Leo por estos días De eso se trata, el último libro de ensayos literarios de Juan Villoro, y me pregunto cómo lo hace.
Tan eruditos como pedagógicos, tan corteses con el experto como con el recién llegado, los ensayos de Villoro son un modelo de lo que puede dar este género tercamente meditabundo en este tiempo en que la meditación (y su compañera de viaje, la incertidumbre) es sospechosa. “El ensayo literario —nos dice en un prólogo que no tiene desperdicio— sirve por igual a los lectores con pie plano que a caminantes consumados, al que ignora casi todo de los temas tratados y al que conoce más que el autor”. Y eso es en buena parte porque el ensayo, como lo practica Villoro, es un género juguetón: el ensayista se aleja de toda percepción de la literatura como ciencia, y no quiere exponernos —o imponernos— sus certezas, sino compartir —nunca impartir— sus dudas. “Ensayar: leer en compañía”. Pues eso.
El libro es un recorrido por obsesiones que sus lectores ya le conocíamos a Villoro y por otras que nos resultan nuevas y acaso sorprendentes. Dos textos sobre Shakespeare y Cervantes abren la serie; la cierra una extensa reflexión sobre Onetti, cuyos libros, ahora que se cumple un siglo de su nacimiento, van generando no ríos de tinta, pero sí un goteo firme y constante. En el medio hay ensayos sobre los viejos amigos germánicos del germanófilo Villoro: Lichtenberg, Goethe, Klaus Mann. Hay ensayos sobre Hemingway (tres, para más señas) y sobre ese tío político de Hemingway que fue Chéjov. Hay un ensayo sobre Bajo el volcán, de Lowry, y otro sobre El entenado, de Saer. Y todos me han remitido por caminos misteriosos a aquella idea de Ricardo Piglia: la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía.
Es cierto que la crítica y el ensayo son cosas muy distintas, pues el crítico intenta iluminar un texto, hacer un juicio de valor, dar a cada cual lo que se merece; mientras tanto, el ensayista quiere relativizar los valores, subvertir las jerarquías, leer un clásico como nunca se había leído antes o leer algo que nunca se había leído como si fuera un clásico. Pero el fondo de la frase de Piglia no cambia: los ensayos de un autor de ficciones suelen ser con frecuencia los lugares más reveladores, no sólo sobre las ficciones del autor, sino sobre el autor mismo. Martin Amis dice que todo novelista que practica la crítica es un proselitista secreto de su propia obra. Mientras comenta o explora los textos ajenos, el novelista quiere dar pistas a sus lectores sobre cómo le gustaría que se leyeran los propios. Un libro de ensayos es una sutil y abstracta confesión sentimental. “Un strip-tease al revés”, dice Villoro, aplicándole al ensayo la metáfora que Vargas Llosa usaba para la ficción.
“Profesionales del yo, los escritores están obligados a explicarse a sí mismos no a partir de sus libros, sino de las recónditas intenciones que los llevaron a escribirlos”, escribe Villoro en El diario como forma narrativa. Y se me ocurre que el ensayo literario es testimonio de la rebeldía del escritor ante esa situación: en vez de aceptar la obligación de confesarse en público, el escritor hace esa confesión lateral e indirecta que es un ensayo: explica sus libros al explorar los de los otros. Y al hacerlo, además, se explica a sí mismo.
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