En 1726, el joven literato francés François-Marie Arouet llegó a Inglaterra huyendo de ciertos líos personales y con planes de publicar la versión definitiva de su obra La Henriada. En Londres entró en contacto con importantes figuras del mundo intelectual inglés, como Edward Young, John Gay, Samuel Clarke y Alexander Pope. Leyó además una novela anónima acabada de aparecer y que desde el momento de su publicación se convirtió en uno de los best-seller más exitosos de la historia de la literatura; se titulaba Los viajes de Gulliver y había sido escrita por el extraordinario satirista irlandés Jonathan Swift.
Treinta y tres años después, en la cumbre de su fama, Voltaire publicó su famoso cuento filosófico Cándido o el optimismo, cuya principal influencia había sido justamente Los viajes de Gulliver. Con los años estos libros se convirtieron en pueriles novelas de aventuras; el plan original de las dos obras había sido, sin embargo, adelantar un ataque contra el ser humano. Como bien es sabido, en su libro Swift se propuso la difamación de la humanidad; Voltaire, por su parte, quiso con el Cándido realizar una burla del optimismo filosófico de Leibniz, que afirmaba despiadadamente que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Los textos que presentamos a continuación son dos escritos menores de Jonathan Swift y Voltaire. Su intención no es distinta de aquella de Gulliver y del Cándido, aunque sus pretensiones sean mucho más modestas.
La “Meditación acerca de una escoba” nació de una broma hecha por Swift a la condesa de Berkeley durante una de sus visitas a Inglaterra en 1701. Swift solía leer para la condesa fragmentos de las Meditaciones de Robert Boyle. En una ocasión, hastiado de esta rutina, decidió insertar su propia “Meditación” en el volumen. La condesa, al escuchar el texto, quedó encantada con él; el engaño, sin embargo, fue descubierto más tarde.
Voltaire publicó la “Breve digresión” en 1766 como parte de El filósofo ignorante, una colección de escritos dedicados a satirizar, siguiendo la buena costumbre volteriana, las ínfulas de los intelectuales. La nota que acompañaba la copia del libro enviada por Voltaire a la duquesa de Sajonia-Gotha decía: “Los artículos que tratan sobre la charlatanería de los sabios os podrán aburrir. Los últimos, no obstante, os podrán divertir. A un ignorante le es por lo menos permitido divertirse…” Divirtámonos, pues, con estos dos pequeños “ensayos sobre el hombre” de Swift y Voltaire.
Camilo Jiménez y Hernán Caro
1.
Una meditación acerca de una escoba*—En el estilo y a la manera de las Meditaciones del honorable Robert Boyle**—Jonathan Swift
A este palo, que ahora contempláis tumbado vergonzosamente en ese rincón olvidado, lo conocí alguna vez en estado floreciente en un bosque: lleno de vigor, lleno de hojas y lleno de ramas. Pero ahora, en vano pretende la atareada destreza humana competir con la naturaleza, amarrando a su tronco sin savia ese marchito manojo de ramas secas. Con lo que tenemos si acaso lo opuesto de lo que era: un árbol patas arriba, con las ramas en la tierra y la raíz al aire. Manoseado por cada sucia sirvienta, condenado a su faena y, por cierta caprichosa suerte, destinado a limpiar otras cosas y ser él mismo asqueroso. A la larga, gastado por completo al servicio de las criadas, es tirado a la calle o condenado a un último uso: encender un fuego. Cuando contemplé esto suspiré, y dije en mi interior: ¡ciertamente el hombre es una escoba! La naturaleza lo envía fuerte y robusto al mundo, en condición floreciente, llena de cabellos su cabeza —los cuales son las ramas propiamente dichas de este vegetal racional. Hasta que el hacha de los excesos poda sus verdes ramas y lo convierte en un tronco marchito: entonces el hombre decide volar hacia el arte y se pone una peluca, valorándose a sí mismo por un artificial manojo de pelos empolvados, que nunca crecieron sobre su cabeza. Y si ahora nuestra escoba pretendiera entrar en escena, orgullosa de los laureles que nunca tuvo y toda cubierta de polvo —a pesar de barrer los más finos aposentos femeninos—, estaríamos en capacidad de ridiculizar y despreciar su vanidad. ¡Siendo como somos jueces parciales de nuestros propios méritos y de las faltas de los otros!
Quizá diréis: una escoba es el emblema de un árbol parado sobre la cabeza. Pero decidme: ¿qué es el hombre, sino una criatura trastornada: sus facultades animales perpetuamente encaramadas en las racionales, su cabeza en el lugar de sus talones, arrastrándose por el suelo? Y no obstante todas sus faltas, se empeña en ser un reformador universal y un rectificador de abusos, un enmendador de agravios; hurga en cada sucio rincón de la Naturaleza, sacando a la luz ocultas corrupciones y provocando una terrible polvareda donde no había ninguna, compartiendo todo el tiempo la misma podredumbre que pretendía limpiar. Sus últimos años trascurren en esclavitud a las mujeres —por lo general las menos dignas—, hasta que, gastado completamente, es echado a la calle o usado para encender llamas al calor de las cuales otros habrán de calentarse.
1701
*Traducido del inglés por Hernán D. Caro A. (abril 2005). Título del original: “A Meditation upon a Broom-Stick”. En: Jonathan Swift, Major Works (ed. A. Ross & D. Woolley). New York: Oxford U.P., 2003.** Swift se refiere a las Occasional Reflections upon Several Subjects (Reflexiones ocasionales acerca de varios temas) del químico y filósofo irlandés Robert Boyle, publicadas en 1655.
2.
Breve digresión*oLos ciegos opinan sobre los coloresVoltaire
Es sabido que en los comienzos de la fundación de Los Trescientos** todos eran iguales, y que las pequeñas disputas se resolvían por la opinión de la mayoría. Ellos distinguían perfectamente, con tan sólo tocarlas, una moneda de cuero de una de plata, y nunca nadie confundió un vino de Brie con uno de Borgoña. Su olfato era más fino que el de sus prójimos videntes. Todo lo inducían sin error a través de sus cuatro sentidos —es decir: conocían todo lo que les era permitido saber—, y vivían tranquilos y felices, como sólo uno de Los Trescientos podía vivir. Pero por desgracia a uno de sus catedráticos lo atacó la pretensión de poseer nociones claras sobre el sentido de la vista. Hizo que lo escucharan, intrigó, formó entusiastas y, en fin, fue nombrado jefe de la comunidad. Empezó, pues, a perorar soberanamente sobre los colores, y todo se echó a perder.
Este primer dictador de Los Trescientos creó, en primer lugar, un pequeño concejo, junto al cual se apoderó de todas las contribuciones de caridad. Ya no hubo, así, quien se atreviera a rebelarse. El dictador decidió que los trajes de Los Trescientos eran de color blanco. Los ciegos lo creyeron. Y entonces no cesaban de hablar de sus hermosos trajes blancos, aún cuando, de hecho, ninguno de los trajes era de ese color. Todo el mundo se burló de ellos, y en consecuencia fueron a presentar sus quejas al dictador, quien los recibió de muy mala manera. Los trató de novadores de doctrinas, de incrédulos, de rebeldes, susceptibles a la seducción por las opiniones falsas de los videntes. ¡Atreverse a dudar de la infalibilidad de su maestro! Dos bandos formó esta querella.
El dictador, buscando apaciguarlos, rindió un fallo según el cual los trajes eran rojos. Pero en Los Trescientos no había vestidos rojos. Se burlaron de ellos más que nunca. Nuevas quejas por parte de la comunidad. El dictador, entonces, entró en furor, los demás ciegos también. Hubo peleas durante largo tiempo, y la concordia fue restablecida sólo cuando se permitió a todos los Trescientos suspender el juicio sobre el color de sus trajes.
Un sordo, después de leer esta historieta, reconoció que los ciegos habían hecho mal en opinar acerca de los colores. Sin embargo, su dictamen era muy firme en cuanto a que sólo a los sordos les corresponde hablar de música.
1766
* Traducido del francés por Camilo Jiménez (abril de 2005). Título del original: “Petite digression”. En: Voltaire, Romans et contes (ed. F. Deloffre, J. Hellegouarc’h & J. van den Heuvel). París: Gallimard, 1979.** Los Trescientos, o más exactamente el Hospite Nationale des Quinze-Vingts, es el nombre del hospicio fundado por Luis IX —San Luis— en el año 1254, destinado al cuidado de trescientos ciegos. La construcción, situada en tiempos de Voltaire cerca a las Tullerías, en el corazón de París, tenía quince cuartos, cada uno de los cuales albergaba veinte camas, hecho por el cual el hospital recibió el nombre Quinze-Vingts.
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