Hace pocos días, cuando le conté a un amigo que acababan de publicar una nueva novela de Guillermo Cabrera Infante, me dijo sin prejuicios: “deberían prohibirle a los escritores que ya han sacado una obra maestra que vuelvan a publicar. Y si han publicado dos obras maestras, como Cabrera, pues deberían meterlos a la cárcel de por vida”. Traté de decirle que Cabrera no solo publicó dos obras maestras sino muchas más, y que al cubano ya no lo podrían meter a la cárcel porque la vida ya se lo llevó a una cárcel mucho más profunda que la guantanamera. Pero mi amigo se esfumó. No sé a dónde. Supongo que a leer al escondido La ninfa inconstante, la novela post-mortem del inmortal Infante difunto. Porque mi amigo también ha sido adicto.
Para todos los seguidores de los libros del autor de Tres triste tigres, existía la leyenda, desde mediados de la década del setenta, de que Cabrera estaba “a punto de terminar” un extensísimo libro titulado Cuerpos divinos y que, cuando menos lo pensásemos, estaría en las librerías. No sucedió así. Nunca sucedió así y tememos que ya no sucederá ni por un extraño accidente. Aunque alguien me decía que La ninfa inconstante pertenecía a los restos de esos cuerpos divinos a los que nunca les vimos las letras. Vaya uno a saber. “Ella es un cuerpo divino pero también un fantasma que ronda mi recuerdo” dice el narrador en la página 218 de la nueva novela. Pero eso no quiere decir nada.
Uno no sabe qué pensar con los libros póstumos. Quien esto escribe lo vivió recopilando la obra inédita de Andrés Caicedo. Los límites entre lo que se debe y lo que no se debe publicar son harto imprecisos, y se corre el riesgo de equivocarse en el camino. En el caso de los autores que tienen un amplio reconocimiento, tan amplio que se llega a los límites del culto, uno sospecha que hay una buena cantidad de lectores que lo quieren saber todo al respecto. Hasta sus imperfecciones. Y Cabrera Infante es un buen ejemplo. Un buen ejemplo para mi amigo, el que quiere aplicarle el Fahrenheit 451 a los libros que no son maestros. Creo, de todas formas, que el mismo Cabrera se encargó de validar buena parte de sus escritos, incluso los que no llegaron a las cimas portentosas de TTT o de La Habana para un infante difunto. A veces, daba la impresión de que muchos de sus libros eran apéndices de otros: Delito por bailar el chachachá era un apéndice de Así en la paz como en la guerra; Vista del amanecer en el trópico era un apéndice de TTT; Vidas para leerlas era un apéndice de Mea Cuba (más que un apéndice: era el páncreas). Ahora, cuando nos enfrentamos a los casi 45 bloques (¿debería llamarlos capítulos?) que conforman La ninfa inconstante, uno se siente tentado a pensar que se trata de una de las aventuras eróticas de La Habana para un infante difunto. ¿Otro apéndice? Es decir: si Cabrera decía que Cuba sufría de Castroenteritis, podríamos atrevernos a decir que su novela final formaría parte de su apendicitis. De hecho, si nos remitimos exactamente al capítulo titulado “La plus que lente” de La Habana... nos encontramos con los mismos personajes de La ninfa... como Roberto Branly o la contorsionista Olga Andreu, amigos citados y excitados en La ninfa... Nadie es original.
La ninfa inconstante, aunque lo parezca, no es un libro erótico. Es un libro sobre la memoria, una memorabilia habanera. Pero dentro del pedófilo irredento que los Cabrerófilos llevamos por dentro, uno llega a suponer que su novela póstuma es una suerte de Lolita tropical, plagada de todas las virtudes lingüísticas a la que su autor nos tuvo acostumbrados. O una coincidencia de felices viejos verdes con Travesuras de la niña mala de Vargas Llosa. Pero no es así. La ninfa... es un libro casto (no castro), tanto sexual como literariamente. Peca por exceso de juegos, pecado en el que Cabrera no supo medirse. Piénsese tan solo en los extremos de delirio como el de su relato “El fantasma del cine Essoldo” o la ruptura entre el punto y el contrapunto en su presentación de uno de los discos del también desaparecido Cachao. Cabrera también sabía que como su ritmo no había dos. Y abusaba sin miedo.
Ahora bien: si nos separamos del inconveniente de la Obra Maestra, uno puede proponer otro tipo de lectura, el de los acertijos de esa suerte de roman à clef en el que, al parecer, se convierte el libro. No sabemos cuál fue el trabajo de carpintería literaria al que se sometieron la infatigable Myriam Gómez y el ejército de organizadores del material póstumo de Guillermo el Grande. Pero leyéndolo uno siente que hay demasiadas pinzas en la costura final y que el delicioso vestido que tejió su autor en La Habana para un infante difunto se convierte en una pieza de prêt à porter en La ninfa inconstante (“La vida es un prêt à porter si pret es una abreviatura de pretérito”, dice Cabrera, sastrecillo valiente, en el prólogo del libro). Pero no vamos a despachar a la ninfa con un desplante de modisto. La moda también es un asunto de buenos modales. Y las 283 páginas de la edición de Galaxia Gutenberg (no en vano todo empieza por G, por G de G. Caín) merecen una mirada más atenta, una mirada de voyeur, de mirón miope, como el observador de la despreciada Wonderwall (algún día tiene que ser resucitada esta primera película con guión de gci. Pero ésa es otra historia). Como diría Jack the Ripper, vamos por partes.
Creo que fueron seis veces en mi vida los momentos que compartí con Guillermo Cabrera Infante. Desde las primeras cinco horas mágicas de un invierno londinense en 1990, hasta la última entrevista que le hice vía telefónica, en 1999, cuando cumplió setenta años. Una tarde me regaló uno de los primeros ejemplares de Cine o sardina, a principios de 1998. En esa época, vivía yo en London Town y me encerré dos noches seguidas a morirme de la dicha con su mamotreto cinéfilo. Tanto lo disfruté, que comencé a escribir un artículo larguísimo, que luego perdí en los trajines europeos. En el artículo quería recordar un chiste que le hice a Cabrera, cuando le conté que “sardina” en Colombia quería decir también “adolescente” y que el título en mi país podía tener otra connotación. Cine o sardina era un desafío entre la sublimación y la pedofilia. Y entre la sublimación y la pedofilia se encuentra, ahora sí de verdad, de cuerpo divino presente, la aventura nostálgica de La ninfa inconstante.
Para todos los seguidores de los libros del autor de Tres triste tigres, existía la leyenda, desde mediados de la década del setenta, de que Cabrera estaba “a punto de terminar” un extensísimo libro titulado Cuerpos divinos y que, cuando menos lo pensásemos, estaría en las librerías. No sucedió así. Nunca sucedió así y tememos que ya no sucederá ni por un extraño accidente. Aunque alguien me decía que La ninfa inconstante pertenecía a los restos de esos cuerpos divinos a los que nunca les vimos las letras. Vaya uno a saber. “Ella es un cuerpo divino pero también un fantasma que ronda mi recuerdo” dice el narrador en la página 218 de la nueva novela. Pero eso no quiere decir nada.
Uno no sabe qué pensar con los libros póstumos. Quien esto escribe lo vivió recopilando la obra inédita de Andrés Caicedo. Los límites entre lo que se debe y lo que no se debe publicar son harto imprecisos, y se corre el riesgo de equivocarse en el camino. En el caso de los autores que tienen un amplio reconocimiento, tan amplio que se llega a los límites del culto, uno sospecha que hay una buena cantidad de lectores que lo quieren saber todo al respecto. Hasta sus imperfecciones. Y Cabrera Infante es un buen ejemplo. Un buen ejemplo para mi amigo, el que quiere aplicarle el Fahrenheit 451 a los libros que no son maestros. Creo, de todas formas, que el mismo Cabrera se encargó de validar buena parte de sus escritos, incluso los que no llegaron a las cimas portentosas de TTT o de La Habana para un infante difunto. A veces, daba la impresión de que muchos de sus libros eran apéndices de otros: Delito por bailar el chachachá era un apéndice de Así en la paz como en la guerra; Vista del amanecer en el trópico era un apéndice de TTT; Vidas para leerlas era un apéndice de Mea Cuba (más que un apéndice: era el páncreas). Ahora, cuando nos enfrentamos a los casi 45 bloques (¿debería llamarlos capítulos?) que conforman La ninfa inconstante, uno se siente tentado a pensar que se trata de una de las aventuras eróticas de La Habana para un infante difunto. ¿Otro apéndice? Es decir: si Cabrera decía que Cuba sufría de Castroenteritis, podríamos atrevernos a decir que su novela final formaría parte de su apendicitis. De hecho, si nos remitimos exactamente al capítulo titulado “La plus que lente” de La Habana... nos encontramos con los mismos personajes de La ninfa... como Roberto Branly o la contorsionista Olga Andreu, amigos citados y excitados en La ninfa... Nadie es original.
La ninfa inconstante, aunque lo parezca, no es un libro erótico. Es un libro sobre la memoria, una memorabilia habanera. Pero dentro del pedófilo irredento que los Cabrerófilos llevamos por dentro, uno llega a suponer que su novela póstuma es una suerte de Lolita tropical, plagada de todas las virtudes lingüísticas a la que su autor nos tuvo acostumbrados. O una coincidencia de felices viejos verdes con Travesuras de la niña mala de Vargas Llosa. Pero no es así. La ninfa... es un libro casto (no castro), tanto sexual como literariamente. Peca por exceso de juegos, pecado en el que Cabrera no supo medirse. Piénsese tan solo en los extremos de delirio como el de su relato “El fantasma del cine Essoldo” o la ruptura entre el punto y el contrapunto en su presentación de uno de los discos del también desaparecido Cachao. Cabrera también sabía que como su ritmo no había dos. Y abusaba sin miedo.
Ahora bien: si nos separamos del inconveniente de la Obra Maestra, uno puede proponer otro tipo de lectura, el de los acertijos de esa suerte de roman à clef en el que, al parecer, se convierte el libro. No sabemos cuál fue el trabajo de carpintería literaria al que se sometieron la infatigable Myriam Gómez y el ejército de organizadores del material póstumo de Guillermo el Grande. Pero leyéndolo uno siente que hay demasiadas pinzas en la costura final y que el delicioso vestido que tejió su autor en La Habana para un infante difunto se convierte en una pieza de prêt à porter en La ninfa inconstante (“La vida es un prêt à porter si pret es una abreviatura de pretérito”, dice Cabrera, sastrecillo valiente, en el prólogo del libro). Pero no vamos a despachar a la ninfa con un desplante de modisto. La moda también es un asunto de buenos modales. Y las 283 páginas de la edición de Galaxia Gutenberg (no en vano todo empieza por G, por G de G. Caín) merecen una mirada más atenta, una mirada de voyeur, de mirón miope, como el observador de la despreciada Wonderwall (algún día tiene que ser resucitada esta primera película con guión de gci. Pero ésa es otra historia). Como diría Jack the Ripper, vamos por partes.
Creo que fueron seis veces en mi vida los momentos que compartí con Guillermo Cabrera Infante. Desde las primeras cinco horas mágicas de un invierno londinense en 1990, hasta la última entrevista que le hice vía telefónica, en 1999, cuando cumplió setenta años. Una tarde me regaló uno de los primeros ejemplares de Cine o sardina, a principios de 1998. En esa época, vivía yo en London Town y me encerré dos noches seguidas a morirme de la dicha con su mamotreto cinéfilo. Tanto lo disfruté, que comencé a escribir un artículo larguísimo, que luego perdí en los trajines europeos. En el artículo quería recordar un chiste que le hice a Cabrera, cuando le conté que “sardina” en Colombia quería decir también “adolescente” y que el título en mi país podía tener otra connotación. Cine o sardina era un desafío entre la sublimación y la pedofilia. Y entre la sublimación y la pedofilia se encuentra, ahora sí de verdad, de cuerpo divino presente, la aventura nostálgica de La ninfa inconstante.
La gran virtud y, al mismo tiempo, el gran problema del libro son sus excesos de digresiones. Cabrera no puede ver una palabra mal parqueada, porque por allí se va, así estuviera hablando del sexo de los ángeles, que no admite digresión. La novela se parece a la letra de la célebre canción de Celia Cruz: “Songo le dio a Borondongo/ Borondongo le dio a Bernabé/ Bernabé le pegó a Muchilanga le echó a Burundanga... ”, y lo que uno cree que va ser la historia del narrador (cuyo nombre sólo sabremos que empieza por G) con la pequeña Estella Morris termina convirtiéndose en un laberinto de recuerdos por las calles de La Habana, de los amigos de Cabrera, de los vericuetos de La ciudad perdida (tal como se llama la triste película de Andy García con guión de nuestro autor). Y todo el tiempo el narrador se la pasa peleando con el escritor, hasta el punto que el uno termina siendo el otro y viceversa. (Ahora que lo pienso, todos los libros de Guillermo Cabrera Infante están firmados Guillermo Cabrera Infante, menos Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, firmados por G. Cabrera Infante. ¿Será que el punto g es el secreto de sus obras maestras?)
La novela pretende aclarar la verdad en uno de los epígrafes: “Ceci n’est pas un conte”. Diderot plagiando a Daniel Santos. Y no es muy difícil suponerlo: la aventura de este joven que, el 16 de junio de 1957 (todo joyceano sabe que el 16 de junio es el famoso Bloom’s Day, el día de la caminata mítica del Ulysses, y en La ninfa inconstante los protagonistas no hacen otra cosa que caminar), conoce a una muchachita de 16 años por la que enloquece, abandona a su mujer, la niña abandona a su madrastra, se van de hotel en hotel, hasta que ella se aburre, lo cambia por su hermano (¿Sabá? Ça va!) y finalmente termina de sáfica lesbiana, caminando por ahí. Claro que la historia pertenece, perteneció a Cabrera, al Infante que sale en la foto de la solapa, de gafas negras, en la terraza de Carteles, revista donde trabajaba también el narrador de La ninfa... Cabrera no inventa la historia. Cabrera se inventa las palabras que rodean la historia. Y en esas se la pasa: haciéndole rodeos a la historia. Hasta que el libro termina convertido en una educación sentimental, en un libro de reflexiones, más que de flexiones, en un nuevo tour de force de la memoria, más que en una novela de acciones. Ya lo dice en el prólogo: el libro persigue el sueño de volver a vivir el pasado. La ficción es la verdad. El presente es lo que se recuerda.
El narrador pide, al principio, que le conserven los anglicismos (ante los dos epígrafes franceses, debería pedir también que le perdonen los angalicismos). Luego sigue adelante y uno se sorprende de que los capítulos no tengan títulos. Semejante titulador que era Cabrera, dejó los títulos para lo último y lo último no lo dejó titular. Pero uno entiende: se trata de una novela póstuma, post-human. Y en uno de los símiles iniciales (página 19), extraído de la mitología griega, está la clave de todo el asunto por venir. Aunque uno no sabe todavía qué es el Trotcha. Lo vendrá a saber después, mucho después, en la página 191 (la coincidencia es tan sólo eso, el bolero “Aquel 19”). Hasta que el narrador conoce a la niña en la Calle 0 (otra clave, oh, en clave de O), junto al esquizo Branly, cerca de la calle Infanta. Y Branly no es el único amigo conocido: también están citados los otros “artistas invitados” en la obra de Cabrera: Néstor Almendros (p. 21), Germán Puig (p. 186) y, supongo que hasta Junior Doce, el primero que le arrebatará a la ninfa. Yo me divierto: en la página 28, una frase parece escapada del mismísimo Andrés Caicedo: “Era rubia. No: rubita”. Y uno sigue jugando, en busca de tiempos perdidos. Los anacronismos saltan a la vista: “desde que continuaron hace un par de años hasta el Malecón” (p. 25), “ocurrió hace más de 40 años...” (p. 29), hasta que nos aclara el asunto: “Dentro de dos años esta historia habrá estado conmigo, ido conmigo, dentro de mi vademécum, cerca de medio siglo” (p. 282). Es decir, si hacemos cuentas, si la historia está fechada en 1957, ese “dentro de dos años” se refiere al año 2005, año en el que murió el autor. ¿Serían éstas sus famous last words?
Y uno sigue, cazando citas (“un universo de citas me excita” dijo alguna vez Cabrera a la carrera), descubriendo que Estella es una “Stela Maris”, que “Gecito”, el narrador, ejerce “un oficio del siglo XX” (p. 48), canturreando la amalgama de boleros que alimentan el texto (“Perfidia”, “Contigo en la distancia”...), riendo con los guiños a los poetas colombianos (a Barba Jacob, o a J. A. Silva: “una noche toda llena de murmullos y de música de nalgas...”), descubriendo que, cuando la protagonista pretende asesinar a su madre, el narrador recuerda a Lizzie Borden, la asesina que tanto adoran los amantes del heavy metal. En fin. Podríamos pasarnos una tarde, la vida entera, descubriendo y describiendo los referentes en los que el narrador se dispersa para olvidar a su presa. Pero se ha hecho demasiado tarde y debemos volver a la realidad. Cerremos las páginas del libro.
Antes de terminar, voy a la biblioteca, esculco recuerdos, miro mis volúmenes de la obra completa de Guillermo Cabrera Infante. Miro las dedicatorias que el autor me puso en sus libros (“Para Sandro, este Holy Smoke, más Smoke que Holy. Con una cortina de humo”; “Para Sandro, para que sea riSandro y que Colombia le sea leve”; “Para Sandro, felizmente de vuelta”). Me aguanto las ganas de encender un habano y pienso en La ninfa inconstante: ¿era ése, éste, el libro que esperábamos del gran Guillermo? Pienso en más obras póstumas: ¿era The Dead la película final de John Huston? ¿Era Eyes Wide Shut la última mirada de Stanley Kubrick? Claro que sí. La vida no nos da tiempo de preparar los reflectores. Este libro (incompleto, coitus interruptus, ejaculatio precox, immissio penis) es el principio de un final que no termina. Porque sé que vendrán más libros (ahora los escritores, los músicos, los directores de cine sacan más obra muertos que cuando están vivos) y, si hemos sido felices con ellos, continuaremos siéndolo a pesar de que la muerte, por fortuna, no dejó romper a tiempo estas páginas imprescindibles.
La novela pretende aclarar la verdad en uno de los epígrafes: “Ceci n’est pas un conte”. Diderot plagiando a Daniel Santos. Y no es muy difícil suponerlo: la aventura de este joven que, el 16 de junio de 1957 (todo joyceano sabe que el 16 de junio es el famoso Bloom’s Day, el día de la caminata mítica del Ulysses, y en La ninfa inconstante los protagonistas no hacen otra cosa que caminar), conoce a una muchachita de 16 años por la que enloquece, abandona a su mujer, la niña abandona a su madrastra, se van de hotel en hotel, hasta que ella se aburre, lo cambia por su hermano (¿Sabá? Ça va!) y finalmente termina de sáfica lesbiana, caminando por ahí. Claro que la historia pertenece, perteneció a Cabrera, al Infante que sale en la foto de la solapa, de gafas negras, en la terraza de Carteles, revista donde trabajaba también el narrador de La ninfa... Cabrera no inventa la historia. Cabrera se inventa las palabras que rodean la historia. Y en esas se la pasa: haciéndole rodeos a la historia. Hasta que el libro termina convertido en una educación sentimental, en un libro de reflexiones, más que de flexiones, en un nuevo tour de force de la memoria, más que en una novela de acciones. Ya lo dice en el prólogo: el libro persigue el sueño de volver a vivir el pasado. La ficción es la verdad. El presente es lo que se recuerda.
El narrador pide, al principio, que le conserven los anglicismos (ante los dos epígrafes franceses, debería pedir también que le perdonen los angalicismos). Luego sigue adelante y uno se sorprende de que los capítulos no tengan títulos. Semejante titulador que era Cabrera, dejó los títulos para lo último y lo último no lo dejó titular. Pero uno entiende: se trata de una novela póstuma, post-human. Y en uno de los símiles iniciales (página 19), extraído de la mitología griega, está la clave de todo el asunto por venir. Aunque uno no sabe todavía qué es el Trotcha. Lo vendrá a saber después, mucho después, en la página 191 (la coincidencia es tan sólo eso, el bolero “Aquel 19”). Hasta que el narrador conoce a la niña en la Calle 0 (otra clave, oh, en clave de O), junto al esquizo Branly, cerca de la calle Infanta. Y Branly no es el único amigo conocido: también están citados los otros “artistas invitados” en la obra de Cabrera: Néstor Almendros (p. 21), Germán Puig (p. 186) y, supongo que hasta Junior Doce, el primero que le arrebatará a la ninfa. Yo me divierto: en la página 28, una frase parece escapada del mismísimo Andrés Caicedo: “Era rubia. No: rubita”. Y uno sigue jugando, en busca de tiempos perdidos. Los anacronismos saltan a la vista: “desde que continuaron hace un par de años hasta el Malecón” (p. 25), “ocurrió hace más de 40 años...” (p. 29), hasta que nos aclara el asunto: “Dentro de dos años esta historia habrá estado conmigo, ido conmigo, dentro de mi vademécum, cerca de medio siglo” (p. 282). Es decir, si hacemos cuentas, si la historia está fechada en 1957, ese “dentro de dos años” se refiere al año 2005, año en el que murió el autor. ¿Serían éstas sus famous last words?
Y uno sigue, cazando citas (“un universo de citas me excita” dijo alguna vez Cabrera a la carrera), descubriendo que Estella es una “Stela Maris”, que “Gecito”, el narrador, ejerce “un oficio del siglo XX” (p. 48), canturreando la amalgama de boleros que alimentan el texto (“Perfidia”, “Contigo en la distancia”...), riendo con los guiños a los poetas colombianos (a Barba Jacob, o a J. A. Silva: “una noche toda llena de murmullos y de música de nalgas...”), descubriendo que, cuando la protagonista pretende asesinar a su madre, el narrador recuerda a Lizzie Borden, la asesina que tanto adoran los amantes del heavy metal. En fin. Podríamos pasarnos una tarde, la vida entera, descubriendo y describiendo los referentes en los que el narrador se dispersa para olvidar a su presa. Pero se ha hecho demasiado tarde y debemos volver a la realidad. Cerremos las páginas del libro.
Antes de terminar, voy a la biblioteca, esculco recuerdos, miro mis volúmenes de la obra completa de Guillermo Cabrera Infante. Miro las dedicatorias que el autor me puso en sus libros (“Para Sandro, este Holy Smoke, más Smoke que Holy. Con una cortina de humo”; “Para Sandro, para que sea riSandro y que Colombia le sea leve”; “Para Sandro, felizmente de vuelta”). Me aguanto las ganas de encender un habano y pienso en La ninfa inconstante: ¿era ése, éste, el libro que esperábamos del gran Guillermo? Pienso en más obras póstumas: ¿era The Dead la película final de John Huston? ¿Era Eyes Wide Shut la última mirada de Stanley Kubrick? Claro que sí. La vida no nos da tiempo de preparar los reflectores. Este libro (incompleto, coitus interruptus, ejaculatio precox, immissio penis) es el principio de un final que no termina. Porque sé que vendrán más libros (ahora los escritores, los músicos, los directores de cine sacan más obra muertos que cuando están vivos) y, si hemos sido felices con ellos, continuaremos siéndolo a pesar de que la muerte, por fortuna, no dejó romper a tiempo estas páginas imprescindibles.
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