lunes, 22 de junio de 2009

Roberto Bolaño (1953-2003) Por Alan Pauls

Leí Los detectives salvajes un verano, en un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable. Era –tamaño obliga– casi el único libro que había llevado. (Había otros, más modestos, que languidecieron pronto en el fondo de un bolso azul, entre medias que nunca usamos, pilas, un Scrabel sin la letra zeta y... ¡una bufanda!) A los diez minutos de llegar, cuando abríamos la puerta del rancho que habíamos alquilado, el cielo se encapotó, unos relámpagos brillaron mudos en el cielo y las paredes temblaron. Llovió dos horas sin parar, con una violencia y una densidad inconcebibles. Durante dos horas no hubo horizonte: el mundo era una mancha de agua negra. Durante dos horas baldeamos como negros, con el frenesí rabioso con que se intenta salvar a un buque averiado en una película. Después, exhaustos, con las manos entumecidas de retorcer trapos de piso, nos pusimos a evaluar los daños, a enumerar, más bien, lo poco que la tormenta no había arruinado. El libro de Bolaño estaba intacto. Lo abrí, idiota, creyendo que adentro encontraría el secreto del milagro. Sólo encontré la cara de Bolaño mirándome desde la solapa con una especie de sorna oracular, con esa manito-cigarrillo suspendida a mitad de camino, más para la foto que para las ganas de fumar. Es ridículo, pero la foto me escandalizó: lo único que en ese momento no podía tolerar era que me mirara alguien seco. Decidí castigar a Bolaño leyendo los otros libros primero y me acosté en el catre donde habíamos apilado los colchones de todo el rancho. Desde ahí, todo parecía increíblemente limpio, brillante, nuevo. Algo podía empezar.
¿Qué había hecho en esas dos horas además de pagar, baldeando como un esclavo, el peaje de una felicidad primitiva? La “lucha contra la naturaleza”, lo mismo que la desesperación, no era más que una fachada, un alarde muscular. O quizás una señal de pudor. Porque hay libros que tal vez sólo podamos acoger si disfrazamos nuestra hospitalidad de desesperación o de urgencia. Los detectives salvajes fue para mí uno de esos libros (“El libro que uno se llevaría a una isla desierta”). Me di cuenta de que ese lugar de playa sin luz eléctrica ni autos ni agua potable –ahora, para colmo, pulido como un diamante por el diluvio– era la isla desierta: el tipo de espacio artificial, utópico, donde podía aterrizar un libro como Los detectives salvajes. Porque Bolaño –escritor latinoamericano en el sentido más fuerte, y para mí más olvidado, de la palabra– nunca me pareció tan latinoamericano como entonces, un par de días después, cuando descubrí la pulsión colonizadora que hacía avanzar su libro sobre mí, sobre la habitación del rancho que iba secándose, sobre mi vida familiar, sobre la ventana por la que, tirado en el catre, miraba entre página y página la playa, sobre la playa, sobre ese pedazo de costa uruguaya, sobre el Río de la Plata... Bolaño no escribe novelas para ser leído, pensé: Bolaño escribe para poblar. Escribe como quien necesita imperiosamente ocupar un espacio, con la astucia, la paciencia y la cortesía de un nuevo tipo de conquistador, el conquistador oximorónico por excelencia: ¡el conquistador latinoamericano! Es decir: un conquistador roto, egresado de las dictaduras militares, el exilio y la universidad del crack up fitzgeraldiano, que quiere copar, habitar, colmar todos los territorios del mundo –es el “internacionalismo” bolañense, cuyos éxitos y cuyo glamour sólo tienen un punto de comparación: los émigrés rusos de Nabokov, con sus pieles raídas y sus cuartuchos sobrecalefaccionados–, y todo eso por una sencilla razón: que no tiene nada, nada, nada que no sea una “cultura”, suerte de capital incalculable –escrito en muchos idiomas- de libros, de versos, de cuadros, de anécdotas, de biografías, de títulos de revistas, de nombres de movimientos poéticos, de landmarksliterarios... Y este conquistador mustio, mal alimentado, arrogante, que enlaza el modernismo con la globalización sin transiciones, omitiendo con un desdén olímpico la escala obligada del boom, sólo cree, a su manera escéptica, en una cosa: en el poder que tiene la literatura para producir creencia. Si Los detectives salvajes (y supongo que todos los libros de Bolaño) tuviera una frase-divisa, esa frase sería una mezcla de obstinación suave y de voluptuosidad suicida: Me gusta creer que..., y supongo que alcanzaría para explicar algo que Bolaño acaso nunca hubiera admitido pero que en sus libros no para de destilar: su romanticismo. Bolaño el conquistador, naturalmente, es un gran, incurable mitólogo: alguien para quien todo lo que sucedió (lo mejor y lo peor, las vanguardias y el fascismo, Ezra Pound y el Estadio Nacional de Santiago luego del golpe del 73) sucede, sigue sucediendo ahora en el ecosistema delirante del mito, y todo lo que sucederá sucederá por efecto del mito o de la máquina del mito, la literatura, cuya misión –como lo saben perfectamente todos los personajes de Bolaño, esos “agentes” que él dispersa por el mundo en cada novela– consiste en poblar, superpoblar toda la vida de leyendas, irrigarla de leyendas y no parar hasta haberla quijotizado por completo.

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