Por Juan Duchesne-Winter
‘Equilibrio encimita del infierno’: Andrés Caicedo y la utopía del trance
Todo estaba innovado cuando aparecimos. No fue difícil, entonces, averiguar que nuestra misión era no retroceder por el camino hollado, jamás evitar un reto, que nuestra actividad, como la de las hormigas, llegara a minar cada uno de los cimientos de esta sociedad, hasta los cimientos que recién excavan los que hablan de construir una sociedad nueva sobre las ruinas que nosotros dejemos.[1]
—María del Carmen Huertas /Andrés Caicedo en ¡Qué viva la música!
Andrés Caicedo maquinó el delirio de sus escrituras enchufándose a tres flujos: el cine, la música y las hablas de su ciudad. Las hablas de Cali en que navegó su generación constituyeron el flujo principal, que arrastró consigo los residuos de una historia tan circunvolucionada como las calles de esa o cualquier ciudad mítica, equiparables a los túneles de un río soterrado o las tripas de una gran bestia del submundo. Su registro de residuos viene como un murmullo estridente o un sonido a penas amortiguado de furias, tropeles y trances que convocan fabulaciones y confabulaciones. A partir de ese torrente fue que Caicedo devoró los flujos culturales de la segunda modernidad periférica (la cultura de masas epitomizada en el cine y la música juvenil de la época) y metabolizó lo que podríamos llamar una contracorriente simbólica. Así, sin pagar nunca los aranceles de buenos propósitos y de corrección humanista que cierta institucionalidad a veces logra extraerle a gran parte de la grey literaria, Caicedo escribió páginas de un impacto político profundo y casi invisible. No sabemos cuántos captan esa señal sinuosa, pero no es muy difícil reconocerlos, acaso el brillo en la mirada y el temblor de la voz traicionan su complicidad cuando escuchan el nombre del portento.
Corrientes de hablas[2]
El estilo de Caicedo despunta en los monólogos desaforados de sus narradores que, no empece el tono obsesivo y a veces monotemático, arrastran consigo incontables voces, exponiendo estratos de resentimiento multitudinario. Las obsesiones caicedianas son siempre tan personales como colectivas:
Y había que ver lo que era, me decía Edgar con lágrimas en los ojos, ver a los muchachos superar en número a todo el mundo, acorralar a los empleados contra la pared y darles duro, tirarlos encima de los estantes cosméticos, productos Max Factor, Helena Rubinstein, Perlísima de Lantic. No dejar que tocara la sirena. Después fue que todos los empleaditos veían eso y no perdían tiempo, sobre todo las hembras, echarle mano a los zapatos, juguetes para sus niños, libros, camisas, balones, relojes, colores Prismacolor, vajillas, lámparas, alfombras, cortes, estéreos, cojan los vestidos que quieran peladas, discos, ¿cuánto era que cobraban por este libro?, ¿y por esta navaja? Y carpas, ollas, medias, correas, camas, sillas, pañuelos, estufas, neveras, pero afánenle que ya la gente está dando mucho detalle, era que ya estaba lleno, era que ya el pópulo se estaba viniendo desde el Centro, desde el Sur, que se vengan, que cascaran al del audífono, que les dieran, que escribieran Tropa Brava bien grande en las paredes pa que recuerden, pa que esta ciudad se acuerde de nosotros después de muertos...[3]
Este pasaje de El Atravesado narra un episodio del ataque espontáneo a Sears perpetrado por la Tropa Brava en lo que manifiestamente figura como una explosión de furia ante los códigos de consumo masivo excluyentes que establecieron cabeza de playa en Cali, y en otras ciudades latinoamericanas como Caracas, San Juan y La Habana (antes de 1959), durante la fase de masificación transnacional de los mercados, mayormente estadounidenses, correspondiente a 1950-1970. Si seguimos la pista provista por Sergio Ramírez Lamus al examinar los motines contra la vil mercancía, inmensamente mayores, aunque similares a este episodio de la ficción caicediana, ocurridos durante el Bogotazo de 1948, los cuales él compara al clásico potlach,[4] podemos aseverar que la multitud exhibe su trágica soberanía y superioridad en estos actos. Más que el robo o la apropiación de las mercancías de los almacenes asaltados, el móvil de la multitud es la anulación del objeto de lujo como mercancía misma, recurriendo a un derroche que no equivale a un mero acto de consumo. Así, demuestra su soberanía por encima del vil lucro material, en un acto de “pérdida” (i.e., perdición) irredimible que desafía la lógica de la acumulación capitalista.[5] En todo caso, el parqueadero de Sears adquiere un aura especial y actúa como un magneto imaginario en no pocos relatos de Caicedo. Es una especie de zona de desterritorialización[6] donde ciertos jóvenes caleños de los sesentas hacen parche,[7] es decir, ocupan rutinaria y precariamente el espacio “público” para escenificar sus rituales colectivos cotidianos. Solano, el más oscuro maldito de Angelitos empantanados, descubre en medio de ese parqueadero una zona de hoyo negro donde a la hora del crepúsculo, tras caminar en círculos hacia un centro indefinido, él logra desaparecer por varios instantes.[8] Allí también se lidian varios combates de las galladas,[9] referidos en más de un relato. María del Carmen Huerta, la protagonista y narradora de ¡Qué viva la música!, desde un plano temporal algo posterior a los demás relatos de Caicedo, acude al simbólico parqueadero y recuerda “el Centro a Go-Go” allí instalado “que fue delicia de mis 1960s”. En una de las competencias roqueras de baile celebradas en el lugar fue que “los de la barra del Águila” asesinaron a balazos a un jovencito bailarín. María del Carmen invoca su fantasma preguntándose si los demás también perciben esa presencia: “Pero no recuerdan tanto como yo. Se reúnen aquí con este sol para gozar del único espacio abierto que queda en el norte de Cali.” [10] Lo interesante es cómo la escritura de Caicedo metaboliza un sórdido parqueadero, un espacio que aplana todo signo tradicional de la topología urbana, un topos de la cultura de masas tan prosaico y abismalmente vacío (según lo dramatiza el ritual de desaparición de Solano), para incorporarlo al mito primigenio del deseo colectivo que precariamente consiguen articular las nuevas generaciones. Más interesante todavía es que el montaje de ese deseo colectivo (al que algunos llaman “identidad”) conecta con el género roquero, pues se trata de una forma cultural que ejemplifica como ninguna —si tomamos en cuenta su actual avatar, el pop blandotrónico que domina la audiosfera de nuestras ciudades latinoamericanas— el intercambio desigual entre centro y periferia que desde los 60 encuadra tanto a la cultura de masas como a la cultura popular (ya casi indistinguible de la primera). Parece contradictorio que una forma tan desterritorializante como el rock norteamericano sirviera de espacio de reconexión para nuevas transferencias de deseo de un sector inconforme o alienado de la población. Pero es precisamente la desconexión de estas formas la que posibilita el desplazamiento del deseo en nuevas direcciones, pues sus lenguajes radicalmente diferentes invitan a la descodificación que antecede una nueva codificación. El primer rock norteamericano, con su rebeldía primigenia inicialmente inadulterada, sirvió de hecho como una especie de parqueadero o tierra de nadie para que una generación dramatizara su deseo de traspasar nuevas fronteras y territorios emocionales y simbólicos. El parqueadero de Sears tan mencionado en los relatos de Caicedo ubica y focaliza, para un grupo de jovencitos representantes de una generación clasemediera, un tramo del trance de desterritorialización de los códigos dominantes del contexto caleño correspondientes a una cultura criolla autoritaria, de dominancia paisa, que pese su acting out nacionalista, no pasa, aun hoy, de expresar un programa muy precario de modernidad dependiente que jerarquiza y excluye clases y etnias en nombre de lo nacional.[11] Por ese tramo de trance pasa el deseo de los personajes caicedianos, valiéndose del innegable empuje contracultural del movimiento roquero de los 60, para hacer su contratransferencia de deseo frente a los códigos dominantes locales y montar sus propios flujos.
La proeza de Caicedo consiste en jamás traicionar ese deseo, ya sea con moralizaciones humanistas o concesiones mercantiles, ni siquiera mientras atraviesa el lado oscuro de ese deseo, (Artaud diría que “la sombra”) cuando le toca hacer “equilibrio encimita del infierno”,[12] como dice María del Carmen durante el atroz episodio que culmina su periplo orgiástico por el rock y la salsa. En cierto modo la escritura de Caicedo atraviesa el hoyo negro de la incipiente cultura global de masas de la misma forma en que Solano atraviesa la zona oscura del parqueadero de Sears, o como el narrador de El atravesado recorre exitosamente “El Túnel de la Araña Infernal” al desplazarse precisamente debajo de las obras desarrollistas de los VI Juegos Panamericanos con los que la burguesía criolla local pretendió coronar la modernidad dependiente a principios de la década del 70.[13] La intensidad afirmativa de la descarga caicediana nunca niega la cultura de masas, en el sentido moralista y autoritario de tantas otras reprensiones contra cualquier multitud que pareciera “hacer escándalo” al disfrutar “la penetración cultural imperialista”. Caicedo afirma el goce por encima de sus supuestas “alienaciones”. Y ese impulso afirmativo es lo que le permite a Caicedo revertir dentro de su obra el apabullante flujo desigual de símbolos culturales existente entre el mercado global y un país “periferal” como Colombia, generando una oferta simbólica auténticamente deseante y fundadora. No exige demasiada perspicacia ver en su actitud una convergencia quizás espontánea con el conocido canibalismo cultural de Oswald de Andrade, quien en su Manifiesto Antropófago de 1928 dicta: “Antropofagia. Absorción del enemigo sacro. Para transformarlo en tótem.”[14] La consigna caníbal de Andrade invitaba a desplegar una cultura americana fundada precisamente sobre el consumo voraz, irreverente, insubordinado y en esa misma medida, creativo, de una producción cultural euronorteamericana cuya masividad y dominancia mercantil reconocía como simplemente incontestable desde el punto de vista de la producción material. Andrade planteaba un consumo radical que absorbería el dominio productivo euronorteamericano dentro de un metabolismo creativo que revertiría la desigualdad del intercambio en el plano simbólico. Proponía expropiar al “enemigo” mediante el consumo radical de una producción con la cual no podía rivalizar en el terreno convencional de la “productividad” material, transmutando esa expropiación del otro en un lenguaje simbólico propio. El consumo caníbal, como consumo radical, se convierte así, en otra forma de producir, saltando las desigualdades de la productividad material, mediante procedimientos simbólicos de destrucción y reconstrucción de lo consumido. Esa depredación caníbal, empeñada en asumir, afirmar y valorar la supuesta impertinencia, anacronismo o salvajismo del mundo americano con respecto al logos occidental, dispuesta a asumirse tal cual ella se encarna en el propio cuerpo americano, redundaría en una creatividad primigenia librada de las taras del colonialismo. La reversión del consumo mediante la extracción y mezcla de los códigos devorados, devuelve ese consumo como proceso creativo que, al menos en el plano simbólico, cancela el intercambio desigual. La alternativa deja de ser to be or not to be, según la plantea la dialéctica de la identidad, para convertirse, como dice Oswald de Andrade en su estilo patafísico, en “tupí or not tupí”, es decir, comerse a los “occidentales” como lo hacían los tupíes del Brasil, o no comérselos.
La comparación con Andrade se enriquece si tomamos en cuenta el recurrente motivo del canibalismo en la obra de Caicedo, muy vinculado a su insaciable consumo del cine norteamericano. Lo que Laera y Aguilar refieren con respecto a Andrade, que el signo del artista latinoamericano “se define no tanto por lo que produce, sino por lo que consume, por su capacidad de digerir e incorporar discursos heterogéneos”, resume también la práctica de Caicedo. Se podría objetar que mientras Andrade remitía a un trasfondo indígena primigenio, Caicedo sólo acude a la mitología fragmentaria de los medios de masas. Pero precisamente el estado fragmentario, residual, parcial y casi ahistórico del acervo mediático en la memoria popular da cuenta del desafío aún mayor correspondiente a Caicedo, quien osa convertir el legado massmediático en una especie de mitología primordial, arrancada de su tiempo lineal para habitar un plano más real que la realidad cotidiana, como demuestra su escritura sobre el cine. Además, si algún sector de la cultura urbana de masas coincide en su lugar estructural y existencial con los antiguos indígenas enfrentados al embate colonizador, lo son esas poblaciones caras a Caicedo: los jóvenes de las gangas, los parches y las galladas, y otras poblaciones marginales de la ciudad, quienes constituyen para el nuevo poder seguritario los nativos (y por ende “salvajes”) de la calle posmoderna.[15] El tribalismo emergente de las sociedades contemporáneas es un lugar común en el mejor sentido de la palabra. Tanto así que el elocuente libro Las tribus urbanas de Michel Maffesoli[16] fue recibido por cientos de lectores como un déjà vu, como el recuerdo de una verdad ya largamente intuida por todos. Pero lo importante es el lugar subalterno que casi naturalmente ocupan estas nuevas tribus en el amplio marco social, cual lo captó Caicedo.
No es la historia sino los asaltos a la historia realizados por las multitudes lo que vibra en las hablas incorporadas a la descarga de Caicedo. El deseo de los personajes de sus relatos es siempre tribal, colectivo, y su derrotero sinuoso comienza en el sector Norte de Cali, enclave de la élite criolla blanca en la época, para desembocar ineluctablemente en el Sur o Sureste que congregaba a la mayoría de los barrios populares. El Sur o Sureste de Caicedo es una zona límite de heterogeneidad, de exposición y desposesión máxima para estos personajes. No es tanto el lugar de un “sujeto oprimido” en el sentido en que tal interpelación, por demás paternalista, puede prestarse a las instrumentaciones de la racionalidad bienpensante. Es el Sur que la gallada de la Tropa Brava trae a Sears en el episodio citado, cuando ésta escenifica con el ataque y saqueo de la primera tienda de departamentos de la época un evento que hoy podríamos concebir como performance anti-consumista. El narrador de El atravesado disfruta, más exactamente se goza ese gesto de rebeldía de la multitud enfurecida contra los espejismos de la nueva sociedad del consumo que seducen y excluyen a esa misma multitud. Y mezcla este gozo con el que le provocan las películas estadounidenses de James Dean y otras similares del género de las pandillas. A este narrador no le concierne en su preciso trance de gozo la oposición identitaria nacional/extranjero que marcaría a su cine preferido, pues su deseo en esa instancia no responde a una dialéctica de la identidad, no lo interpela lo que Múnera ha descrito como una nación tallada a la medida de la élite criolla, a fuerza de guerras incesantes contra los marginados.[17] Igual no les importa esta interpelación nacional a los demás roqueritos y adictos al cine estadounidense que deambulan por la obra de Caicedo. El montaje de deseo prevalece sobre el código nacional propio de la élite. La galllada del Sur invade y saquea el Norte, imitando las pandillas del cine norteamericano, buscando codificar nuevos territorios del deseo de factura altamente simbólica y des-jerarquizada. Sólo al pasar por tal desjerarquización de las estratificaciones modernas, es que algunas pulsiones de identidad coincidentes con lo étnico o lo nacional entran en composición libre con el deseo de estos personajes. Cosa que se comprueba en el giro de 180° hacia la salsa que experimenta el gusto de María del Carmen Huertas en ¡Qué viva la música!, cuando a mitad de novela, la rubia roquerilla del Norte burgués, sin mediar un nanosegundo de transición, súbitamente siente que le apesta un rock que percibe como ajeno a su lengua española. Pero es necesario acotar que si bien María del Carmen le opone la recién descubierta salsa al rock que de pronto se le antoja extranjerizante, no por eso afilia el género salsero a lo nacional en sentido estricto y aún le contrapone la salsa al conservadurismo nacionalista si se toma en cuenta el lugar rival y hegemónico que Caicedo le atribuye a la tradicional música paisa. La protagonista de ¡Qué viva la música!, María del Carmen, opone la impronta pan-latina, transnacional, de la salsa, a los ritmos propiamente regionales y nacionales todavía privilegiados en el Norte. Esto se expresa en la fiesta de Amanda Pinzón, su prima, celebrada “en puro Nortecito”,[18] donde la rubia ex-roquera y ahora salsera realiza un performance contracultural al atreverse a pronunciar letras afrocaribeñas de salsa y marcar sus ritmos conspicuamente para interrumpir lo que llama “el reaccionario sonido paisa” ante el cual bailan sus amigos clasemedieros, consiguiendo sólo que la expulsen del lugar los guardias y criadas de su prima.[19] Es una escena de la novela entre tantas que confirman la propensión del personaje caicediano hacia identidades étnicas mayormente lábiles y heterogéneas como lo es la marca “latina” de la salsa, tan propincua a la experiencia de la migración hispano-caribeña a Estados Unidos, y difícilmente ajustable al nacionalismo convencional de la élite criolla colombiana en esa época. El avatar roquero de la protagonista de la única novela completa de Caicedo, y sin duda su obra culminante, se acota entonces como un trance descodificador que desemboca en la afirmación dionisiaca y ampliamente pan-latina de la salsa. Una devoración lleva a otra, abriendo horizontes de renacimiento simbólico en un espacio social e histórico estriado por jerarquías y exclusiones que no se circunscriben a las dicotomías eje-periferia o global-nacional y donde las oposiciones entre lo interno y lo externo, lo propio y lo otro se desplazan y difuminan.
A una década de publicado el grueso de la obra de Andrés Caicedo, diez años después que él se zampara la célebre sobredosis de Seconal, situamos hacia la década del 80 hablas caleñas que parecen continuar la deriva “sureña” y multitudinaria de sus personajes. Estas insinúan cierta sinuosa continuidad con el antinomismo tribal de las galladas, los parches y los hedonistas roqueros de Caicedo. Si bien en los 80 el escenario está más ligado a las insurgencias convencionales de la política que a las conmociones profundas propias de la contracultura, la furia, el tropel y el trance gozoso sí son sospechosamente similares y el hado sigue siendo trágico. Los primeros años 70, a los que corresponde el auge creativo de Caicedo, presenciaron el final de la aceleración modernizante de Cali iniciada en los 50 y culminada a mediados de los 60. A partir de los 70 cesó y más bien involucionó el auge industrial y comercial vinculado a la tecnificación de la industria azucarera y al predominio del tándem Cali-Buenaventura como eje distributivo y portuario de Colombia. Siguió un período de contracción socio-económica acompañado de marginaciones y desplazamientos de los grandes sectores poblacionales que habían emigrado a la ciudad durante la fase expansiva.[20] A finales de los 60, una corriente de hablas multitudinarias ya fluía en lugares muy distantes del viejo Norte caicediano, que si bien dispone sus trazos en la propia obra del ángel caleño, se ramifica más allá de ésta. Esta corriente culminó diez años después de publicada ¡Qué viva la música! Las hablas que aquí nos llaman la atención no se recrean en la literatura canónicamente entendida, pero sí se inscriben en textos que pueden ser tan escriturales y tan sugerentes como los que solemos consumir en clave literaria. Narra un personaje testimonial a quien cito con prolijidad:
...y entonces llegó el tropel
En el colegio hice mis primeros pinitos en el trabajo tropelero. Eso de la política y de la revuelta es un trabajo más duro que cualquiera y muy ingrato. Aunque hoy está muy desprestigiado, por lo menos en aquellos años la cosa tenía cierta importancia. Mis primeros tropeles fueron, más o menos, hacia el año 1969 con el alza en el transporte. Esa fue la época dura que siempre recuerdo. Ahí me metí a hacer bulto y a sentirme importante en las asonadas de la universidad del Valle, en las pedreas... la muerte de Edgar Mejía Vargas.
En ese tiempo estaba haciendo el cuarto de bachillerato. Me vinculé al Comité de Bienestar Estudiantil en el colegio y salíamos a las calles con los del Santa Librada, el Inem, y llegábamos hasta la universidad. Cuando se vinieron las luchas, eso me costo separarme de la familia porque ellos no entendían en lo que yo andaba y no lo aceptaron. En una de esas pedreas me siguió la policía y me agarraron. Además había salido en una foto en el periódico, en todo el frente de Santa Librada, y eso fue aterrador para mi familia: decidieron echarme de la casa.
[...]
En Riopaila, durante la huelga, tuve los primeros pinitos con armas. Pero fue en calidad de defensa, por si las moscas, por si nos venían a dar, para defender a los cambuches. Eran escopetas de ésas de tacar con pólvora y que se le echaban balines y toda esa vaina. Allí estaban todos los grupos políticos. El trabajo fue de mucha unidad y mística. Eso fue memorable para la vida de toda esa generación. Había gente de todas partes de Colombia e incluso gente de Nicaragua que se vinieron a vivir. Esa huelga fue como una fiesta donde había muchos invitados y una fiesta larga como de dos meses o más, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que nunca llegué a disparar un arma.[21]
El relato de este personaje testimonial se extiende y culmina hacia 1984 y 1986 período en que se establece la comuna libre de Siloé en el sur de Cali. La poco estudiada comuna de Siloé constituyó un espacio urbano antinómico que estas hablas, deslindadas de las instrumentaciones propias del estado o de las organizaciones beligerantes aspirantes a ser estado, articulan más que nada como trance gozoso, sin evadir la tragedia que todo gozo eventualmente comporta:
Fue una experiencia muy hermosa porque la policía no volvió a subir, nunca lo volvieron a hacer; al menos los uniformados no lo hacían, y cuando lo hacían era masivamente, a hostigar. La población comenzó a llevar todos sus problemas a La Estrella: que robaron a mi hija, que esta señora me hizo escándalo por mi esposo, que la humedad, que el agua me llega al patio, o sea, todos los conflictos caseros, domésticos, cotidianos de la gente, llegaban allá, a los campamentos, a las milicias. Entonces fue cuando nosotros asumimos una actitud de respaldo a la comunidad. Siloé fue un lugar independiente. Era algo muy hermoso, era como una pequeña república independiente. A Siloé llegaron muchos compañeros de la OLP enviados por Arafat a ver cómo era la vivencia de la gente, vinieron de Australia, periodistas europeos. La vida cambió porque la gente comenzó a sentirse tranquila.[22]
Es un habla donde se conecta el deseo a la articulación de colectividades tropeleras de corte difusamente tribal y comunal. Si la deslindamos del discurso político convencional en que usualmente se inscribe este tipo de expresión, guarda mucho en común con las hablas recogidas en los relatos de Caicedo, más de lo que surge a primera vista. Pues participa de un mismo rumor:
Eran tiempos muy distintos a éstos. Cuando estrenaron Al compás del reloj, con Billy Haley y sus Cometas, y que fue tanta gallada al teatro, que era que estaban todas las que existían: los Rojos, los Humos en los Ojos, los Aguilas Negras, los Fosas en el Péndulo, los Anclas, y sobre todo nosotros, y todos con uniformes confeccionados por la mamá del Jirafa [...] era cuando las cosas se empezaban a poner calientes con todo el cine que uno veía, bueno y malo, pero tanto cine, cuando se redactaban estatutos y todo eso. Y que lo primero tenaz que hubo fue cuando la Tropa Brava se dio con los Black Stars, una gallada nueva y tiesa, pa ver quien se quedaba con el parque de la 26, y que el Jirafa dejó medio muerto a un mancito alzado que como que era el subjefe de los Black Stars, y el que concretó la pelea...[23]
Es el rumor de flujos deseantes colectivos aglutinados, alianzas celebratorias de un simple estar en común, en la armonía y en el conflicto, regulados ambos por intercambios simbólicos espontáneos, antes que por axiomas contractuales o derechos, en el sentido moderno. En ello radica el carácter contracultural de estas hablas que inundan la escritura de Caicedo y ante las cuales el drama íntimo conducente a la devoración de 90 pastillas de Seconal que tanto llama la atención sobre su obra es un epifenómeno argumental, una coronación sacrificial que, valga la redundancia, sacraliza el escenario. Propongamos sin más que existen corrientes en la obra de Caicedo que conducen a Siloé y viceversa, como en un delta fluvial sin desembocadura precisa, pues ni el fanatismo de Siloé ni el fan-cismo jipitrónico son necesariamente los mares a donde van a dar los ríos que son el vivir, ni dejan de serlo. Lo que sí comparten es una probable cartografía contracultural, más básica que la discursividad política de superficie a la que tanto nos acostumbró el siglo veinte.
On the road... a pie
Siempre salía a recorrer las calles después del desayuno, a recorrerlas sin propósito...
— ¡Qué viva la música!
Pero a él le gustaba salvar las calles con mucha calma, Angelita las llamaba ríos.
—Angelitos empantanados
Caminatas, excursiones, incursiones, irrupciones, expulsiones. Muchos personajes de Caicedo se empecinan en desplazarse sin cesar, una y otra vez, por los parajes urbanos que alimentan su obsesión. Van y vienen y vienen y van: “De arriba abajo de izquierda derecha” —así reza el título de uno de los relatos más obsesivos al respecto. A veces descubren que la manera más rápida de repetir una travesía es ocupar un punto del trecho con terca morosidad —hacer parche. Mas siempre persiguen fronteras sin horizonte. Las atraviesan a pie o en autobus porque sólo contadas veces cuentan con carro propio, a diferencia de los antihéroes de On the road, de Jack Kerouac,[24] biblia de la contracultura beatnik muy afin a la estructura sentimental de los manes caicedianos. Yo inundaría estas páginas de citas y alusiones a la importancia del desplazamiento, de la deriva o la travesía en la contracultura nihilista euronorteamericana, según la registra el genial ensayo de Greil Marcus, Trazos de Carmín, desde los blues estadounidenses hasta el situacionismo francés y el punk británico.[25] De hecho, algo bastante situacionista parecen traerse los manes y las peladas caicedianos cuando surcan las calles muy predispuestos a provocar y a provocarse escándalos y verdaderas situaciones de epifanía trágica o gozosa. Pero son situaciones a veces más jodidas e imperdonables que las que jamás se le ocurrirían a los proto-jipis sarcásticos de Guy Debord.[26] Éstos arrastran una sombra densa de resentimiento, miedo e impotencia. Nos recuerdan a veces el excesivo entusiasmo de los excursionistas de Dionisos. El protagonista de El atravesado cuenta como se cruza con los pasos de la Tropa Brava y se contagia con su sombra:
A Edgar Piedrahíta lo conocí una tarde por San Fernando. Yo pasaba por el parque de la 26, y allí estaba la Tropa Brava. Yo ya sabía que existían, pero nunca los había visto en la vida real. En ese tiempo eran como 50, después serían más, cuando dieron Rebelde sin causa. Se reunían como de dos de la tarde a bataniar gente, no le perdonaban a nadie, no importa que uno no les hiciera mala cara, que uno siquiera los mirara, devolvete, ay como camina la niña, y el hombre mirando nomás y viendo semejante gallada qué iba a decir nada, ¿no te vas a devolver o qué? De vez en cuando lo alcanzaban, lo cogían, lo traían, por qué era que no te devolvías, ¿te daba miedo? Lo peor que le podía pasar a uno era pasar por allí con su pelada, mamita para donde vas con ese tonto, qué, te vas a cabriar o qué. Después cualquier vulgaridad, y ella pensaba: a mí por qué me humillan. Hubo algunos que se devolvieron, pero después la pelada lo tenía que recoger del suelo, pa que se meta con nosotros, dígale pelada que con la Tropa Brava sí nadie se mete, pa que aprenda.[27]
Ahora bien, este atravesado habla sobre sus travesías y sobre otras hablas que se le atraviesan en la memoria y en la garganta. Le deja saber al interlocutor silencioso de su largo monólogo, “ahora que le cuento parte de la historia de mi vida”,[28] que su cuento viene como secuela de tropelías ignominiosas. Hay, como siempre que existe resentimiento, un pasado que no acaba de pasar de una vez, que siempre está sucediendo y dando suceso a lo mismo, según la inquieta deriva de sus sujetos por el mapa de su obsesión. Cuenta que su madre le cuenta...
Esas vacaciones las pasé con mi mamá. Cuando ella me estaba hablando desde su mecedora yo le contestaba bonito, quería que me contara cosas de cuando estaba más pelado y tal, que me contara recuerdos de fincas, de la finca que le robó mi tío Gonzalo Zambrano Ríos a mi papá, de como lo dejaron en la olla y lo demás. Pero no sólo cosas tristes, también cuentos de fincas no peliadas, paseos en los que los niños jugaban. [29]
Las alusiones a “recuerdos de fincas”, en especial a las fincas sí “peliadas” se reiteran en otros relatos de Caicedo. Son lacónicas, pero tácticamente predispuestas en el relato para activar el inmenso archivo de recuerdos de fincas peleadas que se registra en las hablas colombianas al calor de una economía rural, y también urbana, de expropiación permanente. Me permito incurrir en la obviedad de vincular este proceso continuo de expropiación (que en términos marxistas se concebiría como un caso extrañamente prolongado de acumulación primitiva del Capital) a esa “revolución permanente” y a esa violencia que alimenta, no sólo en Colombia, sino en el planeta, una especie de economía social maldita, donde la destrucción es un modo de acumulación. Al avatar colombiano, particularmente reconcentrado, de este proceso, se refiere el habla testimonial ya citada que se pronuncia diez años después, que pudieran ser cien antes:
Recuerdo el día que viajamos, nos sacaron en un camión como a las doce de la noche y llegamos a un sitio con papá, mamá y mis hermanos. [...] Caminamos como seis horas y llegamos a la finca como a las ocho de la mañana. Pero al llegar a ese sitio, en Puente Rojo, nos tocó meternos debajo de un puente porque venían los “chulavitas” trayendo una cantidad de gente. ¡Los mataron encima de nosotros! A la gente la traían arrastrada, amarrada, la mataban así encima del puente y después los arrojaban al río. [...] Es una imagen que se me quedó grabada por vida y que nunca se me olvida. Hasta en sueños se me aparece. A una señora que mataron, el vestido se le enredó en unos tubos que salían del puente y quedó colgando. El cuerpo se mecía en la penumbra y mi hermana, que tenía como doce años, decía pasitico que estaba lloviendo y olía a sangre.[30]
Parece no mediar transición alguna cuando desplazamos la lectura de este testimonio a un relato de Caicedo donde el narrador rememora a su “papá Patricio” mientras deja correr el deseo hacia Patricialinda. La redundancia semántica es desbordante: un “papá” que es “patricio” y dueño de finca, recordado mientras se persigue el deseo de una noviecita llamada Patricialinda. Esta saturación onomástica remacha los bordes infranqueables de un deseo clausurado hasta el delirio dentro de una ideología, obviamente... patriarcal. La obviedad es irónica y sarcástica. El texto se entrega a los meandros de una divagación algo faulkneriana[31] donde a veces parece que Patricialinda es hija de papá Patricio o que ella es objeto del deseo de este padre ancestral del narrador (¿un abuelo?) más que del deseo del narrador mismo o que el narrador la desea sólo a través del deseo de ese padre totémico, a quien asigna un rol determinante en la historia de la Violencia[32] en Colombia, atribuyéndole complicidad en el asesinato de Gaitán. El narrador le refiere estas hablas a alguien a quien interpela diciéndole “mano”...
Papá Patricio, riquísimo azucarero vallecaucano fue uno de los seis que gestionó y organizó la muerte de Gaitán. Esto ya lo sabe todo el mundo en mi familia y nadie lo oculta nunca, mano, es tema de reuniones y paseos en la finca, tienen hasta un trabalenguas con la ge de Gaitán, si era que en la finca estaba papá Patricio el día que mataron a Gaitán. Dicen que apenas le dieron la noticia, mano, papá Patricio enmudeció, mordió unos de esos tabacos que traían de la Habana y se levantó de la silla de mimbre a contemplar el atardecer. [...] Dicen que por acá nadie alcanzó a armar escándalo por el aguacero que cayó [...]. En Bogotá sí, allá sí que hubo cosas, como no, con esa mierdita de lluvia que cae en Bogotá. Despedazaron entonces a Juan Roa Sierra, el que mató a Gaitán. Papá Patricio se había entrevistado varias veces con Juan. Hizo viajes a Bogotá y siempre volvía al Valle con las piernas adoloridas, renegando de esa ciudad de mierda.[33]
Es una divagación algo megalómana que se aproxima más a la estructura del delirio que a la rememoración histórica y familiar, si entendemos el delirio en el modo deleuziano, como discurso fantasioso que conecta el deseo a procesos colectivos e íconos de poder, descodificando estos últimos mediante condensaciones y desplazamientos.[34] Otro ícono de este delirio es el Sears tan presente en las anécdotas caicedianas:
Todas las hembras chéveres que he conocido viven por Sears, hasta hace poquitico no era sino pasar por allí y tráquete, se me paraba. Ahora no. Ahora ya no se puede andar por allí fresco, ahora que han puesto tanto policía. Qué vaina, mano, no es que uno haga nada malo, sólo que no puedo con tanto policía, me jodieron rodeando a Sears de policías, yo hasta hace poquito salía del colegio por las tardes y me iba por Sears a recorrer las calles, a recordar, a que se me parara. Ahora no se puede. Y qué tal que se metieran con uno, qué tal, como con la gente del Sur que son pobres y no es sino verlos y saber que son del Sur y entonces pararlos y pedirles papeles y encanarlos por ahí derecho. [...] Yo ya no puedo pasar por Sears, ni siquiera por donde vive Patricialinda, que queda como a las seis cuadras. Hasta allá llega la policía. ¿Será que quieren poner alguna bomba en Sears? ¿Será por tanto gringo que hay en Sears? Yo no entiendo de esas cosas, mi papá sí, mi papá dice que la culpa de todo la tuvo Gaitán [...] Seguro por eso fue que papá Patricio tuvo que matarlo. [...] Pobre papá Patricio. Si yo hubiera sido mi papá, ¿hubiera hecho lo mismo con los liberales que mataron a papá Patricio? ¿Los hubiera buscado junto a mi tío Argentino y tío Pedro Pablo durante cinco años y medio por toda Colombia con en película del oeste? Como en Los depravados...[35]
Esta yuxtaposición Sears-Gaitán, independientemente de la lógica narrativa que la empalma, apunta al flujo de hablas entre el bogotazo y el motín caicediano de Sears que antes referimos.[36] En las líneas que le siguen a este segmento el monólogo mezcla el cine pandillero de Hollywood, el asesinato de los héroes de las galladas, como Floresnegras, a manos de la policía, las amenazas de su padre (finalmente cumplidas) con desterrarlo a una finca remota, Drácula, el dolor (“un cucarrón en el pecho”) por el abandono de Patricialinda, el deseo de poseer armas, las fiestecitas juveniles donde las demás chicas lo rechazan, el portero que finalmente se cansa y le impide entrar a ver la película Rebeldes sin causa por enésima vez —todo se mezcla en un discurso delirante sobre el cual se suspende el fantasma de papá Patricio y su auspicio oligárquico de la Violencia: “Así qué va a poder vivir uno, —concluye el narrador— apuesto a que esto nunca le pasó a mi papá, que él más bien tenía que estar persiguiendo a los liberales que volvieron mierda a papá Patricio en vez de uno que tiene que levantarse todos los días con un cucarrón de angustia aquí en el pecho...”[37] De hecho, el narrador nunca sabe a ciencia cierta si ese dolor se lo causa el desprecio de Patricialinda o la pesadilla recurrente con el papá Patricio:
Como ahora que me despierto y lo siento. Todas las mañanas, mano, no importa que no sea día de colegio, todas las mañanas. ¿Tal vez por haber soñado toda la noche con papá Patricio? Papá Patricio que se parece al jinete sin cabeza, la película esa de Disneylandia que dieron un domingo, negro sobre un caballo blanco y sin cabeza [...] Que sea cualquier cosa con tal de que nadie se dé cuenta que estoy con miedo, mano.”[38]
El propio gozo del cine, el ensueño con Patricialinda, la admiración por los héroes de la gallada, todo se encierra en un cerco inescapable de resentimiento, miedo y horror cuyo recuento inicia con la mención del asesinato de Gaitán y las violencias consecuentes. La presencia de Sears en el monólogo es un recordatorio de la precariedad dependiente y neocolonial de la oligarquía personificada por papá Patricio, ya descabezada como el jinete fantasma de este patriarca familiar, y sustituida por agenciamientos impersonales del orden global, si lo leemos desde nuestro tiempo. Es interesante apreciar cómo el protagonista teme acercarse a Sears, en cierta manera compartiendo el miedo de los pobres del Sur a ser identificados y reprimidos por la policía. No deja de ser notorio que si bien muchos de estos protagonistas caicedianos provienen del Norte, su identidad clasemediera resulta ambigua, pues padecen cierta marginación dentro de su grupo social, producto de un inconformismo emocional y cultural que los induce a desclasarse. Una escena reiterada en tantos relatos de Caicedo es la del jovencito o jovencita marginado o echado de una fiesta, escarnecido y despreciado por su grupo. La humillación de clase, casi siempre relacionada con la infatuación por una chica inalcanzable, se reitera relato tras relato. De hecho, las “hembras chéveres” que viven por Sears son inalcanzables porque el protagonista teme aproximarse a los predios de Sears, enclave del consumo clasemediero, debido a que la zona es vigilada por los policías y teme que lo repriman como hacen con los pobres del Sur, presumiblemente al confundirlo con éstos. Los personajes principales deambulan por los márgenes de la clase, más veces por rebeldía que por carencia de marcadores sociales específicos, si bien en algunos casos, como el del Atravesado, se enfatiza la usurpación de tierras que ha victimizado a su familia, empobreciéndola. Cuando asiste a la fiesta de cumpleaños de su prima María del Mar, precisamente la hija del mismo tío que le robó las tierras a su padre durante la Violencia, el Atravesado no puede evitar observar con sarcasmo la facha clasemediera del grupo social al cual a duras penas pertenece en calidad de “primo pobre”:
Entonces ring, el timbre de la puerta. María del Mar que lo oye y que da uno, dos brinquitos de felicidad y corre hasta la puerta y tas, la abre, y entra qué gallada de mancitos, que qué hubo, que si ya llegó la orquesta, que cómo estás de linda María del Mar, felicitaciones [...] todos de pelitos lisos y sonrisas de dientes parejitos, todos bronceados por el sol, todos gente linda, que qué hubo que no llega la orquesta [y líneas más adelante:] Esa manera de decir las cosas que todo les sale bien, digan lo que digan la gente se les ríe, y se ven lindos...[39]
El protagonista asume una pose hosca durante la fiesta, entregado a ensoñaciones algo violentas, pero románticas sobre el rol tipo James Dean que imagina desempeñar allí, sintiéndose “más solo pero más puro que ninguno”. Eventualmente el novio de María del Mar le pega cuando arma una bronca a propósito de bailar con la prima. Sale humillado sin que nadie lo despida: “Cuando iba saliendo una voz de gringa que decía quién era ése, y medio paso más adelante la voz de ella [la prima] que decía un primo pobre que yo tengo.”[40]
El Atravesado sale otra vez humillado y ofendido a deambular por las calles, On the road, pero a pie. Lo persiguen las mismas hablas de las que rinde cuenta en su monólogo, hablas múltiples, indiferentes, complices o enemigas. A las calles siempre retornan estos personajes, solitarios aún cuando van acompañados, calles que ellos saben inundar con torrentes de músicas, palabras e imágenes tomadas del cine, la literatura y la rumba, torrentes en los cuales flota, zozobra y se arrastra su deseo, siempre colectivo en la soledad. Así arman un mapa imaginario de la ciudad realmente insustituible. Cali es una gran ciudad regional como tantas otras, excepto, quizás, por la luminosidad espectral, un tanto insólita, que le presta el sol inclemente a su valle de azúcar. Pero Caicedo le ha regalado un mito a Cali, un mito con especial potencia, que concentra una fuerza y un magnetismo inigualables, por corresponder al enigma de un único autor cuya centralidad radica sólo en los lectores selectos que lo profesan, a diferencia de capitales como Buenos Aires o México, donde los mitos se reparten por el panteón de una literatura centrada en la capital y la nación.
Quiasmo proxémico
En el relato “De arriba abajo de izquierda derecha” Miriam y Mauricio realizan una caminata onírica de corte buñuelesco, en persecución del objeto inalcanzable del deseo. No se deciden entre irrumpir en una fiesta de las muchas que se celebran esa noche en Cali o hacer el amor en el primer lugar íntimo que aparezca o hacer el amor en una fiesta. El caso es que Miriam anda enyerbatada con una nota eufórica y un vestido escandaloso con un gran círculo abierto sobre el pecho. Ese mismo círculo traza los recorridos repetitivos de la pareja por todo el Norte de Cali recibiendo portazos y expulsiones en cada casa a la que arriban, o sufriendo que los transeúntes escandalizados interrumpan sus desesperados intentos de hacer el amor en cualquier rincón oscuro de la calle o de los parques. El lector sólo puede presumir que la actitud escandalosa de los amantes es lo que provoca tan unánime rechazo de los habitantes de la ciudad. Narra Mauricio, repitiéndole a ese interlocutor silencioso a quien se dirigen todos los personajes de Caicedo: “¿No te dije ya que era como en las películas?”. Es como si el man y la pelada estuvieran atrapados dentro de una película erótica que nadie quiere ver y cuyo rollo de film nunca se va a desenrollar, repitiéndose como si fuera una cinta moebius. Esta doble sensación de quedar encerrado pero expuesto, atrapado en un círculo pero lanzado a la intemperie sin refugio... tal sensación sólo puede corresponder al pánico del laberinto. El movimiento obsesivo de este relato traza el método caicediano, que coincide con la raiz griega de la palabra “método”: “camino a seguir”, que para Caicedo consiste en recorrer las encrucijadas del deseo sin detenerse. Así, el método o poética caicediana consiste en entrar saliendo y salir entrando en todas direcciones: de arriba abajo de izquierda derecha, como dice el título del relato. Este método caracteriza al propio estilo, lo observamos, por ejemplo cuando la tercera persona gramatical se invagina como primera y viceversa en una cantidad de episodios narrativos, tornándose incluso a veces en una segunda persona gramatical. La primera persona suele corresponder a un tono subjetivo y la tercera a un foco objetivo, pero dichas correspondencia se cruzan dadas las continuas reversiones, como muestra este pasaje de “Abajo arriba derecha izquierda”:
Siguieron caminando, cogidos de la mano, y en cada esquina paraban para besarse nuevamente, y en una de ésas mientras recordábamos a los galanes encorbatados yo armé el cachirifo y metimos la yerba de un tirón, y en todas esas llegaron al parque y se pusieron a calcular con pasos bien largos la mitad del parque para besarse allí con calma, sin apresuramientos, calculando hasta el último detalle, acomodando los cuerpos con lentitud, haciendo girar uno en torno al otro sin despegarse y ahora te voy a decir esto...[41]
Los tres embragues de persona gramatical aplicados en este breve pasaje se refieren a los únicos dos personajes presentes en el mismo, si bien se produce un curioso efecto de multiplicación que desestabiliza la identidad de los sujetos en un discurso que entra y sale del sujeto gramatical sin la menor consideración.
Este movimiento quiasmático parece operar a todos los niveles. En otros tantos relatos los personajes acuden a cada fiesta tramando la forma de salir de ella, armando situaciones insostenibles, subvirtiendo las convenciones clasistas de la gregariedad. El Atravesado, María del Carmen, Miriam, Angelita, irrumpen en fiestas de donde los expulsan, convirtiendo el escándalo en una forma paradójica del encuentro social: buscar al grupo para rechazar al grupo se convierte en un rasgo permanente de conducta, en hábito vital. María del Carmen Huertas, en ¡Qué viva la Música!, se precia de contar “con arma tan revolucionaria como el escándalo”.[42] Dícese de Angelita, por ejemplo, que “...comenzó a hacer escándalo en las fiestas, hasta que ya no la invitaban nunca, y si entraba la sacaban a la fuerza. Al final la insultaban donde la veían”.[43] Así entran en los grupos de amigos, en las “galladas” y en la sociedad en general, buscando la ruptura. Acuden a la escuela para estudiar la fuga de sus códigos pedagógicos. Solano entra al parqueadero de Sears y sale por el hoyo negro de su centro. Él mismo asiste al quinceañeros de Angelita para encerrarse en un inodoro desde donde percibe la esencia del espectáculo. Ricardo el cinéfilo se sumerge en el cine de tal forma que abandona la comunidad de los humanos.[44] Al cine se va para escapar de Cali, pero también para inventar una mitología fieramente caleña y personal que devora y trastorna los propios tópicos de Hollywood, como demuestra la crítica de cine de Caicedo. El narrador de “Por eso yo regreso a mi ciudad”[45] procura construirse una prisión en la casona gótica donde vive para poder observar mejor la ciudad desde los barrotes de su ventana. Miguel Ángel pacta el más puro amor de su vida con Angelita, para entregarse en secreto a Berenice la prostituta. María del Carmen, en ¡Qué viva la música!, abandona el rock con el mismo impulso fanático que la condujo a él, para abrazar la salsa con intensidad terrorista, y luego regresar al centro de la ciudad (equidistante de los barrios Norte y Sur), adoptando una vocación salsera solitaria que la separa de la comunidad que cultiva el género. El erotismo caicediano también cultiva ese quiasmo o movimiento cruzado de los impulsos. Los hombres penetran a las mujeres para ser penetrados por ellas, como parece suceder entre María del Carmen y sus amantes:
Me desembluyiné, me abrí toda y calzones afuera y él parado ante mí, pun, cataplum, viva Changó, intentó reclinarse, huir de mí, acomodarse mejor, tal vez, pero yo no lo dejé, ya conocía su pasado y ahora iba a grabar en su corazón un dato más para su martirio, iji, me le trepé como a vara de premio, y como pude le fui abriendo la bragueta [...]. El quiso rodar por esa pared pero ya no podía, me abrí más y me lo tragué integro, ya no podía demorarse más, ya no podía, bocinas, ida y venida de una pelota de ping pong, niños que jugarían afuera: cuando me regó yo hice un movimiento bestial de abajo-arriba, y casi se lo quiebro. Pensé de buen humor: “le despezcuezo el pato, me le como los huevos y le incendio el nido”.[46]
Caicedo fusiona entrada y salida, aproximación y distanciamiento en un mismo movimiento que podemos calificar de quiasmo proxémico. Este movimiento se produce aún al abordar los motivos más fuertes de su mundo imaginario, con lo que el autor actúa en modo parecido a María del Carmen, cuando ella se aproximaba a los muchachos, preservando “el encanto que en ese momento me daba la vida: la fugacidad y la distancia del encuentro”.[47] De ese mismo modo aborda un tema tan comentado de su obra, el canibalismo. El relato “Calibanismo” comienza anunciando que “Hay varias maneras de comerse un hombre”, e insiste en su modesta propuesta swifteriana,[48] como si prometiera un extenso excurso sobre el absurdo:
Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No sé si me gustaría ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. [...] La otra forma que yo conozco es comerse a la persona entera, así no más, a mordiscos lentos [...]. A la gente que le gusta comer gente parece que le gusta más comerse a la gente viva, según lo que me han explicado, la carne sabe mucho mejor, y eso de que la sangre corra que dizque le da mucho atractivo a la cosa...[49]
Sin embargo, el prometido encuentro con el morbo caníbal se extiende menos de lo anticipado, interrumpiéndose sin mayor explicación en la tercera página, cuando el narrador comienza a hablar de su afición al cine, para, llegado ya el final del cuento, afirmar frescamente que jamás ha visto tal cosa como comerse a un hombre. El grueso de la anécdota concentra en las visitas obsesivas del protagonista al cine, las que al reiterar la intensidad con que la mirada del espectador devora las imágenes humanas de la pantalla, sugieren, muy metafóricamente, que casi se las comiera con la vista. Pero hay alguien en el cine que sí se come a los hombres de un modo literal, no con la vista sino con su boca de comer, y que resulta ser aún más adicta a las películas que el mismo narrador, pues acude todos los días a la fila de la taquilla ofreciéndose a realizarle felatio a los clientes a cambio de que le paguen la entrada. Resulta ser María, la adolescente pobre del Sur a quien el protagonista finalmente accede a pagarle el boleto para acompañarle a ver nada menos que ¡Viva María!,[50] y repetir luego las visitas acompañado de ella, quien siempre se lo come cumplidamente sin que él se digne a bajar la vista de la pantalla un instante. Por eso él confiesa luego que en verdad nunca ha visto a nadie comerse a un hombre. Este relato explora el canibalismo como metáfora del cine, pero en ese mismo movimiento de exploración abandona la metáfora, al des-metaforizar la propia conexión ver-comer una vez introduce la literalidad de la felatio, la devoración sexualmente literal del falo, de un significante del deseo fuertemente catexizado que constituye una condición de posibilidad del deseo que permanece soslayada por la mirada. Al confesar que nunca ha visto en verdad comerse a un hombre, porque cuando le comían el falo estaba pendiente a la película, el narrador recupera una verdad literal y renuncia, no sólo a la metáfora canibalística del cine, sino al cine mismo como metáfora, asumiéndolo en su materialidad y literalidad deseante, materialidad deseante que ha pagado doble, queriendo suplementarla con una mamada y quizás más importante que eso, con una compañera cinéfila que comparte la soledad de su afición. Este tratamiento quiasmático del canibalismo es consistente con la presencia general de dicho motivo en la obra de Caicedo. En fin, el canibalismo, la devoración, se trate de la estrategia poética, según vimos antes al señalar la coincidencia con Andrade, o del montaje de deseo de sus personajes, como aquí se ilustra, es un procedimiento de composición en Caicedo, más que una metáfora o figura representacional de la identidad americana o lo que fuera. El otro relato importante que aborda el motivo del canibalismo, “Los dientes de Caperucita”, muestra a Jimena arrancándole el sexo al narrador con los dientes, castrándolo, liquidando así por completo la metaforicidad erótica de tal motivo. Copular, o felar, no es algo así como comer para Jimena, sino simplemente el preámbulo para literalmente morder, masticar y tragar un pedazo de carne: “...ella tiene ahora un pedazo de carne en la boca Eduardo la ve mascar y relamerse y de pronto una sonrisa carne y sangre y pelos pidiendo más comida Eduardo se lleva las manos al sexo y se pone a llorar diciendo mamá”.[51] Lo que ha hecho Jimena es liquidar la metáfora de comer, disponiéndose precisamente a comer con sus dientes de masticar. No es que no haya metáfora, es que la metáfora es aquí un quiasmático entrar/salir en la figuración/literalidad, un construirse destruyéndose o viceversa, en fin, una desconstrucción.
Trances
El método caicediano del quiasmo proxémico parece desplegar zonas de trance, de las cuales me interesa destacar tanto, 1) las que afirman, colectivizan y tribalizan el deseo, tendiendo hacia un comunismo literario, 2) como las que lo circunscriben y aglutinan en estados de reacción latente. Defino el trance como un estado de plasma del discurso en el cual algunas oposiciones semánticas importantes oscilan y pululan a gran velocidad sin alinearse en un sentido definitivo, prolongando su movimiento suspensivo. Un trecho de quiasmo proxémico extendido genera una zona de trance en un segmento discursivo determinado. Hay trances más fluidos y hay trances más coagulantes, con gradaciones. Al menos, esto el lo que el método de Caicedo me permite abstraer de su obra en particular. Primero abordemos el trance coagulante. Al mismo corresponde la nouvelle “Maternidad”, incluida por la editorial Norma en el mismo volumen de El atravesado. El trance de esta narración se despliega gracias a varios quiasmos. El narrador se refiere a una celebración escolar a la que asisten padres, estudiantes y maestros para celebrar los triunfos del año académico y de la institución, pero al mismo tiempo da cuenta de un profundo fracaso: la impresionante serie de muertes violentas de compañeros de clase, algunas autoinfligidas, trágicamente vinculadas al desamor, el desvarío, la droga y la locura que afligen a su generación. A la celebración del triunfo el narrador opone su desprecio y ante el fracaso existencial que asola a su generación opone una afirmación eufórica de vida:
‘Es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido’, decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar el bulto. ‘Haré mi afirmación de vida’, pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. ‘Haré mi afirmación de vida’.[52]
El movimiento quiásmico no queda aquí, sino que se extiende. Para “afirmar la vida” como dice en tono sublime y juvenilmente nietzscheano,[53] el protagonista recurre al recurso más representativo de esa misma cultura patriarcal oligárquica, encarnada en la institución escolar católica, que aliena a su generación: la eugenesia, asumida en la forma más burda y “veterinaria” posible. Según lo resume admirablemente Alfonso Múnera, el germen discursivo de la formación de la nación Colombiana radica en una lógica civilizatoria fuertemente racializada según la cual... “La fusión de las razas se entiende sobre todo como la difusión de las aptitudes civilizadoras de las gentes blancas que moran en el interior andino y la supresión de la propensión a la barbarie que anida en el alma de las razas inferiores”.[54] Al joven escolar no se le puede entonces ocurrir otra cosa para expresar su “afirmación de vida”, que recurrir a una lógica civilizatoria racializada, biologista, y prácticamente eugenésica, con lo que no hace sino negar la vida, sujetándola a las ideologías que le han brindado un mundo vacío a su generación:
Con mucha cautela le comenté a Patricia mis temores sobre la feroz época, y ella, como si fuera su forma peculiar de explicarme que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un pastel de fresas —su bocado predilecto— y al irlo a morder no había fresas sino gilletes, alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazaron los dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. ‘Extraño’, pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras. Ella alzaba la cabeza para mirarme a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. ‘Buena raza’, pensé, y luego: ‘Edelrasse”, observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví: ‘Le haré un hijo a esta mujer’.[55]
El pasaje es cargadísimo. El joven angustiado por las muertes de sus amigos se refiere a “la feroz época”, expresión semántica e históricamente marcada que implica “barbarie”. Máxime cuando en un pasaje inmediatamente anterior refiere que ha conversado con Patricia sobre el “Imperio Romano”. Acto seguido ella participa de su angustia relatándole un sueño donde una fresas que le brindan se convierten en navajas que reemplazan sus dientes —un sueño que revela su tendencia a asumir la ferocidad, i.e., la barbarie, pero no sabemos si se trata de la “barbarie” popular o la de la misma oligarquía “civilizadora”. Su interlocutor sólo momentáneamente se extraña por el contenido del sueño, pues lo deslumbra el apabullante fenotipo “blanco” o blancoide de Patricia, que lo resuelve a hacerle un hijo, enunciado así en el más descarnado idioma patriarcal. Todo indica y permite inducir que el hijo superará la ferocidad de la época, la barbarie del presente, gracias a su legado racial civilizatorio, según la lógica discursiva de construcción de lo nacional que resume Alfonso Múnera.
El movimiento quiasmático se extiende todavía más, cruzando nuevas oposiciones. La conducta de la saludable ejemplar resulta no estar a la altura de su buena raza. Ella se convierte en una feroz drogadicta, sexualmente promiscua que abandona a su hijo y a su marido. Algo tiene que ver eso con el sueño de la boca llena de navajas. Es una “feroz”, una bárbara como los otros, a pesar de su raza. Tenemos a una mala madre, a la maternidad anulada, en un relato que se titula “Maternidad”. El acto sexual de la concepción ha sido mecánico: “Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabida y fermento a mi espermatozoide sano y cabezón que daría, con los años testimonio de mi existencia. No creo que ella gozó”.[56] El estilo de Caicedo demuestra cómo la crueldad en la literatura sostiene a veces un compromiso más auténtico con la verdad que el más comprometido de los discursos. El protagonista acepta aquí que usó a la compañera y que ella no le interesó más tan pronto tuvo el hijo: “Yo no la toqué más, tampoco ella se hubiera dejado”. El relato abre todavía otro cruce quiasmático más, este mal marido machista cuida a su hijo como una madre, mientras que la mujer se dedica a la vida loca. El relato titulado “Maternidad” realmente cuenta la historia de una paternidad. Cabe interpretar también que el protagonista masculino asume un rol femenino como madre sustituta ante la conducta más típicamente masculina de su esposa. Tenemos entonces a un padre afirmador de la vida y progresista pero machista pero feminizado pero conservador y negador de la vida en su actitud hacia la mujer, que junto al vástago de raza superior que heredará su mundo, aguarda la superación de la barbarie y el advenimiento de la civilización en la más reaccionaria de las posturas: “Hace días que no la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con todos los honores, leo cómics y espero con mi hijo una mejor época.”[57] El post-patriarca precoz y alienado de su mundo aguarda enclaustrado junto a su sucesor otra época distinta a ésta tan “feroz”. El protagonista de “Siempre regreso a mi ciudad” también se atrinchera en su vieja casona a esperar la debacle. Igual hace Miguel Ángel en la última parte de Angelitos empantanados.[58] En este caso se acuartela en una anacrónica propiedad de origen campestre, rodeada de una urbe pronta a tragársela, esperando que vengan los del Sur a matarlo. Una madeja de contradicciones entrecruzadas y reversibles, es decir de quiasmos, como las que elabora “Maternidad” abre toda una zona discursiva de trance. Al usar la palabra “trance”, quiero conceptualizarla como un estado espacio-temporal de inminente tránsito o transición a otro u otros estados, en el cual no sólo la dirección que pueda adquirir ese tránsito inminente, sino la posibilidad misma de iniciarlo, consumarlo o abortarlo quedan en suspenso. El trance es por tanto una zona donde convergen fuertes intensidades sin coordenadas claras. En términos discursivos puede desplegarse a manera de una travesía delirante. El trance de “Maternidad” es moroso, aglutinante. Los personajes, las acciones que realizan, los motivos de estas acciones, los índices de mundo, se agolpan sobre sí mismos con latencia siniestra y fascinante. Caicedo logra escenificar convincentemente esa historia justo porque conecta con el deseo desaforado que late en ella sin intentar moralizar en lo más mínimo. No pretende negar que hay deseo y afirmación de vida en un investimiento reaccionario como el de este rebelde patriarcal. Tal es la verdad de su ficción.
Un trance parecido vemos en la última parte de Angelitos empantanados, titulada “El tiempo de la ciénaga”. El protagonista, presumiblemente un avatar más del mismo Miguel Ángel que en las dos primeras partes de la nouvelle y en otros cuentos de Caicedo estuvo siempre enamorado de Angelita, es aquí huérfano de padre con una madre postrada y loca, y es el último descendiente de una familia burguesa desplazada por la economía moderna de Cali. La casona donde vive, rodeada de alambre de púas, en medio de calles ruidosas que amenazan con absorberla, funge como última plaza de resistencia de una época semifeudal vencida. El relato comienza en la mañana de la jornada que ocupa el grueso de la historia. El narrador describe su trajín matutino de señorito, ordenándole a las sirvientas el desayuno y peleándoles por no preparar bien el baño y la ropa. Le agita un gran desprecio por la humanidad servil de una criada:
...se me volvía un ocho el estómago de la rabia que tenía, cómo poder decirle que no se metiera conmigo, que yo vivía atormentado por problemas que ella ni imaginar podía pues no contaba con la capacidad intelectual para hacerlo, que el que me lavara la ropa, me tendiera la cama y me hiciera la comida eran puros accidentes, una situación que ni ella ni yo podíamos modificar, que se limitara a trabajar callada y a cobrar su sueldo, y sin necesidad de comunicárselo se diera cuenta de mi profundo desprecio por su debilidad, por su corrupción, qué es eso de dejar su tierra, el campo, y bajar acá a convertirse en sirvienta de esta sociedad para que yo pueda llegar temprano al colegio y bien alimentado para rendir en el estudio...[59]
Esta deprecación de la criada es un índice significativo del texto, pues al final de la jornada el narrador asesina a cuchilladas a esa criada. Además de describir las horas de la mañana el monólogo discurre sobre Angelita, su amor de juventud, quien le decía que “estaba sola igual que yo, igual de aburrida estudiando bachillerato, y [que] a ella también le parecía una mierda la sociedad”.[60] Compartían visitas diarias al cine, se comprendían mucho, la pasaban bien juntos y “de tanto leer poesía y de tanto ver cine nos fuimos volviendo muy progresistas.”.[61] Esta bella frase vibra con ironía: la autopercepción de ser progresistas recurre como un leitmotiv irónico a lo largo del relato. Por ser progresistas, por ejemplo, ellos detestan los guardias que deben proteger las fiestas de ellos y de sus amiguitos clasemedieros contra la gente del Sur, miran mal la violencia de la policía, de los criminales, de los terroristas que ponen bombas contra los gringos: “al final era que me estaba poniendo nervioso” —asegura el narrador. Esto nos recuerda la “época feroz” que atribula al personaje de “Maternidad”. Acá Miguel Ángel alude además a una serie de terrores personales cargados de goticismo à la Poe. Eventualmente el convencimiento de ser muy progresistas conduce a estos dos angelitos de la rebelión caicediana a un enfrentamiento atroz con la ferocidad tan temida: “Debo decir que al final nuestro progresismo tenía como meta, como autoconfirmación, internarnos en un barrio del Sureste y meternos a un teatro de segunda”.[62] Inician así un peregrinaje hacia su autoconfirmación definitiva, que los llevará, como otras caminatas caicedianas, al Sur. Allí, tras atravesar calles enfangadas y apestosas, entran en un teatro de barrio pobre donde les parece experimentar esa sensación de ver cine verdaderamente en grupo, compartiendo con otros espectadores que conforman una mínima comunidad de interpretación, experiencia que le es negada, por ejemplo, a Ricardo, el cinéfilo empedernido de “El espectador”. Los compañeros espectadores proletarios son tres: Mico, Marucaco e Indio. Los meros nombres imponen una racialización inmediata que evoca toda la colonialidad del poder vivida en la segmentación geográfica de la ciudad. Todos juntos salen del teatro a compartir un paseo hacia el Centro. Miguel Ángel les habla a sus tres barriosureños, que es como decir sus tres nativos, de cine, de la literatura de Herman Melville, aunque ellos parecen más interesados en identificar las marcas de zapato y de otra indumentaria de la pareja; cuando hablan es más bién de salsa, una música ajena al ambiente clasemediero de la época que no le gusta a Miguel Ángel. Pero él ejercita su progresismo a más no poder:
...teníamos que esperarlos porque se quedaban atrás, Marucaco y el Indio cantando y el Mico bailando [...], en el Centro los invité a tomarse un refresco y ellos quedaron agradecidísimos, dijeron que si nos parecía nos acompañaban hasta la casa y a mí me pareció bien, se les veía que estaban igual de interesados que nosotros, ya que nosotros nos metimos en su mundo ellos se iban a meter en el nuestro, por qué no, todo se puede lograr si hay mutuo entendimiento, les dije, uno puede vivir en paz, ellos me oyeron pero no me dijeron nada, y yo quedé un poco desconcertado ante ese silencio... [63]
Silencio atronador en verdad. Estruendo mudo. Mientras deambulan por un parque oscuro del Norte, a la luz de la luna, ante la cual Angelita ejecuta arrebatos de bacante jipi, Mico se aturde de fascinación por la belleza de la joven blanca y virginal; se pone a mirar raro y a temblar. Mico la besa sorpresivamente en la boca. Ella respinga de asco y se limpia la boca. Entonces Mico, Marucaco e Indio acuchillan a Angelita hasta matarla. Miguel Ángel corre para salvar su vida, traspasa la cerca de alambre de púas, se encierra, mata a cuchillazos a la sirvienta invocando el espíritu de Edgar Allan Poe, y se acuartela a esperar que los del Sur vengan a matarlo. El trazado quiasmático por el que pasa el deseo, es decir, por el que pasan sus montajes diferentes (deseo de cine, deseo de comunidad, deseo del otro, deseo del cuerpo) es bastante evidente: progresismo/reacción + solidaridad/resentimiento + atracción/repugnancia + incomunicación/comunidad interpretativa + blancos criollos/mestizos, afro-colombianos e indígenas + élites/marginados + hombre/mujer. Cada pareja de polos semánticos se opone, no sólo entre sí, si no con cada otra pareja, al revés y al derecho. Tanto Miguel Ángel como Angelita, Mico, Marucaco e Indio entran y salen simultáneamente por estas oposiciones durante su travesía por el espacio urbano jerarquizado Norte-Centro-Sur de Cali, travesía que designa un verdadero trance, cargado de angustias y de promesas. El gótico poesco realmente aglutina en modo literario horrores raciales atávicos imbricados al deseo del otro. Podemos aquí hablar de una colonialidad del deseo. El deseo, colonizado por el dominio racializado de clase se empantana en el resentimiento, confundiéndose con éste en un solo y mismo fluido estancado. La autoconfirmación buscada por los ángeles caicedianos se empantana en un verdadero tiempo de ciénaga: no es preciso ser colombiano ni historiador para asociar ese trance a las hablas de la violencia citadas al principio de este ensayo. Aparte de todo, la ironía de Caicedo sobre la fragilidad de cierto progresismo liberal se deja sentir sin ambages, como vemos en la secuela del asesinato de Angelita, hija dilecta de la oligarquía del Valle:
...todo el mundo supo que habían sido los del Sureste y cogieron a muchos del Sureste y no sé si los mataron, en todo caso los deben haber golpeado feo [...], de todos modos la nación se vistió de luto, hay que ver que su papá, don Luis Carlos Rodante, es uno de los más poderosos azucareros del Valle del Cauca y el más grande sembrador de ají en Colombia. “El Rey del Ají” enloquecido de dolor exhortó al ejercito, policía civil y policía militar, fuerzas especiales y a la sociedad en general a ponerse a la búsqueda de los asesinos de su hija...[64]
Finalmente Mico, Marucaco y el Indio penetran las defensas de la casona donde se ha acuartelado Miguel Ángel y lo matan, sin impedir que el delirio narrativo del angelito asesinado continúe contándonos lo que sucedió después de su propia muerte: “...el Mico consiguió novia, el otro año salen graduados nítidos, cada vez que aquí en Cali hay tropeles ellos meten es de una, en cuántos tropeles habrán estado juntos, en los últimos meses se han aficionado al cine y no se pierden ninguna de Charles Bronson.” Este cierre final es importantísimo, pues el narrador parece superar el resentimiento contra quienes lo “mataron” y procede a pasarle su batuta de la rebeldía existencial de blanquito inconforme a los mismos mestizos del Sur que al atacarlos a él y a su novia, los dos angelitos empantanados, simbólicamente aniquilaron a la clase oligárquica y a sus derivaciones clasemedieras. Después de todo, Mico, Marucaco y el Indio pasan a ser los tropeleros del futuro, lo que nos recuerda el testimonio del tropelero históricamente existente, desembocado en la comuna sureña de Siloé, que citamos al principio de este ensayo.
Existen trances más fluidos y solubles en las escrituras caicedianas, esto sin que obvien nunca las contradicciones y conflictos que los alimentan. La afirmación profesada en sus obras siempre es tan trágica como auténtica. Por ejemplo, en la aventura erótica de Berenice, ensayada en dos versiones, la segunda parte de Angelitos empantanados y el cuento propiamente llamado “Berenice”, los chicos participantes del amor de la prostituta mestiza del interior del país llegan a crear una comunidad de amantes inscrita tanto en el cuerpo de ellos y ella como en textos pergeñados por todos. Ellos se leen entre sí los textos inspirados en ella, practicando una escritura colectiva del deseo.[65] Crean una especie de comunismo literario del deseo donde ella es la maestra y sacerdotisa que dicta el ritual de iniciación en el sexo para los tres jovencitos. Ricaurte, William y Angelito (Miguel Ángel), los tres leen junto a ella el cuento de Poe, “Berenice” y la bautizan con ese nombre. En la literatura reconocen el nombre secreto de su deseo, que es el nombre de todos:
Ella me decía que es como volver a conocernos, como volver a nacer, Angelito. Y yo le creía. Y los miraba y pensaba en mis cosas, en lo feliz que era, loco-motora, dragón diurno, caballeros perdidos en el tiempo, cortador de pasto, pipa de la paz, soldadito muerto. ¿Se me entenderá? Ella se iba diz que a ir después de que me había cambiado, hallado mi nombre, después de que dejé de ser yo para ser como un equipo, hasta el punto de que todo concepto sobre la individualidad había desaparecido. Había aprendido a hablar, a sentir, por los ojos de los otros. Allí era donde empezaba la verdadera sabiduría, me decía ella, y yo le creía.[66]
Cuando Berenice abandona a su fan club de amantes, regresando a su tierra, Angelito no puede sino dar cuenta de su partida en nombre de los tres: “Adivinamos lo que está sintiendo tu cuerpo cuando tus rodillas nos golpean, nos maltratan en su orden de que convirtamos todo lo que te pertenece en una bella masa líquida. Y vemos nuestras caras retratadas allí sonde sabes que está la palabra felicidad escrita de la forma más desconocida. Yo le tomé una fotografía y al revelarla, no había más que un relámpagueo manchoso.”[67] Este trance iluminado, donde la luz disipa las sombras hasta bifuminar toda imagen, intima el carácter esencialmente afirmativo de la escritura caicediana. La afirmación en Caicedo coincide con el gesto fundamental de Nietzsche: afirmar el gozo vital incondicionalmente, con todas sus consecuencias, sin remisión ni remordimiento, sin renegar de la luz ni de la sombra, de la elevación o la caída. El estigma del suicidio del autor induce a veces en la crítica un desenfoque del temple afirmativo de esta obra, crítica que se demora más de lo justo en un mal evaluado nihilismo. Si hay nihilismo en Caicedo es el nihilismo que anticipa la revaluación de los valores, no el que resiente la vida. Caicedo se refirió en alguna ocasión directamente a este malentendido de sus mensajes de ángel terrible y fue bastante claro. Él simplemente opta por asumir el destino de la sombra que juzga haberle tocado, declarando: “Bueno, sí, somos marginados, porque nos tocó ver bien en la sombra de las cosas”[68]... Habiendo dicho antes:
...se burlan de nosotros, pues que nos dejen entonces habitar la realidad que nos sirve a nosotros, la parte que le corresponde a las sombras que es donde nos sentimos bien, que nos inviten a dar paseos donde todo el mundo canta y corre y juega a la lleva, que si nos ven entrar solos al cine que no nos ofrezcan compañía, que si escribimos textos larguísimos sobre vampiros que no se burlen pero que tampoco intenten comprender[,] porque van a morir locos, que lo que [a] ustedes les parece terrible para nosotros es el sitio donde empieza la limpieza...[69]
Ese “sitio donde empieza la limpieza”, hablando en nietzscheano, es el nihilismo de la transmutación de los valores, no el del reproche de la vida. En un artículo o conferencia Caicedo acepta que “ahora estoy escribiendo esto con un miedo de todos los diablos”. Y como si estuviera respondiendo por anticipado a la crítica que lastra el vuelo de su práctica estética al magnificar más allá de lo justo el drama íntimo que lo condujo al suicidio, dice:
Bueno, señor lector, y señora, y joven, y señorita, toda esta carreta de conflicto privado [...] es para decir otra cosa, de ese conflicto privado, yo estoy sacando mis temas, pero los estoy haciendo generales. Los estoy objetivando. Creo que el procedimiento es válido. Y estoy tratando de hacerlos latinoamericanos. Mi porción, mi pedacito de terror, irá cobrando expresión, no se preocupen. Hasta que llegue el día en que sirvan a la comunidad. En que hagan un bien. Seguro.[70]
Es a la luz de este nihilismo vitalista que podemos leer, sin burlarnos del gesto literario, el atroz final de la aventura de Berenice: su postrera matanza y despedazamiento, presumiblemente a manos de su “equipo” de amantes, en supuesto homenaje al espíritu de Poe. El pastiche literario pseudo-poesco que realizan estos jóvenes “autores” de Berenice denota el exceso de una imaginación desesperada. Para esa imaginación el trance erótico siempre está sombreado, por más luz que genere, de misteriosas composiciones de violencia que para Caicedo corresponden a aquella realidad infestada de sombras en las que murmuran las hablas del resentimiento atávico que hemos referido en otra parte de este comentario.
Trance solar
¡Qué viva la música! es un tributo dionisiaco a la ciudad de Cali, a sus hablas y a su cultura popular. Cuanto más limpio de concesiones a la instrumentación bienpensante y hegemónica criolla, más radicalmente afirmativo es el tributo de Caicedo. La novela es el testamento glorioso del autor héroe que consolida su mito de niño eterno de la cultura entregándose joven a los dioses, como esperan ellos de sus héroes más amados. El estilo de esta obra se conforma óptimamente al método caicediano del quiasmo proxémico: entrar/saliendo y salir/entrando por toda una serie de tópicos, motivos, temas y metáforas, evadiendo las expectativas convencionales y la fijación ideológica del discurso, siempre fiel a las más felices o más funestas composiciones del deseo cuando se le encara con autenticidad.
Uno de los aciertos creativos de ¡Qué viva la música! es la protagonista, la chica tórrida, solar, que permanece a cargo de toda la narración y abre su relato en primera persona con estas palabras fresquísimas y sublimes: “Soy rubia. Rubísima.” Clave intensiva desde el inicio, ella no sólo es rubia, sino que el máximo, rubísima. Este vector siempre aumentativo, intensivo se mantiene en todo el relato como un in crescendo perpetuo. ¿Cómo se sostiene un efecto de continuo in crescendo sin desfallecer? Esta es la proeza de estilo de Caicedo, su secreto musical de composición. Pues lo logra haciendo aparecer los diminuendos como incrementos, bajando con tanta intensidad como si estuviera subiendo, quiasmo rítmico-melódico que obtiene de la salsa. Es preciso acotar que ésta es la clave formal del estilo épico-dionisiaco logrado aquí por Caicedo. María del Carmen Huertas es una heroína del gozo, sin fisuras, como los bravos del placer de la poesía de Constanin Cavafis, ella se levanta más cuanto más cae, avanzando siempre adelante en el rumbo azaroso de su rumba. Muchas veces el lector convencional no quiere perder la costumbre burguesa de confirmar que la mujer siempre al final cae y no se levanta. Sé de algunos lectores convencionales que se disgustan mucho con esta imagen de una mujer tan eternamente indetenible y celebratoria, imagen con la cual Caicedo desafía el patriarcalismo de su medio. La heroína reconoce esas sombras, las asume y desafía. Ello aparece también inscrito en el incipit de la obra. El pasaje inaugural del relato presenta tanto el motivo de la luz (la feliz rubicundez proclamada ab-inicio) como el de la sombra, pues Maria del Carmen añade a sus primeras dos frases: “Soy tan rubia que me dicen: ‘Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa’. No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo.”
Otro giro quiásmico del personaje es que aparece inscrito como alter ego del autor. María del Carmen Huertas es Andrés Caicedo, ella es la eterna jovencita invencible e invulnerable que probablemente él siempre deseó devenir en la trama de su escritura. Ello se confirma al final del texto, donde el testimonio concluye con la discreta firma: “María del Carmen Huertas (A.C.)” —Es decir, María del Carmen Huertas (Andrés Caicedo), inscripción que cobra la fuerza de un testamento si tomamos en cuenta que el autor incursionó al otro lado del espejo con sus pepas de Seconal el mismo día que recibió el primer ejemplar de la novela recién impresa. Es importante considerar además, que María del Carmen es el único personaje del reparto caicediano que traspasa su trance, venciendo la sombra. Si bien esta eterna doncella enfrenta fisuras en su narcisismo celebratorio, posee el don de fulminarlas con el olvido y la fuga, no necesariamente evadiendo el rumor enemigo del resentimiento, sino traspasándolo, atravesándolo, buscando el sonido de la música para guiarse en el laberinto, consumando el trance en todo su movimiento. Ella porta la imagen narcisista de su bello cuerpo en todo momento, la calle y los transeúntes son el espejo de los gestos selectos que hacen aparecer ese cuerpo, en una serie de epifanías cotidianamente constatadas, especialmente cuando baila con entusiasmo de bacante en todo espacio que se abra para su despliegue de pasos, caderazos y cabezazos de melena embanderada. Pero también ella percibe y se detiene morosamente en las fisuras, recordarlas es su manera frontal de olvidarlas, como por homeopatía:
Me fumé todo un cigarrillo haciendo muecas en el espejo, que tenía (supongo que todavía la tiene, háyanlo o no todavía vendido) una fisura en la mitad que chupaba toda mi imagen, que literalmente se la sorbía, pero nunca pedí que me lo cambiaran [...] Tal cual me fascinaba, digo, me fascina, tanto que lo recuerdo: hallé uno parecido en un almacén de trastos, uno con marco blanco que parece de hueso y con la misma fisura idéntica; ni que fuera el mismo espejo que ha vuelto por mí, y el tiempo ha angostado su fisura y la ha hecho, por tanto, más profunda.[71]
Aquí la narradora percibe precisamente el punto de entrada cotidiana en el espejo, asumido como laberinto y trance, como recorrido vital de la propia imagen. Del mismo modo ella vive la salsa, internándose en su euforia extática, pero también resguardando el regalo de su melancolía como vía simultánea de entrada y de salida en el ritmo vital paradójico del cual nunca reniega. Juan Carlos Quintero ha señalado el lado oscuro de la salsa que no brinda significaciones ready-made, esas contraseñas refractarias a las recuperaciones ideológicas que muestran algunas de sus letras.[72] Veo en Andrés Caicedo a un precursor de lo que podrá acuñarse como la perspectiva trágica del género, que intuyo en ciertos casos más cercano al estro existencial de los blues que lo que muchos podrían suponer. La alusión al “Guaguancó Raro”, de Ricardo Ray, sintetiza esta actitud de María del Carmen/Andrés: “Guaguancó Raro, peculiar modalidad del mundo de las escuchas, atormentados pasos y decires, llegaba a la medianoche, ganaba la madrugada...” [73] El torrente tropelero de las hablas de la historia siempre llega con la salsa, como llega con todo en Caicedo.
La sabiduría de María del Carmen consiste en gozar y sobrellevar el trance sin detenerse, sin aglutinar sus flujos. Los tres “hombres de su vida” son fans de la música, en cierta forma maestros que le propician, se lo propongan o no, una iniciación erótico-musical nada despreciable. Se podría leer su historia como una novela picaresca invertida. Se invierte o más bien combina series de inversiones, otra vez según la figura del quiasmo, en varios aspectos. En lugar de ser un hijo marginal del pueblo que mal procura integrarse o asegurar un nicho de sobrevivencia en la sociedad, ella ha sido, según se repite en varios pasajes, una “niña bien” del Norte clasemediero de su ciudad, “una burguesita de lo más chinche”, como le llama Ricardo González, que procura des-integrarse de su sociedad, logrando en efecto desclasarse. Sus “amos” son de dudosa estirpe musical, pues en verdad sus sombras interiores, es decir, la locura, la drogadicción, el resentimiento, el trauma, les impiden entregarse a la pureza de la melomanía que ella persigue. Sí la ayudan parcialmente en el propósito de integrarse al estado de éxtasis permanente de la música que ella procura pero, de manera más consistente que los amos del pícaro, estos pseudo-fans suelen no estar a la altura de su imagen. Ellos se estancan en el trance, pero lo de María del Carmen es seguir siempre adelante atravesando las contradicciones (“pero yo avanzaba y avanzaba diciendo todas estas cosas ‘si no llevo la contraria no puedo vivir contenta’ ”), [74] Es curioso constatar que todos los amantes y amigos topados en la picaresca invertida de esta divina doncella repasan el repertorio de rasgos saturnales de los personajes masculinos de Caicedo (inteligencia desaforada, tedio vital, melancolía, enfermedad, sado-masoquismo), rasgos que él se encargó de incorporar al mito de su persona en varios textos autobiográficos.[75] Maria del Carmen es la metamorfosis en semidiosa de Andrés Caicedo mismo, que nos narra cómo se topa con sus avatares imperfectos, los andresitos demasiado hombres, [76] demasiado humanos que habitaron la comedia infernal de Cali, esas larvas de su ego que él amó y odió como nadie, y con las cuales creó una literatura.
El último amante de María del Carmen, el super salsero sadista llamado Bárbaro, es un avatar el Atravesado, de Mico o de alguno de los tropeleros admirados en otras narraciones. Ella nos informa que: “Fue mascota de las grandes pandillas, en las épocas de Edgar Piedrahíta y Frank y el Mompirita. Estuvo presente la noche que los del Águila mataron al pobre peludo en el Centro de mis 60s: los conocía, salió con ellos.”[77] Recuerde el lector los pasajes ya citados que aluden a estos personajes, todos ligados a violencias atroces. Ella se reencuentra con los infantes más terribles y temibles del repertorio caicediano encarnados en la figura significativamente llamada el Bárbaro. El trance con el Bárbaro provoca una definición crucial en el rumbo de María del Carmen. En medio de su peregrinaje extático, como ya hemos comentado, ella había descartado su primera afición roquera y abrazado la salsa contra el rock. Presumiblemente asumió el paralelismo dicotómico salsa = latino (nuestro) / rock = gringo (enemigo) más o menos afín a las ideologías de la política convencional. De hecho, tras su desconcertante caída en el camino a Damasco (es decir al Sur caleño) y su súbita conversión al mensaje de la salsa, ella corre a encontrarse con los antiguos compañeritos marxistas con quienes estudiaba el Capital, a quienes antes hubo abandonado por el rock, pero ahora... “sabiéndome para siempre con una conciencia de lo que era música en inglés y música en español, como quien dice conciencia política estructurada [...]. En la primera tienda de esquina y teléfono pedí cerveza y llamé a los marxistas.” Entonces ella les comunica su gran descubrimiento estratégico-político: “hay que sabotear el Rock para seguir vivos”. Aquí la ironía de Caicedo es deliciosa. Los marxistas, por supuesto, la ignoran: “Ellos, eso sí me duele, me ignoraron, los teóricos” —acepta María del Carmen.[78] Pero aún cuando ella se va a vivir al entorno rural con el Bárbaro, continua reproduciendo el mantra dualista (rock tiranía / salsa liberación). El Bárbaro la inicia en su personal utopía del bandidaje campestre, ella gustosa lo acompaña en la tarea de asaltar a jóvenes turistas norteamericanos de la onda hippie que buscan hongos alucinógenos en los predios de la gran naturaleza americana. La narradora ni siquiera reflexiona dos veces sobre el desafuero de dicha conducta, aduciendo, justo después del citado pasaje donde conecta al Bárbaro con las viejas tropelías de la violencia, que en cuanto a “sus violencias con los gringos: yo no le veía problema a eso: era conveniente, un favor que se le hacía a la sociedad...”[79] Este acomodamiento “ideológico” con el último “amo” de su vida picaresca termina cuando durante una excursión particularmente presagiosa a las zonas agrestes del Valle, el Bárbaro asalta a un joven norteamericano acompañado de una amiga puertorriqueña llamada María Lata Bayó. Al intuir el propósito criminal del Bárbaro, quien ata al joven y le ordena a María Lata desnudarse, María del Carmen descubre que ella también desea el cuerpo de la otra mujer y se enfrenta a la atroz verdad de las composiciones que hace el deseo con la violencia, en un momento de temor y temblor: “Entonces, qué cansancio, comprendí: la violencia progresaba si la belleza conducía. Y puro picado de violencia seca, de la que no alivia nada. Eso me aterró fugazmente, pero me preparé a permitir que todo sucediera. Sí, hagamos equilibrio encimita del infierno. Si resbala es porque se ha llenado toda de remordimientos.”[80] Durante el trance de “equilibrio encimita del infierno”[81] ella se alejó con la boricua desnuda para gozarla sexualmente, pretendiendo también con ello protegerla del asalto del Bárbaro, quien se entretuvo aparte golpeando al gringo. Pero luego de que María del Carmen posee a María Lata, con una mezcla de ternura y lujuria digna del mejor lirismo sáfico, se le ocurre asomarse a ver qué pasa entretanto con el Bárbaro y el gringo, y al ver a éste con un puñal enterrado en el ombligo, decide huir del Bárbaro y sacar a su nueva amiguita de allí. El Bárbaro muere en un portentoso acto relacionado con los hongos alucinógenos que todos han ingerido: un árbol furibundo se levanta y le traspasa el vientre al bellaco. (¿Venganza de la naturaleza americana?: no, es la sobredosis de hongos, el delirio.) Ambas amigas, ahora amantes, huyen en una escapada lírica donde el paisaje converge románticamente con sus impulsos, como pactando con el principio femenino. Este episodio constituye, a mi juicio, el momento definitorio del trance de María del Carmen, en que ella transita por las dicotomías sin aglutinarlas, sin permanecer en ellas, olvidando activamente el resentimiento y las sombras, sin dejar de salpicar despreocupados tonos irónicos en su recuento (los cuales intento reproducir en el tono de mi propio recuento del texto). El desenlace de la novela respira alivio, despliega una ironía grácil, como si María del Carmen / Andrés se hubiera librado de los lastres de su trayectoria al abandonar a su último “amo” masculino. Es sintomático que al final de la novela la heroína que culmina la carrera literaria de Caicedo y que en cierta forma es un avatar final de sus identidades literarias, se instala a vivir sola en el Centro de la ciudad, equidistante del Sur y del Norte, y de todos los grupos y comunidades. Donde precisamente lleva un modo de vida excéntrico pero sin penuria, ejerciendo despreocupadamente una prostitución vestal, pronunciando los aforismos de su sabiduría, discurriendo tranquilamente sobre la conveniencia o inconveniencia de montar una colección de música de salsa...
No tenía yo por qué vivir en otra parte, sino aquí en donde está mi esfuerzo, mi rumba, mi tierra que quiero yo. Ellos me ven y no me comprenden mucho, mi porte tan distinguido, mi forma de mirar de frente, pero jamás hacen preguntas: Saben que por aquí me descolgué una noche y que una tardecita me les iré y se quedarán contando historias de la mona con aires de princesa que estaba loca pero loca por la música.[82]
María del Carmen Huerta se convierte así en leyenda y en mito, como lo hizo el autor que la creó y se identificó con ella, dejando ver el trazo sinuoso de una política cuyas claves enigmáticas no necesariamente radican en el lugar de llegada, en la utopía de los fines, sino en la utopía de los medios, en el método, es decir, en el camino mismo a seguir, su trance, su fuga, su culto y su memoria.
[1] Andrés Caicedo, ¡Que viva la música!, (Bogotá: Plaza y Janés: 1982 –Publicada originalmente en 1977), p. 53,
[2] En este contexto llamo “hablas” a enjambres de enunciados que incluyen narraciones y anecdotarios orales y escritos, formales o informales, así como dialectalismos y todo tipo de contenidos que se reproducen por diversos medios, espontáneos o institucionales, en el decurso dialógico de la vida social, tal como lo sugiere Bajtin. Ver Mihail Bakhtine [V. N. Voloshinov], Le marxisme et la philosohie du langage. Essai d’application de la méthode sociologique en linguistique, trad. de Tzvetan Todorov, (Paris: Minuit, 1977). Allí aparece la emblemática aseveración bajtiniana de que “toda palabra carga siempre con el contenido o el sentido ideológico de un evento” (p. 102), añadiéndose que “toda enunciación, aún aquella fijada en la escritura, es una respuesta a algo y se construye como tal; no es sino un eslabón en la cadena [social y dialógica] de actos de la palabra” (p. 109, mi versión castellana).
[3] Andrés Caicedo, El atravesado (Bogotá: Norma, 1997), p. 28.
[4] No sería nada temerario trazar un flujo en el torrente de hablas que nos concierne, que va de los motines populares del Bogotazo de 1948 (ver nota 31) al motín caicediano de Sears que antes referimos. Ambos comparten el potlach reivindicativo al que se refiere Sergio Ramírez Lamus en su análisis del Bogotazo y la misma impermeabilidad espectral de la violencia popular ante cualquier análisis político convencional y bienpensante. Dice Ramírez Lamus: “Como si intuyeran la nueva asociación entre dinero y política, cumplido el ataque a los monumentos del dominio político, las masas enardecidas asaltan el doble suntuoso de los antros de prostitución. En medio de las mercancías se produce entonces ese espectáculo circense que relata Osorio Lizarazo: una suerte de confusión entre el disfrute de finos licores embriagantes y la destrucción, el saqueo o la apropiación paródica de los elementos suntuarios más alejados de la vida cotidiana de aquella masa anónima. Este potlatch bestial culmina (según el documental narrativo osoriano) en una plebe transformada en victimaria de sí misma: medium enloquecido, vuelve finalmente en sí para contemplarse con horror. Así termina su andrajosa discordia: como la del iracundo Timón de Atenas (de Shakespeare/de Marx), imprecador del espectro fiduciario y aborrecedor de la idolatría pecuniaria. Timón y la chusma bogotana reflejan así el desquiciamiento de su hostigador detestado (la artificial y endiosada physis dinero-mercancía-dinero)”. Cf. “Espectros de 1948”, manuscrito facilitado por su autor. Como veremos más adelante, Caicedo mismo conecta el aura violenta de Sears con el Bogotazo.
[5] Cf. Georges Bataille, La Parte maudite (Paris: Minuit, 1967), capítulo 2 sobre el potlach.
[6] Sears cerró operaciones en Colombia hace más de dos décadas, desenganchándose así de una nueva fase de masificación que incluye ahora a la transnacional francesa Carrefours, entre otras, si bien no ha penetrado todavía en ese país el consabido modelo corporativo de esta fase, Walmart.
[7] María Teresa Salcedo concibe el parche como escritura colectiva del cuerpo marginal en su trance callejero, ver: “Rostros urbanos, espacios públicos, iluminaciones profanas en las calles de Bogotá”, en Jairo Rodríguez Rosales, compilador, El devenir de los imaginarios. Memorias. X Encuentro de Investigadores en Etnoliteratura. Pasto: Universidad de Nariño, 2002, p. 144; y “Escritura y territorialidad en la escritura de la calle”, en Eduardo Restrepo y María Victoria Uribe, Antropologías transeúntes (Bogotá: ICANH, 2000), pp. 154, 157 y ss.
[8] Andrés Caicedo, Angelitos empantanados o historias para jovencitos, (Bogotá: Norma, 2000), pp. 27-29.
[9] Sobre las galladas: “Grupos de personas, regularmente jóvenes, cuya reunión es frecuente y afectiva”, en Adolfo León Atehortúa et al., Sueños de inclusión. Las violencias en Cali. Años 80 (Cali: Pontificia Universidad Javeriana, 1998), p. 215. También dícese de grupos juveniles que llegan a actuar como gangas, que Caicedo vincula a las popularizadas por el cine norteamericano de la contracultura inicial.
[10] Andrés Caicedo, ¡Qué viva la música! (Bogotá: Plaza & Janés, 1982), pp. 26-28.
[11] Dos estudios de Alfonso Múnera trazan este proceso histórico de nacionalización excluyente. Cf. El fracaso de la nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano (1717-1810) Bogotá: Banco de la República y Ancora Editores, 1998) y Fronteras imaginadas. La construcción de las razas y de la geografía en el siglo XIX colombiano (Bogotá: Planeta, 2005).
[12] ¡Qué viva la música!, p. 144.
[13] El atravesado, p. 39.
[14] Oswald de Andrade, Escritos Antropófagos. Selección, cronología y postfacio de Alejandra Laera y Gonzalo Moisés Aguilar (Buenos Aires: Ediciones El Cielo por Asalto, 1993), p. 36.
[15] Independientemente de que unos pocos de ellos literalmente sí sean “nativos”, al provenir de poblaciones indígenas desplazadas, como puede ocurrir ocasionalmente en regiones limitadas.
[16] Cf. Michel Maffesoli, Le temps des tribus (París: Le Livre de Poche, 1991).
[17] El fracaso de la nación...., p. 222.
[18] ¡Qué viva la música!, pp. 92-93.
[19] Ibid., p. 94.
[20] Cf. César Arturo Castillo, El arte y la sociedad en la historia de Cali. (Cali: Gerencia para el Desarrollo Cultural, 1994), pp. 34-37.
[21] El texto es uno de varios testimonios de vida relacionados con las violencias de Cali de la década del 80 recopilados y editados por Adolfo León Atehorta Cruz, José Joaquín Bayona Esquerra y Alba Nubia Rodríguez Pizarro, en Sueños de inclusión. Las violencias en Cali. Años 80 (Cali: Pontificia Universidad Javeriana – CINEP, 1998), pp. 64 y 66.
[22] Ibid., p. 71.
[23] El atravesado, pp. 18-19.
[24] Jack Kerouak, On the Road (Hamondsworth, UK: Penguin Books, 1991). Originalmente publicado en 1957.
[25] Cf. Greil Marcus, Trazos de Carmín. Una historia secreta del siglo XX. (Barcelona: Anagrama, 1989).
[26] La figura principal de los situacionistas. Cf. Anselm Jappe, Guy Debord (Barcelona: Anagrama, 1998).
[27] El atravesado, pp. 15-16.
[28] Ibid., p. 51.
[29] Ibid, p. 40.
[30] Sueños de inclusión..., p. 62.
[31] Véase William Faulkner, The Unvanquished (New York: Random House, 1991), publicado originalmente en 1938.
[32] Jorge Eliezer Gaitán fue el líder legendariamente carismático del Partido Liberal, caracterizado por un discurso populista que le ganó el apoyo de amplias masas, si bien contestado por sectores significativos. Su asesinato en 1948, desató reacciones a las que se sumaron “turbas” populares a cuyos amotinamientos en varias ciudades siguió una cadena de retribuciones represivas, insurrecciones, venganzas y recontravenganzas que abonaron al intenso fermento conflictivo (“La Violencia”) ya endémico en varias regiones del país, al punto de casi institucionalizarse como herramienta socio-política perenne de las clases dominantes colombianas. Para un registro gráficamente documentado, aunque muy poco inquisitivo, véase Arturo Alape, El Bogotazo: Memorias del olvido (La Habana: Casa de las Américas, 1981); para una visión agudamente desconstructiva, véase Sergio Ramírez, “Espectros de 1948” (manuscrito facilitado por el autor).
[33] Anrés Caicedo, Calicalabozo (Bogotá: Norma, 1998) pp. 111-112.
[34] Gilles Deleuze y Felix Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia I (Buenos Aires: Paidos, 1985), p. 95.
[35] Ibid., pp. 117-118.
[36] Ver nota 4.
[37] Ibid., p. 126.
[38] Ibid., pp. 120-121. Los fantasmas del patriarcado oligárquico también atribulan al hermano de Angelita, quien despierta “...gritando que le quitaran al barón Jiménez de encima, tanta Historia Patria que ha leído, el barón Jiménez que anda rondando detrás de cada puerta, que desde que los conservadores le quitaron la finca y le mataron su mujer linda, no descansa hasta que se haya robado el último hijo de conservadores y los haya asado vivos en el monte”; cf. Angelitos empantanados..., p. 61.
[39] El Atravesado, pp. 50-51.
[40] Ibid., pp. 54-55.
[41] Calicalabozo, p. 40.
[42] ¡Qué viva la música! Op cit., p. 17.
[43] Angelitos empantanados..., p. 55.
[44] Cf. “El espectador”, en Calicalabozo, op. cit.
[45] Ibid., p. 19.
[46] ¡Qué viva la música!, p. 121.
[47] Ibid., p. 69.
[48] Cf. Jonathan Swift, “A Modest Proposal”, en A Modest Proposal and Other Satirical Works (New York: Dover, 1996), donde el satirista irlandés del siglo dieciocho sugiere crear un mercado de carne de bebés de pobres para acabar con la pobreza.
[49] Calicalabozo, pp. 129-131.
[50] ¡Viva María!, dirigida por Louis Malle en 1965, con actuación de Brigitte Bardot y Jeanne Moreau.
[51] Calicalabozo, p. 164.
[52] “Maternidad”, en Andrés Caicedo, El atravesado, pp. 75-76.
[53] Tanto Nietzsche como Rousseau son mencionados de pasada en el relato, loc. cit., p. 78.
[54] Alfonso Múnera, Fronteras imaginadas, op. cit., p. 35.
[55] “Maternidad”, en op. cit., pp. 77-78.
[56] Ibid., p. 79-80.
[57] Ibid., p. 82.
[58] Prefiero considerar a Angelitos empantanados como una sola nouvelle con tres partes que presentan ángulos y versiones distintas de un mismo conjunto anecdotal.
[59] Angelitos empantanados..., p. 120.
[60] Ibid., p. 124.
[61] Ibid., p. 125.
[62] Ibid., pp. 126-127.
[63] Ibid., p. 131.
[64] Ibid., p. 139.
[65] Ibid., p. 112.
[66] Ibid., p. 110.
[67] Ibid., pp. 114-115.
[68] Andrés Caicedo, Ojo al cine (Bogotá: Norma, 1999), p. 473.
[69] Ibid., p. 472.
[70] Ibid., p. 37.
[71] ¡Que viva la música!, op. cit., pp. 16-18.
[72] “La deglución, la incorporación de ese algo ‘enemigo’ (caña, cacho, vasos de colores, cuerpo, droga, alimento, sexo) es doblemente infortunio y válvula por donde el género expulsa sus pasajes utópicos. La máquina goza con las des-dichas, con las des-gracias, con las desventuras que obligarían al silencio”; en Juan Carlos Quintero, La máquina de la salsa. Tránsitos del sabor (San Juan: Vértigo, 2005), p. 63.
[73] ¡Qué viva la música!, p. 102.
[74] Ibid., p. 94.
[75] Véanse las intervenciones públicas y diarios incluidos en Ojo al cine, op. cit.
[76] Recuérdese la etimología de “Andrés”: < andros < andros (griego) = hombre.
[77] ¡Qué viva la música!, p. 136.
[78] Ibid., p. 91.
[79] Ibid., p. 136.
[80] Énfasis suplido. Ibid., p. 144.
[81] La expresión nos recuerda aquélla de “danzar sobre el abismo”. ¿Habría leído Caicedo este célebre pasaje?: “Cuando un hombre llega a adquirir la convicción profunda de que es menester que sea mandado, se vuelve creyente. Pero podemos imaginarnos también el caso contrario, el de la alegría y la fuerza de la soberanía individual, el de una libertad en el querer, por la cual abandone el espíritu toda fe, toda ansia de certeza, viéndose diestro en tenerse sobre las ligeras cuerdas de todas las posibilidades y capaz de danzar sobre el abismo”; cf. Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia (V, aforismo 347, en cualquier edición; énfasis de Nietzsche).
[82] Ibid., p. 161.
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