sujetas con chinchetas hay dos láminas referentes a un país extranjero y extranjero es el autor de un libro que cojo, y me aprendo su nombre: Michel Zevaco. Leo el final del segundo capítulo: un hombre busca sin parar en un cofre lleno de joyas y no encuentra lo más importante para él. Me extraña esto ¿más valioso que joyas ? Tengo al lado un cuaderno y lápiz, sin pensar escribo: "Él buscaba algo entre las joyas ..." y sigo escribiendo, sigo así hasta hoy.

De El País, Madrid.

lunes, 19 de abril de 2010

La derrota de la página en blanco

Novelistas, poetas y editores ofrecen sus consejos a todos aquellos que pretendan adentrarse en el mundo de la ficción. Leer y releer a los grandes autores clásicos y contemporáneos es la primera receta. Después, cada cual ha de buscar y elegir su propia manera de escribir

Elena Poniatowska

Si toda la vida me la he pasado buscando respuestas, es poco probable tener reglas para escribir. Si yo soy la que pregunto desde que sale el sol hasta que se mete, ¿cómo voy a saber qué se hace para enfrentar a la página en blanco? Con la página en blanco comienza la inmensa aventura frente a la mesa de trabajo, bueno, antes era una mesa, ahora es una pantalla también espantosamente blanca y llena de trucos, trampas, escondites porque una sola tecla te borra el alma. Hay días buenos y días malos. En los malos, todo va a dar al cesto de la basura, en los que uno cree buenos, sale media paginita y uno se esponja como gallina roja. Es más fácil poner un huevo que escribir. Escribir me cuesta un huevo y la mitad de otro. Bueno, como si yo tuviera huevos. La única manía que puede evitarse es insistir y empeñarse en vez de salir a la calle y abrazar a los demás aunque sea con la mirada.

Enrique Vila-Matas

Consejos a un principiante para enfrentarse a la página en blanco: tratar de driblar a la plúmbea tradición acumulada y buscar percepciones, ideas nuevas. Ahora bien, para driblar es necesario haber leído previamente mucho. Puede parecer paradójico, pero sólo habiendo leído mucho se puede intentar la aventura de ir en busca de la frescura, del gesto que devuelva al arte la potencia que tuvo en sus orígenes. Por eso me sorprenden los escritores jóvenes que dicen escribir sin previamente haber leído demasiado. A los que dicen pasar de Dickens y Proust quiero advertirles que, como la escritura es una carrera de fondo, a la larga pueden quedarse sin una bombilla en su cerebro literario y convertirse en dibujante de cómics, pero no en escritores. En resumen: se recomienda leer y ser contemporáneos. Esto último parece obvio, pero téngase en cuenta que en la literatura española algo tan simple como ser contemporáneo ha sido generalmente una rareza.

Esther Tusquets

A los muchos escritores principiantes que como editora he tenido ocasión de tratar les he dicho siempre lo mismo: la única forma de aprender a escribir es leer. Tengo poca fe en los talleres de escritura, o en los cursillos donde te preparan para la profesión de escritor. Su eficacia depende de las personas que los dirigen, si éstas son de gran altura es obvio que podemos sacar provecho de sus consejos, pero, aun en este caso, si además de la docencia son ellos mismos escritores, considero preferible leer su obra que asistir a sus clases. El escritor principiante debe leer tanto como pueda y -es otro punto del que estoy segura- debe leer sobre todo a los clásicos. Les aconsejaría también que no partieran del propósito de ser originales, distintos, de hacer a toda costa algo nuevo. Tal vez lo logren, y será magnífico, pero no debiera ser el objetivo primordial. Y nadie que se tome en serio la profesión estudiará los índices de ventas, cuáles han sido los best sellers, qué incentivos estimulan al comprador, qué es "lo que se lleva". Esas míseras funciones puede dejárselas al editor. Y por último les diría que no se tomen demasiado en serio esa supuesta angustia ante la página en blanco: a lo largo de la creación de una obra, hay múltiples momentos de angustia y surgen en los puntos más inesperados. La última página puede generar tantos problemas e inseguridades como la primera.

Bernardo Atxaga

Entre otras cosas, el escritor debe ser consciente del Código Penal que activa nada más ponerse a escribir. Van dos líneas, y ya tiene enfrente una lista de prohibiciones y de castigos. Ha empezado a narrar en primera persona, ergo ya no le es posible utilizar la primera o la tercera. Ha puesto un taco en el segundo párrafo, ergo no podrá evitarlos en las páginas siguientes, y a ver qué pone cuando llegue a la doscientos, después de dos docenas de diversos joderes y una y media de me cago en... Y si en lugar de un taco ha puesto un latinajo como ergo, pues peor aún, porque obliga a más, por ejemplo a escribir ex aequo en la tercera página y a posteriori en la octava, y cierra para siempre la vía hacia un texto serio como el que, dicho sea de paso, yo quería escribir antes de que me saliera precisamente el ergo, y la musa, Código Penal en mano, me prohibiera ese fruto.

Juan Gelman

¿Consejos? Para los jóvenes poetas, ninguno. Los únicos maestros son los grandes en lengua castellana y ayudan a encontrar la propia voz. Se busca, entonces, lo mismo que ellos buscaron y hay que ir a la página en blanco virgen de todo mecanismo adquirido en una escritura anterior: cada nueva obsesión tiene su música. Escribir poesía es abrirse camino en uno mismo. Decía la gran poeta rusa Marina Tsvetáieva: el poeta no vive para escribir, escribe para vivir.

Santiago Gamboa

Conviene, al inicio, imaginar una novela descomunal, pues la escritura es un proceso de pérdida: se sueña con una catedral y al final se logra una iglesia de provincia. Luego escribir de forma obsesiva, aunque no siempre "escribir" significa golpear el teclado. A veces basta con pensar intensamente en lo que se está escribiendo. Pero a veces, pues no hay que olvidar que las novelas tienen muchas páginas y alguien debe hacerlas. Y un consejo suplementario: cada día, para concentrar fuerzas, se pueden decir en voz alta estos versos: Prometo querer narrarlo todo y contra toda esperanza. / Prometo ser sincero en la verdad y en la mentira, y prometo contradecirme. / Prometo no ser tan "versátil" como algunos editores quisieran. / Prometo no ser nunca un escritor sin escritura. / Prometo reescribir, tachar, borrar y maldecir hasta quedar sin aliento. / Prometo todo esto, Señor, en nombre de tantos autores caídos en el campo de batalla de la página en blanco. / Prometo también algo muy sencillo. / Repetir cada mañana esta plegaria: / "Señor, no soy ávido / sólo te pido 500 palabras".

Matilde Asensi

Antes de empezar a escribir hay que disfrutar del proceso de creación. En general, todo el mundo considera que teclear en el ordenador es, de hecho, el trabajo del/la escritor/a, que la inspiración guía mágicamente sus dedos y que la narración va saliendo mientras se escribe. Pero cuando ese momento llega, ya se han dejado atrás muchos meses (incluso años) de proceso creativo: tus personajes tienen nombres y vidas, tu argumento está completo, conoces las diferentes historias que se trenzarán a lo largo de la obra y ya has documentado la época histórica en todos sus aspectos. En realidad, la fase de creación es la más amplia e interesante; escribir, lo que se dice escribir, sólo es el final del proceso.

Fernando Aramburu

Sinceramente, joven, el único consejo útil que puedo darte es que seas un genio. La genialidad ayuda a evitar complicaciones. Es como ir de viaje en un automóvil de fórmula 1. Llegas antes, aunque ay de ti como te salgas de la carretera. Si vas andando no te quedará más remedio que encomendar tus ilusiones al trabajo constante, al estudio minucioso de la lengua, a tu conocimiento particular de los asuntos humanos. Tengas mayor o menor talento para la expresión escrita, procura ser auténtico porque, de lo contrario, ¿qué vas a ofrecer sino humo a los demás? Y desconfía de los pelmas aconsejadores que pretendemos alumbrar el universo con una chispa.

Fogwill

El de la página en blanco es un lugar común tributario de la mitología del artista, su padecer, sus sacrificios. Mallarmé, en su Brise Marine lo llevó al extremo, con una ironía que pocos advierten: en el poema la página en blanco es restaurada hasta recuperar su materialidad de "vacío papel que defiende su blancura" y se suma a "los viejos jardines hechos para mostrarse", "la claridad desierta de la lámpara" y a "la joven esposa que amanta su bebé" como formando el todo repudiable de la vida burguesa. Su consejo a los que temen a la página en blanco es enfrentar a la tormenta, naufragar y perderse hasta poder "atender-entender" el canto de los marineros. Tenemos la cabeza llena de cantos de marineros, campesinos, soldados y maestros de la lengua: escuchémoslos y dejémonos de mariconerías domésticas como los triviales ritos del escritor que cree temer a la hoja en blanco cuando lo acosa una deplorable blancura mental.

Yuri Herrera

No existe eso que llaman bloqueo de escritor. Si no escribes: o no tienes nada que decir, o no es el momento de decirlo, o eres demasiado perezoso para ponerte a trabajar. En cualquier caso no hay por qué angustiarse, el mundo seguirá girando a pesar de tu silencio. Hacer literatura no es un deber. A nadie le urge un escritor. Si uno entiende eso puede tomarse el tiempo necesario para escribir, sin contentarse con la autoconfesión o la escritura automática, formas de la calistenia. Porque el verbo más importante del oficio es rumiar; la literatura se gesta rumiando. Hay que dejar que a uno se le pudran las historias en la cabeza, que fermenten hasta despedir ese olor que indica que ya están listas para ser puestas en palabras.

Elvira Lindo

Por desgracia, no se puede enseñar a escribir literatura a quien no tiene talento. El talento no se enseña. Sin embargo, a quien sí lo tiene, un buen maestro le puede servir de gran ayuda. Los mejores maestros se encuentran, sin ninguna duda, en la estantería. No se puede adquirir un estilo propio si no se lee y no se imita a los grandes escritores. La admiración y la emulación a los clásicos son el principio obligado de una carrera literaria. Después, están las escuelas de escritura. Son interesantes porque ponen al alumno en contacto con personas que comparten las mismas inquietudes. Lo deseable es que el alumno encuentre a un buen maestro. El buen maestro ha de enseñar a amar la literatura sin papanatería, pero sin malograr la inocencia del alumno. Lo ideal es encontrar un buen maestro que no esté lacrado por el resentimiento. Hay maestros que quieren imponer sus manías y sus prejuicios literarios a sus alumnos. Que les inoculan el desprecio, que es el pecado más estéril de los literatos. De ellos hay que huir como de la peste. Nada mejor que el maestro que enseña a admirar, en primer término, y a analizar las dificultades de la creación. De un taller literario es posible que sólo uno o dos alumnos tengan futuro, pero por esos dos diamantes en bruto merecen la pena todas las escuelas de letras.

Arturo Pérez-Reverte

Escribir no es tanto cuestión de talento como de constancia. El trabajo, la dedicación y las lecturas son el camino más directo para tener éxito en la creación literaria. Con el tiempo, los escritores vamos cambiando y no es la misma novela la que escribes con 20 que la que escribes con 40, o con 60, porque tu corazón cambia con el tiempo, pero creo que todo escritor coherente debe pisar siempre el mismo territorio e ir desarrollándolo con los años. El lector siempre debe reconocer tu territorio. Desconfío del autor que cambia de territorio o que no lo deja claro en sus libros.

Antonio Gamoneda

Parto de una actitud permanente en el sentido de que la manifestación o la presencia del pensamiento poético es una parte de mi vida. Ese pensamiento poético, por decirlo de alguna manera, permanece inmovilizado, pero está conmigo todo el tiempo. Y, en algún momento, una parte de mi cerebro que los científicos nos están localizando, pone en marcha ese pensamiento poético del que hablo, el cual, a mi entender, difiere de cualquiera otra modalidad de pensamiento. Es un lenguaje interior que se activa rítmicamente, en su aparición hay un desencadenante musical, y ese pensamiento rítmico es identificable como pensamiento poético. Lo que no se debe hacer, sin que esto sea una ley de aplicación general, es crear un proyecto, programar, crear unas metas o significaciones previas con fines de escritura poética. No es precisamente el automatismo puro de los surrealistas, pero sí es una actividad que no debe ser intervenida por otras formas de pensamiento. Finalmente, de manera quizá no perceptible para el poeta hasta el final sí aparece un sentido, un conocimiento que se parte del no saber que decía Juan de Yepes al saber, al conocimiento, pero por mecanismos que no son la indagación, el estudio o la indagación previa.

Ángeles Mastretta

¿Escribimos para recordar o para ir adivinando lo desconocido? Alguna vez recomendó Julio Cortázar: "Cuenta la historia como si sólo fuera de interés para el pequeño círculo de tus personajes, pensando en que podrías ser uno de ellos". Yo no encuentro una mejor recomendación para quienes quieran meterse en este lío que es escribir quimeras. Inventar mundos, es querer adivinarlos. ¿Quiénes son éstos? ¿Quiénes fueron? ¿Qué pensaban? ¿Qué los conmovía? ¿En dónde viven? ¿A quién añoran? ¿A qué se atreven? Yo para eso escribo novelas. Para soñar con otros, para inventar personas a las que me gustaría conocer, con las que me haga bien convivir durante horas, durante días alargándose por años. Lo que me sucede no necesito reinventarlo, y cuando intento hacer algo así siempre termino aceptando que la historia que digo ha sido mía. Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. Yo de cómo escribir, de los trucos y los equívocos, no sé hablar bien. Lo único que sé con la claridad del agua, es que escritor es quien escribe todos los días, todos los ratos libres y siempre que algo mira, aunque no tenga lápiz, ni teclas con las que dejar constancia de sus palabras.

Rafael Gumucio

¿Se puede enseñar a escribir? Claro, con un buen silabario y una profesora paciente no hay niño que no sepa después de unos meses escribir su nombre y el de sus padres. ¿Aprender a ser escritor? Ser escritor es ser por escrito, ser más intensamente, más completamente por escrito que por cualquier otro medio. Todos tienen la facultad de lograrlo. Las materias que se necesitan aprobar son justamente las que no se enseñan en la universidad, pero las que se imparten en cualquier otra parte: la valentía, la honestidad, el descaro, la oportunidad, la lucidez, la gracia. Por otro hacer de escritor es más simple, basta usar anteojos, leer mucho, encerrarse en alguna universidad americana por un semestre, ser jurado de cuanto concurso hay, vestirse de chaqueta de mezclillas y preocuparse por grandes temas tipo "el mal", el vacío y la cuarta guerra mundial.

Ramiro Pinilla

El acto de sentarse a escribir nunca ha gozado de mi preferencia entre los demás del día. Siempre hubo otras necesidades más apremiantes. Sin embargo, he logrado escribir. Lo que advierte sobre la coartada de la falta de tiempo. Siempre hay tiempo para respirar. Porque, digamos, se trata de coraje. Abundan los llamados, los que redactan bien en la escuela y un día, a los dieciséis años, leen a su abuela una incipiente cuartilla y la buena señora alza los brazos y exclama: "¡Tenemos un escritor en la familia!" Con cosas así se empieza en esto. ¿Merece la pena? Un buen sueño siempre merece la pena. Pero habrá que mantenerlo limpio. No conviene, desde un principio, pretender vivir de la literatura: es peligroso para el sueño. Nunca viví de ella, siempre tuve un par de empleos. ¿A qué viene este consejo? ¿Os suena la palabra libertad? Y luego, disciplina. A un escritor compulsivo le sobra la disciplina. Creo en el trabajo lento, en soledad y al amparo de una inspiración más o menos obediente. Nunca reneguéis de los insomnios, a los que suele acudir la imaginación. Un texto, una narración, nunca es lo suficientemente buena. Siempre pudo estar mejor. Te pueden alabar mucho una historia, pero tú sabes que lo hacen porque ignoran lo que tenías en la cabeza y no halló la forma perfecta. De mis novelas y cuentos sólo pequeñas partes alcanzaron la feliz conjunción fondo/forma que creía ver, no alcancé el sueño. ¿Era posible? Sí en un texto corto, un cuento. Pero acaso esta perfección no sea más que un delirio del propio sueño, porque si cada historia o tema requiere un estilo o lenguaje distinto dentro de cada narración, y más si es larga, también conviven episodios diferentes que acaso están marcando estilos diferentes. Aunque, cuidado, porque el escritor no es un robot, él es el culpable de lo bueno y de lo malo. En este sueño no hay sonámbulos.

Andrés Neuman

Aristócratas y pedagogos. ¿Se puede enseñar a escribir?, ¿hay unas reglas mínimas? Herméticos y aristócratas necesitan pensar que no. A pragmáticos y pedagogos les conviene pensar que sí. ¿Se puede ser un aristócrata pedagógico? Ay. No se debe... 1. No se debe escribir en estado de ebriedad o enajenación por estupefacientes. 2. No se debe escribir novelas universitarias. 3. No se debe creer que hay cosas que se deben hacer. Sí se debe... 1. Se debe escribir sobre el estado de ebriedad o enajenación por estupefacientes. 2. Se debe escribir novelas universitarias, si no hay más remedio. 3. Se debe creer lo que digan los personajes.

Wendy Guerra

En mi país algunas piezas oficiales creen que las casas editoriales de todo el mundo nos publican porque añadimos ficción a buena parte de nuestro drama. Pero son ellos, la mano negra e invisible que enreda las cuerdas de nuestra propia realidad, quienes despojan lo maravilloso de lo real. Escribimos sin conocer lo que pasa debajo del iceberg. El ritual de lo que vivimos es un gesto preciado, un diamante que cruje para marcar cristales en blanco. Así se inicia nuestro oficio, nos proponemos historias cotidianas, salvadas de nuestra infancia, adolescencia y juventud espolvoreada de episodios, pero la historia misma nos despierta a una trama mayor. Escritores de ficción sustituyen por veces al periodista que no puede decir lo que contamos. En todos los tiempos un escritor se enfrentó con pánico al blanco de su pizarra, pero mi instante sobre el hielo es el arte de cincelar con herramientas las palabras sobre el frío.

Lorenzo Silva

Padecí, como muchos, el martirio de sentarme ante un folio virgen con afán de mancharlo de algo impreciso y sublime. Incluso creo que llegué a sufrir ante alguna de aquellas pantallas negras de WordPerfect. Pero hace muchos años que no he vuelto a pasar por el ominoso trance. Mi truco: nunca salgo a pelear sin haber cargado a conciencia mi arma, y nunca la empuño (salvo fuerza mayor) sin cerciorarme de que estoy despejado para hacer buena puntería. No escribas sin algo concreto que contar. Con eso, y la mente bien despierta, el folio o la pantalla en blanco son el más placentero campo de maniobra.

Marcos Giralt

Tener presente que la escritura es una disciplina que exige concentración y rigor; no creer en la inspiración sino en el trabajo; saber que éste empieza antes de ponernos a escribir, en la mirada, y que por eso hay que entrenar la pluma tanto como los ojos con los que vemos el mundo; olvidar en lo posible nuestra propia vida, pero convertir la escritura en una prolongación de ella escribiendo solamente sobre asuntos que nos importan; no conformarnos con la primera versión de un texto, releerlo y corregirlo cuanto consideremos necesario; no hacer caso de consejos que contradigan nuestro propio instinto, y elegir cuidadosamente a nuestros modelos, que sean de verdad grandes. Con esto, que no es poco, y un buen diccionario, cualquiera puede enfrentarse a la escritura. Cómo alcanzar el estado idóneo depende de los hábitos y manías de cada cual. En mi caso necesito música y un número suficiente de horas por delante.

Alberto Manguel

Hay áreas en las que ningún consejo vale: nadie jamás ha podido servirse del consejo de otro para saber cómo hacer que un pan con mantequilla no caiga del lado de la mantequilla hacia abajo, cómo recrear un sueño en todos sus detalles, cómo razonar con el Papa, cómo enamorarse. Virginia Woolf (o quizás fue Somerset Maugham) dijo que para escribir un buen libro hay tres reglas, pero que, desafortunadamente, nadie sabe cuáles son. Forzado a dar consejo a quien quiere escribir, sugiero seis cosas: 1. Leer. 2. Leer. 3. Leer. 4. Leer. 5. Leer. 6. Leer.

martes, 23 de febrero de 2010

Para aprender a escribir novelas Por Guillermo Altares

¿Se puede enseñar a escribir? Está claro que se puede aprender, pero desde que las letras son letras el debate sobre la enseñanza de la escritura se ha repetido una y otra vez. Hay facultades de Ciencias, de Matemáticas, de Bellas Artes, de Arquitectura, por citar sólo disciplinas tan creativas como la novela o la poesía. Pero no ocurre lo mismo con la literatura. Sin embargo, como demostró este sábado el suplemento de libros de The Guardian, los consejos de los escritores pueden ser muy valiosos.

El diario británico tomó como percha un libro de próxima publicación de Elmore Leonard, uno de los maestros de la novela negra estadounidense, titulado Ten rules of writting, para consultar a casi 30 autores (entre los que hay nombres como Richard Ford, Margaret Atwood, Neil Gaiman, PD James, Zadie Smith --en la imagen--, Ian Rankin o Joyce Carol Oates) sobre sus reglas para escribir. La gran pregunta que surge después de su lectura es si la literatura tiene reglas. Es cierto que gran parte de los mejores libros de la historia rompieron los moldes, inventaron géneros, desde Heródoto, hasta Cervantes, Montaigne, o Joyce, pero no es menos cierto que también hubo escritores inmensos, que supieron ceñirse a las reglas de su época (Shakespeare y el teatro isabelino es el ejemplo más claro).

Es difícil resumir las cuatro páginas (tamaño sábana) con apasionantes consejos que ha ofrecido The Guardian pero aquí van algunos. Este artículo es más largo que otros que aparecen en Papeles perdidos, pero son consejos que merecen la pena:

- "No te sientes en mitad del bosque. Si te pierdes en la trama o no sabes como seguir, vuelve sobre tus pasos". "Rezar puede funcionar. O leer a otro. O tratar de visualizar el Santo Grial que es la imagen de tu libro publicado". Margaret Atwood

- "No pongas una foto de tu autor favorito en tu mesa. Sobre todo si es un suicida". "Ponle un nombre a tu trabajo lo antes posible. Tienes que poseerlo, que verlo. Dickens sabía que Casa desolada se iba a llamar Casa desolada antes incluso de empezar a escribir". Roddy Doyle

- "Termina tu jornada de escritura cuando todavía tengas ganas de seguir escribiendo". "Relee, vuelve a escribir, relee, vuelve a escribir. Si sigue sin funcionar, tiralo. Es sano y no debes sentir mala conciencia por los cadáveres de poemas y páginas que lo tenían todo excepto la vida que necesitaban". Helen Dunmore

- "Los primeros 12 años son los peores". "La mejor forma de escribir un libro es escribirlo. Un bolígrafo es útil, un ordenador también vale, pero sigue llenando la página en blanco de palabras". "Sólo los malos escritores creen que su trabajo es realmente bueno". "Describir es muy difícil. Recuerda que cualquier descripción es una opinión sobre el mundo. Busca un lugar desde el que mirar". "Diviértete". Anne Enright

- "Casate con alquien que te quiera y que piense que ser escritor es una buena idea". "No leas las críticas". "No bebas y escribas a la vez". "No mandes cartas a tu editor (a nadie le importa)". Richard Ford

- "Escribe en tercera persona a no ser que hayas encontrado una voz en primera persona realmente especial". "Cuando la información es gratis y universalmente accesible, una gran investigación para una novela se devalúa como la propia novela". "Tienes que amar antes de poder ser despiadado". Jonathan Franzen

- "Escribe". "Pon una palabra y luego otra. Busca la palabra adecuada. Escribela". "Arreglalo. Pero recuerda que tarde o temprano, antes de que alcance la perfección, tendrás que dejarlo ir y seguir adelante para escribir tu próxima obra. La perfección es como tratar de alcanzar el horizonte. Sigue adelante". Neil Gaiman

- "Aumenta tu capacidad lingüística. Las palabras son la materia prima de tu oficio. Cuanto más grande sea tu vocabulario, más eficaz será tu escritura". "No te limites a planear escribir: escribe. Sólo escribiendo, no soñando con escribir, desarrollamos un estilo propio". PD James
- "No trates de escribir para un lector ideal. Seguro que existe, pero está leyendo a otro". "Sé tú propio editor / crítico. Cercano, pero implacable". Joyce Carol Oates

- "Lee mucho". "Escribe mucho". "Aprende a ser autocrítico". "No te rindas". "Encuentra una historia que merezca la pena contar". "Ten suerte". "Manten tu suerte". Ian Rankin

- "Lleva siempre una libreta contigo. Y quiero decir siempre. La memoria a corto plazo sólo retiene información durante tres minutos: a no ser que lo plasmes en papel, perderás una idea para siempre". Will Self

- "Trata de leer tu trabajo como lo haría un extraño, mejor dicho, como lo haría un enemigo". "No trates de hacer romántica tu vocación. Puedes o no puedes escribir buenas frases. No hay una forma de vida de escritor. Lo que importa es lo que dejas en la página". "Trabaja en un ordenador que no esté conectado a Internet". "Evita los clichés, los grupos, las bandas". "No confundas honores con logros". Zadie Smith

- "Termina todo lo que empieces". "No vayas a Londres". "No vayas a ningún otro lugar". Colm Tóibín

- "Enfrentate a la escritura como un trabajo. Sé disciplinado. Muchos escritores se lo toman muy en serio. Graham Greene escribía 500 palabras cada día. Mi mínimo es 1.000 palabras, lo que a veces es fácil, aunque otras es tan difícil como cagar un ladrillo, pero me obligo a quedarme en mi mesa hasta que lo consigo. Muchas veces estas 1.000 palabras son basura, pero es más fácil volver sobre ellas y mejorarlas". "El ritmo es esencial. No es suficiente con escribir bien. Estudiantes de escritura pueden elaborar una página de magnífica prosa, pero a veces carecen de la habilidad para arrastrar al lector al largo viaje que representa una novela". "No entres en pánico". "El talento triunfa sobre todo esto. Si realmente eres un gran escritor no necesitas aplicar ninguna de estas reglas". Sarah Waters