¿Qué propone una ciudad? ¿Cuáles son sus misterios, sus escondrijos, sus paraísos subterráneos? ¿Y cuáles sus dispositivos para el deleite? Si a toda ciudad la caracteriza el juego entre ofrecimientos y negaciones (entre sus aperturas y sus cerrazones), a la capital de la República Mexicana, con sus catorce o quince millones de habitantes que el valle del Anáhuac multiplica, la distingue el cúmulo de espacios donde se aglomeran las ofertas y las escasas oportunidades de aprovechamiento. Así, la Ciudad de México es un comedero, es un bebedero, es la coreografía del subempleo alrededor de los semáforos, es un teatro de escenarios ubicuos, es el frotarse de cuerpos en el Metro, es el depósito histórico de olores y sinsabores, es una primera comunión meses antes de la boda, es el anhelo de un cuarto propio, es la familia encandilada ante la televisión, es el santiguarse de los taxistas al paso de los templos, es la incursión jubilosa y amedrentada en la vida nocturna, es un paseo por los museos voluntarios e involuntarios, es la expedición de franquicias que subrayan la falsa y asombrosa semejanza con una ciudad norteamericana.
Todavía, y pese a las quejas sobre la pérdida de la identidad, la Ciudad de México retiene su método excepcional para integrar y subrayar diferencias y semejanzas. Admítase para comenzar que la unidad ostensible proviene de la imposibilidad del orden. Sin esto jamás alcanzará la armonía que lo controle al azar, o como quiera llamársele a las disciplinas imprevistas de los conjuntos. La urbe es proteica a la fuerza. Y la forma homogénea que le es propia, se desprende de las inercias y decisiones de la mirada errante y el oído con capacidad de síntesis.
Y en la ciudad todo tiende a la conjugación de los paisajes parciales: el taller automotriz y las estéticas unisex, la avalancha de casitas de clase media y de unidades habitacionales donde uno puede muy bien entrar a un departamento ajeno y quedarse allí la vida entera, los restaurantes que quieren sustituir a los barrios, los centros comerciales, los castillos de la burguesía construidos para el asombro y ya reconsagrados al ocultamiento y el resguardo. Y si la ciudad admite con facilidad los extremos es porque lo extremoso es el marco de lo cotidiano.
Al cabo de estos años, la ciudad, tan pródiga en ofrecimientos, ya sólo dispone en rigor de una leyenda en ejercicio: el milagro de su perdurabilidad y sobrevivencia. ¿Cómo no admirar la coexistencia de millones de personas en medio de los desastres en el suministro de agua, en la vivienda, en el transporte, en las opciones de trabajo, en la seguridad pública? Antes, cuando el catastrofismo no sojuzgaba los espíritus y no regía la catástrofe, la ciudad se permitió leyendas más específicas y optimistas, atmósferas que educaban o maleducaban la sensibilidad, sitios que por sí solos representaban estados de ánimo, personajes que todavía no se volvían sinónimo de la conducta repetitiva, trámites de iniciación o ratificación en la Noche Orgiástica sin los cuales no se expediría el certificado de madurez.
De los veinte a los cincuenta, en las décadas hoy tan celebradas, la ciudad pulió personajes, los ensayó ante públicos bravíos, multiplicó o preservó los sitios institucionales, y requirió del catálogo de identificaciones, de la ronda de modelos que van de Lucha Reyes a José Alfredo Jiménez, del boxeador Chango Casanova al futbolista Horacio Casarín, de la orquesta de Acerina con "Nereidas" a la de Pérez Prado con "Caballo Negro", del peladito al ruletero, de Cantinflas a Pedro Infante, de Dolores del Río a María Félix, del macho Jorge Negrete al homosexual Salvador Novo, de la cocina mestiza y multirregional a las primeras hamburgueserías, del tequila para afinar garganta al jaibol para inaugurar status, de la mexicanización programática a la americanización compulsiva, de lo homogéneo a lo plural, de lo mismo a lo de siempre.
En eso se pensaba cuando se dejó caer, numerosa como la conciencia de culpa, la demografía, los muchos que aquí nacían y los incontables que la provincia expulsaba, cuando todavía lo provinciano (el término peyorativo) no iniciaba su tránsito hacia lo regional (el término descriptivo).
El centralismo pagó sus malevolencias y desmesuras con las masas que descendían de camiones y trenes y aquí se quedaban porque la idea del regreso al pueblo era más ardua de soportar que el desarraigo. Y el peso del asalto demográfico impulsó y evaporó gustos y predilecciones, relativizó el comportamiento, puso en jaque a la moral tradicional, hizo todo menos alterar el equilibrio entre lo que anima a vivir a fondo la ciudad y lo que retiene en casa.
*El autor es escritor mexicano. El texto hace parte de la Guía del Pleno Disfrute de la Ciudad de México.
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