jueves, 26 de marzo de 2009

Breve ensayo sobre el significado de ser joven por María Andrea Díaz

Hace unas semanas en el Centro Cultural Comfandi, durante el lanzamiento del Centro Juvenil de Producción de Medios Audiovisuales y Multimediales, Mediux, un proyecto para jóvenes apoyado por la Secretaria del Desarrollo Social y la Gobernación del Valle del Cauca, un amigo me presentó a Diana Montenegro, directora del cortometraje Sin decir nada, producido hace dos años por la Universidad del Valle. A diferencia de nosotros, ella había llegado a la inauguración buscando apoyo económico para asistir a la premiación de otro certamen audiovisual en Tokyo, Japón, luego de haber recogido, además de varios reconocimientos internacionales, el premio India Catalina en Colombia, el Tres Cantos en España y el Festival de Venezuela como mejor cortometraje. Estábamos hablando sobre las apreciaciones que habían hecho desconocidos a su video, (lesbianas, personas de la tercera edad, heterosexuales, heteroflexibles, etc) cuando me traicionó el inconsciente y le pregunté sin adornos: ¿y qué dice tu mamá? Por la respuesta quejumbrosa que me dio, algo así como “tengo que ganarme un Oscar. Qué cosa para no creer en uno” comprendí algo que no es tan absoluto como suena, pero guarda su verdad en la paradoja: los jóvenes de hoy en día estamos sobrevalorados.

Desde mediados de los años setenta, con antecedentes revolucionarios de corte cultural y político, la infancia como estadio estructurante de integridad física y mental para la edad adulta, cobró la importancia que merecía gracias al desarrollo de pseudociencias experimentales como el psicoanálisis. Con ello y el posterior desencantamiento ideológico, acompañado del avance de las ciencias sociales que predicaban “atender a las cosas tal cual era y explicarlas en términos descriptivos, en lugar de perderse en fundamentaciones normativas” [1] sobrevino el reconocimiento de ser joven como capital superior de vida, garante de capacidad creativa y vigor. Síntomas sociales como la proliferación de intervenciones quirúrgicas como la blefaroplastia, cuyo propósito consiste en rejuvenecer la expresión de los ojos mediante la manipulación de los parpados caídos, así como la masificación del consumo de productos cosméticos, de fármacos masculinos como el viagra y de tratamientos retardantes de la caída del cabello, son indicadores de esta transformación cultural contemporánea que vapulea a su modo, otras formas de pensar y otras etapas de la vida por un culto redentor al hecho de ser joven.

Si bien cuarenta o cincuenta años atrás, ser joven significaba llevar a cabo un proyecto de vida concreto, dirigido por un objetivo distintivo de la época que identificaba su figura con la de un humano inacabado, excluido penosamente de la actividad política y sin otra opción que desarrollarse "en la fantasía y la intelectualización"[2], actualmente, por sus meritorias aportaciones a ese entramado de movimientos y arquetipos de vida que conocemos como contracultura, que no es otra cosa que una corriente trasgresora de los valores hegemónicos de la cultura occidental europea, objeto de dominación por muchos siglos y madre putativa de la Ilustración, son muy pocos los que desconocen el término de tribu urbana, ya sea porque pertenecen a una de ellas, son su objeto de estudio o porque sienten aversión por el "pensamiento débil"[3]. De cualquier forma, sin echar por la borda el reconocimiento merecido, el problema de estas maneras colectivas de construir identidades sobre microsistemas simbólicos autosugestionados - que aparecen ante la necesidad de responder a ciertas demandas propias de nuestra época, y que a lo mejor no son más que el gran síntoma de ese malestar contemporáneo que algunos psicólogos denominan la crisis del cuarto de vida, caracterizado entre otras cosas, por una confusión generalizada acerca de la identidad propia, acompañada de un modo de pensarse tan solitario que engendra deseos súbitos de vincularse a algo o de tener hijos - es que rara vez logran conciliar su ideología estética única, superior a todas e irrepetible, con valores de presunción universal como el respeto auténtico por la diferencia, esencial para la construcción y preservación de la sociedad civil. Esto no sería importante, si aquellos que pululan por las avenidas con faldas largas rotas o las cejas rapadas*, fueran viejos jubilados dedicados al ocio, agotados por los embates de la vida y casi a punto de morir. En otras palabras más objetivas, sí es cierto que toda nueva generación encarna una promesa para la sociedad naciente, en la medida en que representa una fuerza de trabajo virgen, sostenida en ideales, expectativas y esperanzas, y con cierta tendencia a vagabundear por sendas que muchas veces desembocan en la “re-innovación”. No obstante, y sabiendo de antemano que es imposible volver a encarrilar toda una época dentro del margen de premisas ancestrales pre-ocupadas por el devenir, el valor de una sociedad que se levanta, seguramente al contrario de lo que piensan los humanistas, no viene - en términos sociofuncionales- intrínseco con su nacimiento, sino que se trata más bien de, en palabras del escritor José Antonio Marina, “hacer que algo valioso que no existía, exista”.[4]

En un ensayo titulado ¿Crisis o duelo?, basado entre otros documentos, sobre una tesis de la Universidad de Costa Rica llamada la adolescencia en tanto encuentro con la muerte, la autora, Liliana Marín Badilla, estima que durante este periodo lo usual es que quienes lo atraviesan se encuentren en una pugna semejante a la de “entre espada y la pared”, luego del derrumbamiento de casi todas las figuras ideales construidas en el transcurso de la infancia, que además de arrastrar consigo muchos paradigmas morales de su código ético cultural, deja al adolescente más solo que nunca al despojarlo de sus antiguos criterios de valor. Quizá el gran problema no estribe tanto en la disolución, muchas veces necesaria, de dichos referentes, como en el peligro que supone perderse en otras reglamentaciones que atenten contra él mismo o exacerben su voluntad individual al punto de permitirle el atropello a los otros. Es en este sentido, que especulo sobre una idealización por parte de las generaciones caídas hacía la juventud contemporánea, que más necesitada de odas que enaltezcan su brillo o el hipotético peso en oro del pasaporte que es hacia un presunto mejor mañana, está ávida de comunicarse con ella misma hasta el punto de explotar como una gran piñata infantil, entre la conmoción de gritos y colores y el estallido magnifico del cartón paja, quizá solo para entender su necesidad de recordar una instancia superior olvidada.

Bibliografía

--------“Blefaroplastia” en
http://es.wikipedia.org/wiki/Blefaroplastia

--------“Crisis del cuarto de vida” en
http://es.wikipedia.org/wiki/Crisis_del_cuarto_de_vida

--------“Pensamiento débil” en: http://es.wikipedia.org/wiki/Pensamiento_d%C3%A9bil

ARBISER Samuel, “Una Historia del Psicoanálisis en la Argentina” en: http://www.apdeba.org/index.php?option=content&task=view&id=258

BADILLA Liliana Marín, “Adolescencia ¿crisis o duelo?” En: http://www.monografias.com/trabajos15/adolescencia-crisis/adolescencia-crisis.shtml

GRUESO Delfin Ignacio, Introducción a la Filosofía Política (2008) – Diagramado e impreso en la Unidad de Artes Gráficas de la Facultad de Humanidades.

LATORRE Ezequiel, “El adolescente y su educación en la sociedad actual.Un problema de comunicación” en: http://www.monografias.com/trabajos10/eladoles/eladoles.shtml

MARINA José Antonio, El rompecabezas de la sexualidad (2002) – Editorial Anagrama

[1] Delfín Ignacio Grueso
[2] Ezequiel Latorre
[3] “Frente a una lógica férrea y unívoca, necesidad de dar libre curso a la interpretación; frente a una política monolítica y vertical del partido, necesidad de apoyar a los movimientos sociales trasversales; frente a la soberbia de la vanguardia artística, recuperación de un arte popular y plural; frente a una Europa etnocéntrica, una visión mundial de las culturas.”
[4] José Antonio Marina
* A propósito de las tribus urbanas

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