Santiago Sierra, uno de los artistas españoles más reconocidos del momento, exhibe en la galería Helga de Alvear de Madrid su última obra, Los penetrados. Se trata –según reporta el diario El País en su edición del 15 de enero de 2009– de un video de 45 minutos en que un grupo de negros y negras se abocan a toda la gama de penetraciones anales. Según su autor, la obra quiere ejemplificar, entre otras cosas, “la tradicional paranoia de los blancos hacia los negros o de los europeos con los africanos. Tiene que ver con un fuerte pánico, pues pensamos que tarde o temprano habrán de cobrarse justicia por nuestras codiciosas canalladas pasadas y presentes”. De alguna forma, más allá de la brutalidad o del impudor, lo que sorprende de la propuesta es su absoluta falta de sorpresa. Si el artista hubiera defendido la esclavitud, o el mercado, o la política exterior norteamericana, quizás habría removido en sus espectadores, además del morbo y el asco, la fibra de la alarma, de la conmoción o de la novedad, al menos.
Pero la misma etiqueta de arte político, que algunos inexplicablemente eligen ponerse, supone que esa política es siempre de izquierda. Así, Sierra ha denunciado en Chile el acoso a los inmigrantes peruanos poniendo a una serie de figuras públicas chilenas frente a un grupo de estos; así, ha denunciado, a través de las distintas maneras de fregar el piso, la desigualdad social en México; así, ha tapiado el estand de España en la Bienal de Venecia exigiendo para entrar el DNI (Documento Nacional de Identidad) español.
Algo no tan distinto sucede, aunque con menos grosor y efectividad, con el chileno Alfredo Jaar (para sólo hablar del ámbito hispanoparlante), que en su obra denuncia el imperialismo norteamericano en Nueva York, la banalidad del horror en Ruanda y la imposibilidad de relatarlo, el drama de los sin casa en la rica Montreal. Con cierto talento poético en el caso de Jaar y con cierto ingenio teatral en el caso de Sierra, sus obras no hacen más que visitar lo que el sentido común periodístico ya ha digerido antes. En Ruanda los artistas ven lo horrible que son las matanzas; en las fronteras se alarman por la precariedad de los inmigrantes; en la selva se desesperan con las tribus que pierden su idioma por culpa de la globalización. Ilustran así, con desigual éxito, lo que ya sabemos de antemano. No se internan más allá de lo que hace un reportero televisivo, sólo le agregan un aparato teórico, generalmente enrevesado, que de alguna manera alivia al artista del peso de la culpa por hacer espectáculo del dolor ajeno –y cobrar por ello. Se indignan de lo que ya nos indigna, pero al mismo tiempo lo instalan, lo alhajan, lo hacen arte –es decir, mercancía. Hacen estética que puede ser rompedora, inesperada, novedosa, justamente porque su ética es banal. El espectador acepta lo vanguardista de la forma porque sabe de antemano qué y cómo tiene que pensar; permite que las penetraciones lo choqueen todo lo que puedan, con tal de saber que, como es cierto pero no novedoso, los blancos son los malos que merecen ser castigados y los negros simplemente se están vengando de siglos y siglos de terrible colonialismo.
“No dejes que la realidad arruine una buena historia” dicen que dijo un periodista alguna vez. La frase se aplica con tanta o más exactitud al arte político, que renuncia a los matices, las complejidades y las paradojas, que son justamente lo que los artistas y sólo los artistas pueden ver. Muy luego la cadena alimenticia se cierra sobre sí misma, y ese arte que nace del periodismo termina generalmente en él. Nada hay más fácil de reportear, nada es mejor recibido por el editor de las páginas culturales, que ese arte que es más fácil de describir que de mirar. Arte que se basa en anécdotas y moralejas, los dos ingredientes básicos de todo periodismo. Anécdotas y moralejas previamente digeridas que son lo que permiten al artista, como al periodista, trasladarse de un lugar a otro del mundo y llegar rápidamente a una conclusión radical sobre la realidad que visita. Así, no importa que esas autoridades, que comparecen en la obra de Sierra ante el tribunal de los inmigrantes peruanos, sean de los pocos chilenos que se preocupan por la situación de esos peruanos. No importa que los que golpean a los inmigrantes y queman sus casas sean sus mismos vecinos, unos chilenos sólo un poco menos pobres que ellos. Esos chilenos que odian, esos vecinos con quienes el conflicto se trenza, no aceptarían nunca ser parte del juego, mientras las autoridades se someten por una incomprensible mezcla de esnobismo y culpa. El racista real, vivo, no tendría empacho en golpear a Sierra, que cómodamente prefiere pagar a sus peruanos y que le pague a él mismo el poder que cuestiona y salir indemne de una denuncia que no denuncia a nadie. Los peruanos, una vez más, son trabajadores a sueldo mientras los poderosos ocupan el centro del escenario. Por supuesto, Sierra querría hacernos creer que justamente eso es la ironía que quiere plantearnos. Samuel Johnson dijo que el patriotismo es el último refugio de los canallas. Algo parecido se podría decir de la ironía.
Porque he ahí la otra paradoja del arte político: las universidades en que este nace y se alimenta le enseñan al alumno la idea decimonónica de que el arte es, por esencia, cuestionador, irreverente, antisistémico. Pasan por alto las figuras de esos artistas que, mucho antes del arte político, hicieron arte y al mismo tiempo política, pintores como Rubens o Velázquez, que fueron embajadores y cortesanos de sus reyes. El arte político es así siempre un diálogo irónico, provocador, reflexivo contra el poder. “Todo lo que no sea un aplauso permanente a las virtudes del poder es siempre una provocación”, alega Sierra cuando se le califica de provocador por filmar sodomizaciones de sus bien pagados (doscientos cincuenta euros por cabeza) modelos. No cabe duda de que el mundo de los negocios y la política está más bien dominado por racistas que reprimen y callan a homosexuales, peruanos y artistas varios. En el mundo del arte, sin embargo, son otros los discursos que dominan, otras las certezas que venden. Puede así George Bush gobernar la Casa Blanca, pero es el antibushismo más radical el que te asegura cierto lugar y espacio vital en las galerías de Chelsea. Puede así perfectamente la misma persona votar por los republicanos y estar a favor de que echen a todos los mexicanos de Estados Unidos, y financiar, a través de su fundación, una obra que justamente cuestiona la política migratoria de Estados Unidos.
Sierra defiende a los peruanos ilegales en Chile perpetrando un arte que se hace justamente a espalda del gusto estético de estos. Gusto estético que es permanente objeto de burla e ironía en todas las escalas del arte contemporáneo: impresionismo, realismo, bodegones y retratos calificados a la rápida de arte de masa engañada por el consumismo, ahogada en la ignorancia y la alienación. El arte político, como la izquierda de campus universitario que lo consagró, puede amar al pueblo pero detesta la democracia. En eso, y sólo en eso, se parece el artista político a Velázquez y Rubens. No es cortesano o embajador de los reyes como estos, pero sí lo es de quienes reinan en el mundo del arte: las fundaciones, las universidades, los coleccionistas, pero también los periodistas culturales, los medios en general y finalmente la publicidad. Resulta así paradójico que los artistas políticos suelan despreciar las campañas de Benetton, que sólo han logrado masificar su visión del mundo y el arte.
El abuelo de este arte político, Marcel Duchamp, recorrió justamente el camino contrario de sus nietos. Quizás es por eso tanto más joven que ellos. Mantuvo sobre la política mundial un hastiado silencio, mientras juntó todas sus fuerzas y sus venenos para atacar el poder en el arte, representado justamente en la figura del prestigio. Fue eso lo que detestó en el arte olfativo, el aura sagrada de la pincelada, la religión acrítica de los materiales. No quiso cambiar el mundo ni el arte, sólo destruir todos sus rituales para volver a su esencia, una esencia que antecedía la línea, el color, la forma misma convertida en fetiche por los coleccionistas, vanguardistas y críticos de entonces.
El arte, vino a decir Duchamp, está en todas partes menos donde se lo espera. Luego llegó a la conclusión de que la no pintura podía ser portadora de los mismos mecanismos de prestigio que había rechazado en la pintura. Así, después de hacer visible a través de un urinario y unos bigotes la vanidad de toda obra, empezó a construir la suya. Una obra que, por cierto, es política, aunque no comente el diario de hoy sino unos tratados de escolástica y alquimia de la Edad Media.
Sólo los que no comprenden el sentido profundo de la obra de Duchamp se sorprenden de que su ídolo final haya sido Matisse. Sus caminos, inversos en tantos sentidos, no podían más que unirse al final. Los dos buscaban la desnudez, los dos desmontaban los recursos de la pintura, los dos perseguían la esencia de su arte. En esa esencia estaba por cierto la política, la administración del poder de cada pincelada, de cada imagen, el conocimiento de las fuerzas morales que habitan cada gesto, cada color. La banalidad de sus opiniones ciudadanas la reservaron para el bar y los amigos. La revolución era la otra, esa que obligó al prestigio, es decir, al poder, a admitir sus reglas.
Eso es quizá lo que el arte político evita. Su inconformismo obligatorio es la máscara más visible del peor de los conformismos. Esperable final: obsesionado con desnudar los mecanismos del poder, ha terminado por escenificar su propia impotencia. ¿No es la impotencia, la de un artista, la de una forma de entender o no querer entender el arte, la verdadera metáfora que se esconde detrás de esas penetraciones anales sin comienzo ni fin? ~
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