Napoleón dormía poquísimo. Se acostaba entre las 10 y las 12, dormía hasta las 2, trabajaba hasta las 5 y volvía a dormir hasta las 7. Otro tanto hacían Edison y Churchill, que se saciaban con tandas de 4 horas, y Salvador Dalí, que sólo suscribía esa dieta si la personalizaba: se instalaba en un sillón, dejaba en el piso un plato de metal y se abandonaba al sueño con una cucharita entre los dedos; dormido, los dedos se le relajaban, la cuchara caía golpeando contra el plato y el pintor, alertado por el modesto estrépito, despertaba y reanudaba el reloj reblandecido que había dejado inconcluso. A juzgar por la bibliografía especializada, entre los fanáticos de la vigilia y los dormilones no hay punto de comparación –al menos cuantitativa–. A los primeros se los colecciona; para contar a los otros sobran los dedos de una mano. El marmota más célebre fue sin duda Einstein, que no movía una neurona si no había dormido un mínimo de diez horas. El ejemplo, usado hasta la saciedad, alcanza al menos para contrariar la creencia vulgar, típica de la neurociencia capitalista, de que la férrea voluntad de vigilia coincide con la inteligencia y el gusto por el sueño con la lentitud de espíritu.
En rigor, la desproporción numérica que reina entre los dos bandos muestra hasta qué punto la civilización, ya resignada a emancipar a la comida y el sexo de la mera necesidad, sigue manteniendo el acto de dormir bajo su yugo. En Napoleón, Churchill o Dalí, dormir es tan fastidioso y necesario como alimentarse: una mezcla de obstáculo (porque interrumpe la continuidad de la producción) y de suministro indispensable (porque la recuperación de energías que permite es clave para retomar la actividad). Para Einstein, en cambio, es otra dimensión de la existencia, tan elevada y consistente como el reino de leyes y ecuaciones en el que nacieron y refulgieron sus ideas. Así, el dormilón es al durmiente rápido lo que el cultor del tantra yoga al fornicador expeditivo, y lo que el gourmet al broker que se clava un pancho al paso para discontinuar lo menos posible el frenesí de la compraventa.
Hasta ahora, dormir ha sido apenas una obviedad de la biología y un despotismo cultural: dormimos porque nos es imposible seguir en pie, porque el cuerpo o el alma no dan más o, siendo niños, porque nuestros padres no nos dejan otra alternativa. (“Hay que dormir” –como quien dice: “si no respirás te morís”– era la fórmula con la que desmerecían nuestras protestas y engendraban generaciones y generaciones de pequeños hipnófobos.) Pero basta presenciar el momento sublime en que los niños descubren, por la irresistible temperatura de la cama o la textura peculiar de una costura, una sábana, un pliegue milagroso –cualquiera de esos talismanes que en la oscuridad de la habitación sólo brillan para el durmiente–, que la cama que les parecía un cadalso se ha convertido en el reino más amigable, delicioso y privado de todos, para entrever qué otras experiencias, menos ligadas a la burocracia de la existencia que a su goce, puede depararnos el acto de cerrar los ojos cuando se lo piensa y ejecuta como un arte. Para eso hace falta cambiar de perspectiva: pasar del modelo animal (instinto/satisfacción) al modelo humano (deseo/placer). Así, dormir ya no será un simple término, el límite que “soluciona” un estado negativo intolerable (el cansancio), sino una experiencia en sí, el lugar de una afirmación expansiva, tan sensible a matices y alternativas como el ejercicio “creativo” de la sexualidad y –oh alivio– a la vez mucho menos exigente. La cama ya no será esa tumba impersonal en la que se desploman los cuerpos que “ya no quieren saber más nada”, sino un espacio intacto, expectante, cuya pulcritud sólo pide una cosa: que el durmiente lo abra, lo desgarre y, una vez adentro, vaya colonizándolo de a poco, a ciegas, entibiando algunas zonas y dejando otras frescas, como en reserva, para el momento en que, cansado del calor de las regiones que ya conquistó, el durmiente decida mudar las partes abrasadas de su cuerpo a un mundo más nuevo y refrescante. Esa alternancia (fresco/cálido, nuevo/usado, desconocido/familiar) es sólo una de las frecuencias en las que se juega el goce de dormir. Hay otras: los materiales (las delicias hospitalarias del algodón), los pesos (dormir es rendirse a una paradoja: la sepultura amorosa), las posturas (no adoptar de entrada la postura preferida: llegar a ella, en cambio, al mismo ritmo en que llega el sueño), las aventuras (la felicidad de despertar en plena noche y descubrir todas las zonas frescas que fueron acumulándose durante el sueño). Sólo hay un placer superior al de dormir: el placer de mirar dormir. Los poetas Arturo Carrera y Teresa Arijón lo homenajearon en El libro de las criaturas que duermen a nuestro lado, bello manual de hipnofilia, y Proust le dedica los pasajes más inspirados de La prisionera, cuando el narrador contempla a Albertine, que duerme en su cama, y piensa, entre otras cosas, qué majestuosa e inusual es la belleza de ciertas caras cuando dejan de tener mirada.
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