El típico colaborador de esta revista es semianalfabeto; es demasiado rebuscado y propenso a las variaciones sin sentido. Es de esperar que use tres oraciones cuando podría usar una sola palabra. Es imposible plantear una fórmula precisa y completa para ordenar el caos que resulta, pero existen algunas reglas generales:
1 Los escritores usan demasiados adverbios. Recientemente en una página encontré once que modificaban el verbo “dije”: él dijo violentamente, elocuentemente, intensamente, etc. Si un escritor no puede indicar la forma en que habla su personaje a través del texto, debería dedicarse a otra cosa. De todos modos, es imposible que un personaje pase por todos estos estados emocionales, uno después de otro. Quizá Lon Chaney pueda, pero está muerto.
2 La palabra “dijo” es perfecta. Los esfuerzos que se hacen para evitar la repetición, usando gruñó, refunfuñó, masculló son un desperdicio y ofenden a los puros de corazón.
3 Nuestros escritores están llenos de clichés, como los viejos altillos están llenos de murciélagos. Para evitarlos, no hay reglas, con una única excepción: todo lo que uno sospecha que es un cliché sin duda lo es y es mejor eliminarlo.
4 Los apellidos cómicos son cosa del pasado. Cualquier personaje que se llame Culotti o Tetoni debe ser rebautizado. Lo mismo vale para los animales, las ciudades, los nombres de libros imaginarios y todo lo que se les pueda ocurrir.
5 El jefe, Mr. Ross, tiene un prejuicio con que demasiadas oraciones empiecen con “y” o “pero”. Dice que son conjunciones y no deberían ser usadas puramente como efecto literario. O si lo son, por lo menos deben ser usadas juiciosamente.
6 Con respecto a palabras como “pequeño”, “vago”, “confundido”, etc.: el asunto es que el típico escritor del New Yorker, desafortunadamente influido por Mr. Thurber, cree que el texto ideal para la revista trata de un hombrecillo indefinido, desesperadamente confundido por una civilización amenazadora y complicada. Cuando este estilo no tiene nada que ver con el texto (como en general sucede) debe ser considerado con sospecha.
7 La repetición de algo que se ha dicho antes en el diálogo desapareció con el Ford T: “Marion me resultaba insoportable. Me resultas insoportable, Marion –digo”. Esto aparece más de lo que uno cree.
8 Para citar a Mr. Ross: “A nadie le importan un bledo los problemas de un escritor, excepto a otro escritor. Textos sobre escritores, periodistas, poetas, etc., son desaconsejados en principio. Siempre que sea posible, el protagonista debería ser transplantado arbitrariamente a otra profesión. Cuando la referencia es innecesaria o incidental, eliminarla.
9 Un manuscrito deberá ser editado con lápiz negro y con decisión.
10 Por alguna razón, los escritores tienen una tendencia a desconfiar de los largos pasajes de diálogo y los cortan estúpidamente con interpolaciones del tipo: “El señor Kaplan se sintió uno con el universo”, o algo por el estilo. Esto aparece con frecuencia en el medio de una conversación, porque el autor sospecha que el lector está desatento.
11 Los escritores también le tienen mucho cariño a una última frase, vagamente oscura o cósmica. “De repente el Sr. Holtzmann se sintió muy cansado”. Punto final. Esto ha aparecido en demasiados textos en los últimos años. Es siempre una buena idea considerar si la última oración de un texto es legítima y necesaria, o si se trata simplemente del autor haciéndose el vivo.
12 Trátese de conservar el estilo del autor si es un autor y si tiene estilo. Trátese de que el diálogo suene como se habla y no como se escribe.
13 Cuántos de estos cambios se pueden hacer, desde ya, depende del escritor editado. Si miramos una lista de escritores de la revista puedo indicar hasta qué punto cada autor admite intromisiones en su obra.
Wolcott Gibbs (1902) fue un reconocido editor, crítico, autor teatral y de relatos breves que trabajó en el New Yorker hasta su muerte, en 1958.
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