miércoles, 26 de enero de 2011

La metaliteratura no existe Por Enrique Vila-Matas

Una famosa escritora española responde en una entrevista: "Tengo todo el cuerpo metido en la ficción". Me quedo helado, me pregunto por mi alma. La castiza respuesta es un episodio más del notable embrollo que han creado algunos críticos españoles —que han enmarañado aún más algunos periodistas— en torno a las relaciones entre realidad y ficción en la novela. Ahora a todos los que escriben les preguntan por esta cuestión, después se les pide que opinen sobre literatura y mercado y, finalmente, por supuesto, se les pregunta si la novela ha muerto. Desde hace unos días no hago más que responder, de forma ya casi mecánica, a estas tres cuestiones tan "trascendentales". He podido comprobar que, en mi caso, hay una cuarta pregunta esperándome en el fondo del corredor de la muerte (¿de la novela?). Es una pregunta añadida, a veces dicha en tono acusador: "¿De dónde le viene tanta afición por la metaliteratura?"
Bien, vayamos por partes. La literatura no tiene ninguna relación con la realidad. Como decía Manganelli, la realidad es una palabra que encubre una intimidación moral del lenguaje. El concepto de realidad es una amenaza, pero no es un concepto. La literatura no tiene relación con la realidad como tal, es una realidad en sí misma. Para mí, la literatura tiene sus relaciones, su sentido, su coherencia. La literatura tiene una habitación propia en un lugar extraño, que ni siquiera sabemos si existe. Un viejo proyecto: escribir un libro que se titule La literatura sin domicilio.
Literatura y mercado. Se ha puesto de moda decir que el mercado tiene la culpa de todo. Sólo hasta cierto punto es cierto. Es verdad que, por ejemplo, un joven autor con ambiciones literarias lo tiene difícil, se le exigen resultados inmediatos. Es verdad que triunfa, de una forma obscena, la Novedad. Pero el culpable no es sólo el mercado. Los autores tienen mucho que ver con esto, la mayoría carece de ambición literaria. Esta ambición para mí consiste, entre otras cosas, en tratar de inventarte con tus libros un nuevo lector. La literatura, es obvio, se ha banalizado. Por otra parte, la ignorancia pública es hoy devastadora. ¿Círculo diabólico de la industria cultural? Pues sí, pero ha ocurrido siempre.
Ya decía Schopenhauer que hay en todas las épocas —suenan sus palabras como escritas ahora— "dos literaturas que caminan de una manera bastante independiente, la una respecto a la otra: una literatura verdadera y una puramente aparente. La primera se desarrolla hasta alcanzar la categoría de duradera. La otra, cultivada por gentes que se hacen pasar por escritores, va al galope a través del ruido y de los gritos de aquellos que la practican, y presenta cada año millares de obras en el mercado. Pero al cabo de unos años, uno se pregunta: ¿Dónde están? ¿Qué ha sido de su renombre tan rápido y ruidoso? Así es que puede calificarse a esta última como literatura pasajera y a la otra como literatura permanente".
Parece preocupante la situación para la literatura verdadera, pero no hay para tanto. Cierta clandestinidad forma parte de la propia naturaleza de la literatura, que está acostumbrada a las catacumbas, a ser subversiva, vanguardista, abusiva, excéntrica. Lo que sí existe últimamente es un problema nuevo. Lo señalaba hace poco Ricardo Piglia cuando, en entrevista con Ana Nuño, decía que no existe la metaliteratura y que esta es un cliché crítico que ha servido para enfrentar una tradición compleja de construcción de historias con una supuesta tradición de un tipo de narrativa "normal" que "todo el mundo entiende". Sin embargo, detrás de todo esto se esconde un conflicto más profundo, dice Piglia. De un lado, estaría el neopopulismo antiintelectual de la cultura de masas, con una serie amplia de escritores que se adaptan, que se someten a esa tentación antiintelectual y se presentan (para no asustar) como personas sencillas, que de ninguna manera deben ser vistas como intelectuales. Para entendernos: si quieres vender un libro no digas que estás en la línea de un Musil, un Walter Benjamin o un Claudio Magris. Si quieres vender, toma el aspecto normal de un Sardá (si este fuera escritor, pronto lo será) o de una ganadora del Planeta que escribe como si Madame Bovary y siglo y medio de sutiles proezas literarias no hubieran existido nunca.
En oposición a esto, ha aparecido una tradición que está resistiendo en interesantes catacumbas a la tentación de presentarse como antiintelectual y que —tal como sucede cuando alguien que escribe verdaderamente literatura se encuentra con otro que se dedica también a lo mismo— conversa sobre libros y se interroga acerca de cuestiones relacionadas con la realidad misma de la literatura, en busca siempre de nuevas formas que ayuden a encontrar la salida a tantas palabras gastadas y bovarys mal repetidas.
En cuanto a la muerte de la novela, me viene ahora a la memoria un recuerdo universitario de John Updike, el de un día en el que los estudiantes le oyeron decir a un escritor invitado, John Hawkes: "Cuando quiero que un personaje vuele, únicamente digo: Voló." Al comentar esto, Updike dice que los novelistas —al igual que los dramaturgos neoclásicos, cautivos de las tres unidades— son prisioneros de convenciones que les impiden imaginar la salida. Pero que en realidad para hacer volar a la novela sólo es necesario que alguien se le acerque y diga: "Vuela".-

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