Uno a uno los rastros de la tormenta se deslizaban por el tejado de caña entretejida hasta caer, junto a nosotros, en ese viejo platón de metal barnizado de porcelana. Afuera aun no paraba de llover. Diminutas partículas de agua saltaban hasta mí después de golpear impetuosas contra el recipiente, dándome a conocer su temperatura, baja como el mismo techo de la casa. La mama Jesusa puso aquel recipiente en la esquina junto a la consola de roble rojizo, que el abuelo le había regalo en sus años mozos, cuando mi mamá apenas era una guambita.
La lluvia, que se desprendía de un cúmulo de nubes gruesas que se golpeaban violentamente, no era gratuita para la mama Jesusa, alimentaba los desdenes del pasado y revolcaba sus memorias. Una vez su mente quedaba sin ocupación se veía obligada a conducir por la autopista de los recuerdos, que la llevaba siempre a la misma estación, la muerte de su amado Higor. En su larga vida de furiosa lucha y maternal regocijo no había sido un solo Higor quien logró robar su corazón. Higor I e Higor II habían sido totalmente diferentes, nunca tan siquiera se cruzaron la mirada, siempre y para siempre asimétricos, aunque compartieran el amor de una mujer. A Jesusa la vida no le había sonreído hasta que lo conoció. Tardíamente él hizo surgir en ella la ilusión de mirar sin fronteras, de soñar y vivir. Es que Jesusa no fue la misma desde la muerte de él o de ellos.
Clic, clic, clic, clic, sonaba el golpear de las gotas de lluvia. Habíamos estado mirando la televisión hasta que el apagón oscureció la habitación. No quedaba otra opción que juntarnos un poco para que el calor que emanaba de nuestros cuerpos nos envolviera con un manto calido para aguardarnos del frío, aquel que se colaba por las ranuras de la madera de las viejas puertas, rajadas por el sol y el agua. Nunca entendí porque alguien había diseñado una casa tan extraña, ninguna de sus habitaciones comunicaba con la otra; se debía salir al corredor para poder circular por ella. Puertas adelante y atrás, ni una sola puerta al costado. Jesusa corrió la silla mecedora de mimbre tejido en la que reposaba su grande y trajinado cuerpo. Yo también quería el calor de la compañía, alcé la butaquita en la que me senté esa noche para ver junto a la mama la telenovela de las ocho y me puse frente a ella. El inmutable silencio que se vivía mientras prestábamos atención a la televisión, se transformaría en un constante golpear de su voz en mis oídos, escuchándola hablar de Higor.
Higor ató los arreos al lomo del caballo, lo montó y salió muy temprano, mientras un manto lúgubre cubría el cielo de negro, agüero de que en la provincia se avecinaba un chubasco. Jesusa también se había puesto en pie desde muy temprano, de hecho observó como él se alistaba para salir. Higor cruzó el umbral de la hacienda mientras Jesusa lo observaba, al tiempo que terminaba de meter en su pie derecho la bota de caucho negro para trabajar en el sembradío, era tiempo de cosecha. La guayaba había florecido hacía cuatro meses y ahora los frutos eran grandes y sabrosos. Ella ese había hecho vieja, mucho más de lo que siempre creyó ser. Su mirada triste, apaciguada por el vacío, desprendía una lágrima. Lo amaba pero se sentía culpable de no ser lo que aquel joven deseaba que fuese. Secó la lágrima que cautelosa se acercaba a sus labios. En la hora del trabajo se debía olvidar todo aquello que exprimía los corazones, así que tomó el canasto y una vara larga para bajar los frutos que se encontraban altos y se dirigió al campo de guayabos. Así recuerda la mama Jesusa la última vez que vio a Higor.
Ella nunca entendió si él la quiso en realidad, pero de quien sí puede asegurar que hubo amor fue de parte de Higor, el otro. En ocasiones La mama parecía extrañar más a Higor II que al hombre. Cómo no desear más la presencia de quien en realidad estuvo siempre disponible para ti. Jesusa agradecía que no la hubiera dejado sola. En algún momento de su vida llegó a pensar que la oscuridad de la soledad la apresaría y la condenaría a una muerte lenta y desdichada. Terminado el bachillerato yo había decidido quedarme con la abuela en el campo, aborrecía la ciudad. Había vivido en esa aparente calma y mi deseo no era migrar al bullicio y la intranquilidad, como lo hizo mi madre y mi hermana en el invierno pasado.
Juntos el frío se apaciguaba. Ella recordó cuando sentaba sobre su regazo al pequeño Higor, quien habría de llegar después de la muerte del otro. Aquella mañana en la que el cielo amenazaba con llover, se soltó sobre la provincia un aguacero parecido al que vivíamos esa noche. La mama tuvo que huirle al fuerte caer del agua, logró llenar el canasto de frutos, aunque faltaba por cosechar la mitad del campo. Justo cuando su ultima bota se despegaba del pasto y trataba de unirse con la otra que le esperaba sobre el andencito de cemento, cayó un rayo muy cerca. El estruendo la estremeció, invocó a San Severino bendito, el santo de la lluvia, para que protegiera a todos. La mama Jesusa nos había enseñado la oración de san Severino para que rezáramos en todas las ocasiones en que una lluvia se tornara peligrosa, que por cierto eran muchas en esta zona.
Las trágicas noticias son aquellas que no se hacen esperar y que a pesar de la lluvia traspasan sin miedo el furor de la naturaleza. El abuelo había sido impactado por una descarga eléctrica que calcinó sus órganos y sus huesos, hasta reducirlo a una macha negra sobre el camino. Lo único que permitió el reconocimiento del occiso fueron los estribos sobre los cuales apoyaba los pies, esos que llevaban grabado su nombre en letras mayúsculas.
– No era para nada extraño que su funeral estuviera colmado de mujeres, si es que ese Higor era un pichón, y estaba repleto de mozas – dijo la abuela Jesusa a la vez que se paraba de la silla. Ella lo había permitido, y se cuestionaba a cada rato sobre qué tenía una vieja para ofrecerle a un joven. Se habían casado dos meses después de que ella cumpliera los cuarenta y un años y él rondaba apenas por los veinte. El tren de la juventud parecía abandonar a la abuela sin haberse casado, casi se queda vistiendo santos y ayudando al padre en la sacristía de la capilla de la virgen de Yanaconas.
La mama Jesusa tomó con sus manos la perilla del gabinete superior de la consola de roble rojizo que el abuelo le había regalado en su tercer aniversario de casados. Allí guardaba las velas blancas, un candelabro de barro quemado, y una caja de fósforos con un diablo estampado sobre un fondo azul. Insertó la vela en el candelabro y lo puso sobre la carpeta bordada en croché que adornaba el mueble de madera. De nuevo la luz tenue me permitía ver su rostro, desquebrajado por el paso de las décadas. Ella seguía recordando.
Mucha gente vino al funeral de tu abuelo, amigos y familiares viajaron desde muy lejos. Hubiera preferido que no llegase tanta gente… mejor, que nadie llegara. Deseaba volar y remontar ese dolor, compartirlo con nadie, escaparme de esa ausencia. Desfiles y desfiles de gente se acercaban a mí. ¡Que diablos! A muchos ni los conocía y me tocaba atenderles. Dos señoras, esposas no recuerdo de quien, me colaboraron en mi deseo de cocinar para todos un sancocho de gallina, ambas insistieron en que debía descansar, pero, yo no deseaba estar afuera con tanta gente diferente, ni tampoco recostada en mi cama. La casa y sus alrededores seguían llenándose, ya no de personas sino de insectos y animales. Las sobras de los comensales junto con la descomposición del bagazo de las guayabas que quedaba de la preparación del bocadillo de la semana pasada, atrajeron moscas, cucarachas y algunos perros vagabundos, entre ellos uno que llegó y nunca quiso irse hasta el día de su muerte. Contaba La mama Jesusa mientras me miraba.
Él se apodero de un espacio que en principio no le pertenecía, pero de un corazón que sería suyo toda la vida. No se si por tratar de llenar un vacío o por falta de creatividad, la mama Jesusa puso a aquel animal, gracioso por tener patas cortas, Higor, Higor II. “Paticortico” era el buen compañero de aventuras que todo niño intrépido de 10 años desearía tener. Recuerdo cuando íbamos juntos a bañar a la quebrada que corría atrás de la casa. Cuando llegábamos, él era el primero en lanzarse al agua y ¡vaya forma de nadar! Su cabeza se veía más pequeña cuando la corriente le peinaba el pelo y se lo pegaba al cráneo. Me encantaba verlo zambullirse y mover en el río, verlo correr y perseguir pajaritos, escucharle ladrar a los descocidos. Ya ni tiempo tengo de ir al río y si lo tuviera debería ir lejos de aquí, pues los años y el irrespeto de los humanos a la naturaleza han secado la quebrada. El tiempo lo ha cambiado todo.
Ahora, las funciones de la abuela Jesusa se han limitado a supervisar los procesos de siembra, cosecha y procesamiento de las guayabas de su finca. Su cuerpo ha ido perdiendo fuerza y ya puede, como antes, hacerse cargo de todo. Ella recuerda cuando preparaba la leña y montaba la gigantesca paila de cobre sobre el fogón de ladrillo de adobe para la elaboración del bocadillo de guayaba. Higor caminaba detrás de ella sin estorbarla ni tropezarla, haciendo sonar sus uñas contra el piso de cemento. La mezcla de pulpa de fruta, azúcar, jugo de naranja y agua, se ponía a reducir y se rebullía sin parar durante horas. Higor se sentaba frente a la abuela y la miraba como dándole ánimos para la realización de su labor. La mama movía y movía la gran cuchara de palo hasta cuando la mezcla se homogenizaba y al raspar la paila con la cuchara se viera el fondo. Después, vertía la pasta en unos cubículos rectangulares de madera, que le darían la forma final al producto. Higor seguía allí observándola, acompañándola como muchas veces no supo hacer su tocayo. Ella cubría con un lienzo el bocadillo y lo dejaba en proceso de secado, apagaba la luz y salía al corredor trasero para dirigirse a su habitación. El sonar de las uñitas de Higor golpeando contra el piso, le indicaban que el la escoltaría hasta su cuarto y que dormiría con ella. La mama Jesusa se llenaba de nostalgia al recordar a su esposo y a su mascota, quienes a pesar de llamarse igual, sabía distinguirlos en sus recuerdos.
El flujo de energía eléctrica se reanudó y la tormenta apaciguo su revoltura. La mama se incorporó de su silla y tomó camino en dirección al televisor, espichó el botón cuadrado de la esquina inferior derecha de la pantalla y continuamos viendo la telenovela. Ese día la protagonista se daría por enterada que su padre era el hombre más rico de la ciudad, que sería la heredera de una cuantiosa fortuna y que al fin dejaría de pasar penas y desgracias. Además –y eso que más le interesaba a La mama Jesusa- que aquella mujer, Pilar Magnolia, sería digna ante los ojos de la familia del protagonista, de merecer el amor de Gilberto José, quien había luchado por ella desde el primer capitulo.
La lluvia, que se desprendía de un cúmulo de nubes gruesas que se golpeaban violentamente, no era gratuita para la mama Jesusa, alimentaba los desdenes del pasado y revolcaba sus memorias. Una vez su mente quedaba sin ocupación se veía obligada a conducir por la autopista de los recuerdos, que la llevaba siempre a la misma estación, la muerte de su amado Higor. En su larga vida de furiosa lucha y maternal regocijo no había sido un solo Higor quien logró robar su corazón. Higor I e Higor II habían sido totalmente diferentes, nunca tan siquiera se cruzaron la mirada, siempre y para siempre asimétricos, aunque compartieran el amor de una mujer. A Jesusa la vida no le había sonreído hasta que lo conoció. Tardíamente él hizo surgir en ella la ilusión de mirar sin fronteras, de soñar y vivir. Es que Jesusa no fue la misma desde la muerte de él o de ellos.
Clic, clic, clic, clic, sonaba el golpear de las gotas de lluvia. Habíamos estado mirando la televisión hasta que el apagón oscureció la habitación. No quedaba otra opción que juntarnos un poco para que el calor que emanaba de nuestros cuerpos nos envolviera con un manto calido para aguardarnos del frío, aquel que se colaba por las ranuras de la madera de las viejas puertas, rajadas por el sol y el agua. Nunca entendí porque alguien había diseñado una casa tan extraña, ninguna de sus habitaciones comunicaba con la otra; se debía salir al corredor para poder circular por ella. Puertas adelante y atrás, ni una sola puerta al costado. Jesusa corrió la silla mecedora de mimbre tejido en la que reposaba su grande y trajinado cuerpo. Yo también quería el calor de la compañía, alcé la butaquita en la que me senté esa noche para ver junto a la mama la telenovela de las ocho y me puse frente a ella. El inmutable silencio que se vivía mientras prestábamos atención a la televisión, se transformaría en un constante golpear de su voz en mis oídos, escuchándola hablar de Higor.
Higor ató los arreos al lomo del caballo, lo montó y salió muy temprano, mientras un manto lúgubre cubría el cielo de negro, agüero de que en la provincia se avecinaba un chubasco. Jesusa también se había puesto en pie desde muy temprano, de hecho observó como él se alistaba para salir. Higor cruzó el umbral de la hacienda mientras Jesusa lo observaba, al tiempo que terminaba de meter en su pie derecho la bota de caucho negro para trabajar en el sembradío, era tiempo de cosecha. La guayaba había florecido hacía cuatro meses y ahora los frutos eran grandes y sabrosos. Ella ese había hecho vieja, mucho más de lo que siempre creyó ser. Su mirada triste, apaciguada por el vacío, desprendía una lágrima. Lo amaba pero se sentía culpable de no ser lo que aquel joven deseaba que fuese. Secó la lágrima que cautelosa se acercaba a sus labios. En la hora del trabajo se debía olvidar todo aquello que exprimía los corazones, así que tomó el canasto y una vara larga para bajar los frutos que se encontraban altos y se dirigió al campo de guayabos. Así recuerda la mama Jesusa la última vez que vio a Higor.
Ella nunca entendió si él la quiso en realidad, pero de quien sí puede asegurar que hubo amor fue de parte de Higor, el otro. En ocasiones La mama parecía extrañar más a Higor II que al hombre. Cómo no desear más la presencia de quien en realidad estuvo siempre disponible para ti. Jesusa agradecía que no la hubiera dejado sola. En algún momento de su vida llegó a pensar que la oscuridad de la soledad la apresaría y la condenaría a una muerte lenta y desdichada. Terminado el bachillerato yo había decidido quedarme con la abuela en el campo, aborrecía la ciudad. Había vivido en esa aparente calma y mi deseo no era migrar al bullicio y la intranquilidad, como lo hizo mi madre y mi hermana en el invierno pasado.
Juntos el frío se apaciguaba. Ella recordó cuando sentaba sobre su regazo al pequeño Higor, quien habría de llegar después de la muerte del otro. Aquella mañana en la que el cielo amenazaba con llover, se soltó sobre la provincia un aguacero parecido al que vivíamos esa noche. La mama tuvo que huirle al fuerte caer del agua, logró llenar el canasto de frutos, aunque faltaba por cosechar la mitad del campo. Justo cuando su ultima bota se despegaba del pasto y trataba de unirse con la otra que le esperaba sobre el andencito de cemento, cayó un rayo muy cerca. El estruendo la estremeció, invocó a San Severino bendito, el santo de la lluvia, para que protegiera a todos. La mama Jesusa nos había enseñado la oración de san Severino para que rezáramos en todas las ocasiones en que una lluvia se tornara peligrosa, que por cierto eran muchas en esta zona.
Las trágicas noticias son aquellas que no se hacen esperar y que a pesar de la lluvia traspasan sin miedo el furor de la naturaleza. El abuelo había sido impactado por una descarga eléctrica que calcinó sus órganos y sus huesos, hasta reducirlo a una macha negra sobre el camino. Lo único que permitió el reconocimiento del occiso fueron los estribos sobre los cuales apoyaba los pies, esos que llevaban grabado su nombre en letras mayúsculas.
– No era para nada extraño que su funeral estuviera colmado de mujeres, si es que ese Higor era un pichón, y estaba repleto de mozas – dijo la abuela Jesusa a la vez que se paraba de la silla. Ella lo había permitido, y se cuestionaba a cada rato sobre qué tenía una vieja para ofrecerle a un joven. Se habían casado dos meses después de que ella cumpliera los cuarenta y un años y él rondaba apenas por los veinte. El tren de la juventud parecía abandonar a la abuela sin haberse casado, casi se queda vistiendo santos y ayudando al padre en la sacristía de la capilla de la virgen de Yanaconas.
La mama Jesusa tomó con sus manos la perilla del gabinete superior de la consola de roble rojizo que el abuelo le había regalado en su tercer aniversario de casados. Allí guardaba las velas blancas, un candelabro de barro quemado, y una caja de fósforos con un diablo estampado sobre un fondo azul. Insertó la vela en el candelabro y lo puso sobre la carpeta bordada en croché que adornaba el mueble de madera. De nuevo la luz tenue me permitía ver su rostro, desquebrajado por el paso de las décadas. Ella seguía recordando.
Mucha gente vino al funeral de tu abuelo, amigos y familiares viajaron desde muy lejos. Hubiera preferido que no llegase tanta gente… mejor, que nadie llegara. Deseaba volar y remontar ese dolor, compartirlo con nadie, escaparme de esa ausencia. Desfiles y desfiles de gente se acercaban a mí. ¡Que diablos! A muchos ni los conocía y me tocaba atenderles. Dos señoras, esposas no recuerdo de quien, me colaboraron en mi deseo de cocinar para todos un sancocho de gallina, ambas insistieron en que debía descansar, pero, yo no deseaba estar afuera con tanta gente diferente, ni tampoco recostada en mi cama. La casa y sus alrededores seguían llenándose, ya no de personas sino de insectos y animales. Las sobras de los comensales junto con la descomposición del bagazo de las guayabas que quedaba de la preparación del bocadillo de la semana pasada, atrajeron moscas, cucarachas y algunos perros vagabundos, entre ellos uno que llegó y nunca quiso irse hasta el día de su muerte. Contaba La mama Jesusa mientras me miraba.
Él se apodero de un espacio que en principio no le pertenecía, pero de un corazón que sería suyo toda la vida. No se si por tratar de llenar un vacío o por falta de creatividad, la mama Jesusa puso a aquel animal, gracioso por tener patas cortas, Higor, Higor II. “Paticortico” era el buen compañero de aventuras que todo niño intrépido de 10 años desearía tener. Recuerdo cuando íbamos juntos a bañar a la quebrada que corría atrás de la casa. Cuando llegábamos, él era el primero en lanzarse al agua y ¡vaya forma de nadar! Su cabeza se veía más pequeña cuando la corriente le peinaba el pelo y se lo pegaba al cráneo. Me encantaba verlo zambullirse y mover en el río, verlo correr y perseguir pajaritos, escucharle ladrar a los descocidos. Ya ni tiempo tengo de ir al río y si lo tuviera debería ir lejos de aquí, pues los años y el irrespeto de los humanos a la naturaleza han secado la quebrada. El tiempo lo ha cambiado todo.
Ahora, las funciones de la abuela Jesusa se han limitado a supervisar los procesos de siembra, cosecha y procesamiento de las guayabas de su finca. Su cuerpo ha ido perdiendo fuerza y ya puede, como antes, hacerse cargo de todo. Ella recuerda cuando preparaba la leña y montaba la gigantesca paila de cobre sobre el fogón de ladrillo de adobe para la elaboración del bocadillo de guayaba. Higor caminaba detrás de ella sin estorbarla ni tropezarla, haciendo sonar sus uñas contra el piso de cemento. La mezcla de pulpa de fruta, azúcar, jugo de naranja y agua, se ponía a reducir y se rebullía sin parar durante horas. Higor se sentaba frente a la abuela y la miraba como dándole ánimos para la realización de su labor. La mama movía y movía la gran cuchara de palo hasta cuando la mezcla se homogenizaba y al raspar la paila con la cuchara se viera el fondo. Después, vertía la pasta en unos cubículos rectangulares de madera, que le darían la forma final al producto. Higor seguía allí observándola, acompañándola como muchas veces no supo hacer su tocayo. Ella cubría con un lienzo el bocadillo y lo dejaba en proceso de secado, apagaba la luz y salía al corredor trasero para dirigirse a su habitación. El sonar de las uñitas de Higor golpeando contra el piso, le indicaban que el la escoltaría hasta su cuarto y que dormiría con ella. La mama Jesusa se llenaba de nostalgia al recordar a su esposo y a su mascota, quienes a pesar de llamarse igual, sabía distinguirlos en sus recuerdos.
El flujo de energía eléctrica se reanudó y la tormenta apaciguo su revoltura. La mama se incorporó de su silla y tomó camino en dirección al televisor, espichó el botón cuadrado de la esquina inferior derecha de la pantalla y continuamos viendo la telenovela. Ese día la protagonista se daría por enterada que su padre era el hombre más rico de la ciudad, que sería la heredera de una cuantiosa fortuna y que al fin dejaría de pasar penas y desgracias. Además –y eso que más le interesaba a La mama Jesusa- que aquella mujer, Pilar Magnolia, sería digna ante los ojos de la familia del protagonista, de merecer el amor de Gilberto José, quien había luchado por ella desde el primer capitulo.
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