Se nos pide, en aras de la concreción, que nos limitemos a dos puntos: criterios de selección y formas de abordar la escritura de una reseña. Voy entonces al asunto sin dilaciones para que en este breve espacio, y así sea un poco de contrabando, tenga tiempo de referirme a algo que me parece capital: qué es un reseñador, cuál es su estatuto. Porque finalmente todo se relaciona.
Bien, ¿cómo escoger un libro? En primer lugar, como lo haría cualquier lector, como alguna vez me dijo Alberto Manguel que operan los lectores: por azar. La clave para encontrar un gran libro desconocido es igual al encuentro con otros seres humanos: un perfume, una cara, un gesto. “El hecho de que nos pisen en el tranvía y de ahí resulte una relación. Todo comienzo es válido”.
En términos prácticos eso quiere decir que debemos ir más allá de los libros que nos envían las editoriales que, por supuesto, manejan sus propios intereses. Hay que ir a las librerías y buscar en los anaqueles escondidos: la vitrina de las novedades se mueve a un ritmo demasiado rápido e injusto. (Aquí quiero hacer un paréntesis: cuando empezaba en este oficio era muy cuidadoso de sólo reseñar libros que tuvieran máximo un mes de haber salido al mercado pero luego comprobé que nadie es muy estricto al respecto y el criterio es bastante amplio: he llegado a leer reseñas de libros con más de un año de aparición, lo cual, por lo demás, me parece muy bien: los buenos libros no envejecen y nunca es tarde para dar noticia de ellos).
Y no sólo hay que ir a las librerías. También hay que estar pendientes de cada uno de los muchos libros que nos envían sin sello editorial, mejor conocidos como ediciones Clicz moi. Aunque no lo crean esos autores anónimos, hemos mirado sus libros con cuidado y les hemos dedicado varios instantes de nuestro tiempo. Y no digo “valioso” porque nunca lo he considerado tiempo perdido. Algún día, estoy seguro, ahí encontraremos una obra maestra o, al menos, digna de figurar en la antología de libros rechazados por las editoriales que alguna vez planeó Michel Foucault y que está por hacerse.
En fin, hay que hojear bastante: en materia de libros también es muy cierto aquello de que hay que besar muchos sapos antes de encontrar a la princesa encantada.
Voy a decirlo de una vez: pertenezco al bando de la crítica celebratoria. Sólo vale la pena hablar leer aquellos libros que nos han conmovido, que no han sido escritos para el olvido sino para perdurar. Los que, de alguna manera, son sobresalientes, los que nos hacen mejores, los que provocan el comentario: “Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores. Tratamos de registrar sus embates y de adaptar la casa sacudida al nuevo orden. Cierto primario instinto de comunión nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia y desearíamos convencerlos de que se abrieran a ella”. Por eso la crítica, según dice George Steiner a quien pertenece la cita anterior, debe surgir de una deuda de amor.
Hablar de un libro malo es inútil. El libro malo será olvidado. Además que, como bien lo dijo Auden, resulta un acto de vanidad. Encontrar sus defectos es alardear, presumir de nuestra inteligencia.
Entre una novela mediocre de un miembro de un falso boom inventado por periodistas y, digamos, la crónica monumental de los últimos 500 años de la cultura de occidente escrita por un importante historiador, ¿cuál preferir? Sin duda la segunda, por las razones expuestas. Así lo he hecho casi siempre, pero, ¿es lo correcto? En esta época donde la crítica ha sido reemplazada por la dictadura y la tontería de las encuestas (que en Colombia, por cierto, son bastante dudosas y los medios que las publican nos deben una explicación acerca de su metodología) y con premios sospechosos y una buena estrategia publicitaria se crean falsos prestigios literarios, ¿no es nuestra obligación derribar esos ídolos con pies de barro?
La mayoría de las veces pienso que no, por lo que dije: es estéril hablar de un mal libro. El comentario agradecido de un lector a quien le dimos la buena noticia del libro valioso nos confirma que eso era lo correcto. Sin embargo, a veces, al ver que uno de esos ídolos con pies de barro ha crecido a un tamaño que no hay derecho, y nadie dice nada, nadie protesta, sentimos que hay que hacerlo, pase lo que pase. Y lo hacemos. Son las contadas excepciones en que hemos atacado un libro. A pesar de las felicitaciones recibidas —increíblemente parecemos tener más lectores y haber subido en el rating— quedan las dudas, las ambigüedades. No por arrepentimiento, sino por la sensación desagradable de estar, ahí sí, perdiendo nuestro tiempo, nuestra vida.
¿Estuvo bien? ¿Obramos correctamente? Cuando veo que los libros que valen la pena exceden el breve espacio de nuestras reseñas, que se está reduciendo dramáticamente, pienso que sí. Cuando veo el triunfo impune del relativismo y del mercado —todo es válido mientras venda— pienso que debemos criticar y que nuestra única función es llevar la discusión hacia lo que es o no verdaderamente importante. Esta es una de las inquietudes que me gustaría discutir hoy en la mesa.
Segundo punto. ¿Cómo escribir una reseña? Como si fuera el mejor ensayo breve, con la contundencia de los cuentos memorables, con claridad y lucidez. Claro, es casi imposible, pero debemos intentarlo.
Para matizar la anterior respuesta es necesario entrar en el tercer punto, qué es un reseñador.
Creo que es un híbrido. Es una rara especie que es mitad crítico y mitad divulgador; es un lector bien informado: el espectro es amplio. Por eso pienso que cada reseñador finalmente, con su trabajo, define lo que quiere ser. Puede llegar a ser un crítico serio y riguroso pero también puede convertirse en un vulgar copiador de solapas: está en sus manos. No sobra decir que esto último es lo que algunas editoriales quieren que seamos: vulgares copistas de solapas que les exhibimos sus libros.
Creo que es un híbrido. Es una rara especie que es mitad crítico y mitad divulgador; es un lector bien informado: el espectro es amplio. Por eso pienso que cada reseñador finalmente, con su trabajo, define lo que quiere ser. Puede llegar a ser un crítico serio y riguroso pero también puede convertirse en un vulgar copiador de solapas: está en sus manos. No sobra decir que esto último es lo que algunas editoriales quieren que seamos: vulgares copistas de solapas que les exhibimos sus libros.
Si el reseñador se define como crítico tendrá algunos problemas al escribir su reseña. Si sólo profundiza en el texto puede volverse demasiado abstracto: no puede olvidar que le está hablando a alguien que todavía no ha leído el libro y que muchas veces sólo quiere saber de qué se trata. Debe, entonces, dar esa información —sin exagerar, para no dañar la lectura— sin olvidar su juicio crítico. Y debe escribir con pasión porque la pasión contagia. Me refiero a esa pasión inteligente, ese tono personal que tienen los grandes ensayistas desde Montaigne hasta George Steiner. Hay que evitar a toda costa ese lenguaje neutral y eunuco, salpicado de neologismos, que se practica en las universidades con la falsa excusa de la objetividad.
Alguna vez alguien me dijo que después de leer una reseña mía le dieron ganas de ir a comprar el libro, ahí mismo, aunque fuera domingo. Es lo mejor que me han dicho de mi trabajo, es lo máximo a que aspiro. Recomendar un buen libro, compartir esa alegría. Dar a conocer princesas encantadas y comerme en silencio unos cuantos sapos. Y sentir una culpa infinita por todos esos grandes libros, esos perfumes, esos bellos gestos, que pasaron por nuestro lado y no supimos ver.
maloooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
ResponderEliminarBieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeneeeeee echó<3
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