Los escritores debemos temer a los homenajes. En primer lugar, porque cuando empiezan a multiplicarse, sobre todo a edad provecta, pueden leerse casi como despedidas. En segundo término, porque son siempre un halago. Y por eso mismo debemos estar seguros, cuando los aceptamos, de no estar creando ni compromisos ni dependencias. Y en fin, porque pueden llevarnos a percepciones erróneas de nosotros mismos, a tomarnos demasiado en serio o a movernos en el único territorio en el que jamás debemos ubicarnos: el de la certidumbre en relación con lo que hacemos.
Pero es cierto también que los escritores, vanidosos y generalmente inseguros, nada apreciamos más que el reconocimiento. El reconocimiento, no la fama, que es, como dice Rilke, «la suma de malentendidos que se reúnen alrededor de un hombre». «Algo habré hecho mal -decía Stevenson- o no sería tan famoso». Mientras la fama es problemática, el reconocimiento nace del aprecio, del interés genuino de los lectores. Es la recompensa que el escritor recibe por lo que ha hecho, que no es otra cosa que pasarse horas y horas de su vida escribiendo palabras que no sabe si interesarán a otros.
En efecto, el escritor -si uno lo piensa un poco- tiene uno de los oficios más extraños que puedan darse: él mismo se impone su tarea, con sus ambiciones y sus límites; se dicta sus horarios, se traza sus caminos. Decide qué borra, qué corrige, cuándo su trabajo está terminado. Ahí reside su privilegio y su tortura: hace lo que quiere en un mundo en el que la mayoría de las personas trabaja de manera obligada, con miras a la supervivencia y, muchas veces, en cosas que no le gustan. Pero al elegir ese camino de autodeterminación se atiene a las consecuencias: puesto que ya hace mucho no sólo desaparecieron los mecenas sino que el poeta perdió el aura -para hablar con las palabras de Benjamin- debe, generalmente, subsistir por medio de un oficio paralelo, que le roba las horas; en la escritura busca goce, y a menudo lo obtiene, pero el camino suele ser tortuoso y desasosegante. Está obligado a ser siempre el mismo y también otro, a desdoblarse, a inventarse cada vez. Y, poseído por una idea, o por la fuerza de una historia o de una forma que se le impone, lo que lo mueve es el proceso, no el resultado: cuando logra su objetivo, se olvida de él, ya no le interesa. Su ciclo me recuerda, por supuesto, el mito de Sísifo, pero también los versos de Blanca Varela:
digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera.
Llegué a la escritura, entre otras razones, y siendo aún una adolescente, por envidia. Envidia de aquellos seres misteriosos, los escritores, siempre tan lejos y tan cerca, capaces de fabular historias fascinantes o de crear poemas estremecedores; quería provocar en mis lectores imaginarios las inmensas emociones que en mí había suscitado la lectura de Verne, de Salgari, de los hermanos Grimm, de esa inmensa novela que es Crimen y castigo, o de los poetas cuyos poemas había leído, de niña, en los cuadernillos de Simón Latino. Con el tiempo, y en la medida en que he hecho de la literatura una de las razones más poderosas de existir, aunque jamás me he desentendido del lector, mi tarea se ha convertido en una pasión en sí misma. Pero aunque sigo escribiendo, como en mis primeros tiempos, más por
necesidad personal que porque crea que el escritor tiene una misión, no concibo el oficio de la escritura como un ejercicio onanista que no revierta en otro, que no tenga por objeto último comunicar algo a los demás.
Creo que escribir comporta una reflexión ética y estética que dicta la forma y compromete al escritor con una tradición que es, en primera instancia, la de su lengua, pero que va mucho más allá de ella. Y con su momento histórico, que de una u otra manera, en la verdadera literatura, está siempre presente. Como se ha dicho tantas veces, el escritor es, ante todo, una conciencia crítica, que a través de sus textos incomoda, examina, problematiza y, ante todo, comprende. La suya es, en esencia, como señala Kundera, contraria a toda mentalidad totalitaria. «Mientras más huele a podrido en Dinamarca -dice Sergio Pitol- más indispensable se vuelve la novela». Yo añadiría: y la poesía, esa forma suprema de la literatura, que es capaz de decir lo que ningún otro arte puede decir.
El acto creador del escritor entraña una profunda paradoja: realizado en la más absoluta soledad, está destinado a propiciar una de las formas más plenas de comunicación, sólo superada tal vez por la que existe en la relación íntima de dos personas enamoradas. Me gusta la forma en que Savater plantea el acto de leer: como una comunicación profunda entre la soledad del autor y la de su lector, que multiplicada se traduce en un acto comunicativo más amplio, de dimensión social. Esto significa que la obra jamás podrá ser inocente. Todo pensamiento expresado, toda forma elegida, tiene una carga: política, ética, estética. Por eso mismo, publicar no puede ser el resultado de un ejercicio narcisista, sino que debe tener siempre una justificación.
Algunas veces me han preguntado qué significa escribir en un país que se desangra, víctima de la violencia; y cuál es la responsabilidad que esta situación plantea a los escritores colombianos. Y sólo he podido responder que, en cualquier parte del mundo, la única responsabilidad que un intelectual debe tener es compromiso con su arte e independencia. Eso se traduce en múltiples acciones: escribir sólo sobre aquello que resulte imperativo, sin hacer concesiones a la moda, al afán comercial de las editoriales, a supuestos deberes políticos, o a la culpa, esa sombra que siempre acompaña al colombiano, por el hecho de formar parte de una sociedad indolente y permisiva; permanecer a distancia del poder, conservando un espíritu crítico que le permita no sólo disentir, sino interrogar, subvertir, ver desnudo al emperador y ponerlo en evidencia. No sucumbir al halago, ni dejarse arrastrar al reino del diletantismo o de la banalidad. En fin, ser libre y capaz de resistirse a todo amansamiento.
A la pregunta de si es distinto escribir desde la condición masculina que desde la condición femenina, habría que responder rotundamente que sí. Pero por una sola razón: porque es imposible eludir la condición de género. Ser mujer implica una experiencia del mundo muy distinta de la del hombre, que abarca desde los condicionamientos de su cuerpo hasta la naturaleza de sus temores. Una historia de siglos, una manera de ser mirada e interpelada o silenciada marca su género. La impronta de esa experiencia se traducirá, quiérase o no, en su obra.
En no pocas ocasiones he tenido que recordar la graciosa frase de Conrad: «Ser mujer es una tarea terriblemente difícil, ya que consiste en tratar con hombres». Reconozco la pervivencia de la discriminación de género -también yo la he sufrido, tanto en sus formas burdas como en las más soterradas- y la necesidad de luchar por las reivindicaciones de la mujer. La literatura no es, no puede ser ajena a ese problema, como tampoco a ningún otro. Pero su naturaleza la obliga no a aleccionar, ni a juzgar, ni a imponer verdades, sino a mostrar a esa mujer en situación, a dramatizar sus conflictos, a poetizar sus deseos y sus frustraciones. Aspiro a que las mujeres de mis obras sean de carne y hueso: a veces valientes, a veces cobardes, imperiosas, frágiles, tercas, vanidosas, ambiciosas, dulces, crueles, soñadoras o insatisfechas.
Hombres y mujeres nos hermanamos en torno al misterio de la existencia: a todos nos sobrecoge por igual la posibilidad de la muerte, el amor, la temblorosa constatación de los ciclos, de la belleza, de la maldad y la violencia. Y si algo pretende un escritor es poder penetrar la naturaleza humana, sin barreras. Es esto lo que permite a Flaubert crear ese personaje lleno de dudas, insatisfacción y veleidades, que es madame Bovary. Y lo que hace posible que Marguerite Yourcenar asuma la complejísima conciencia de Adriano, el emperador.
En un país como éste, enturbiado por tantos bajos sentimientos, «la carrera de un creador -como dijo Javier Marías, hablando de España- a veces es la imagen de alguien que está en el agua y se esfuerza por salir mientras algunos lo empujan hacia abajo». Por eso, un homenaje verdadero es como un abrazo fraterno, estimulante, que congrega a los lectores, los cuales son siempre la mayor recompensa para un escritor. Ellos lo hacen olvidar sus diarias vicisitudes y las envidias y maledicencias que lo persiguen desde que los medios lo convierten en figura pública.
Cuando en lo más alejado de la provincia, en la modesta biblioteca de mi padre, y con la guía de mi madre, una sencilla maestra, descubrí las felicidades de la literatura, jamás habría podido imaginar que el sueño temprano de ser escritora se cumpliría. He dado una dura pelea por hacer de mi vocación una opción de vida y una posibilidad de felicidad, pero no más ni menos que muchos otros escritores colombianos, apasionados por su oficio. No soy yo la llamada a hablar de logros. Bien se sabe que cada obra entraña un fracaso, pues siempre hay una distancia entre lo que se quiso decir y lo que logramos decir. El estímulo que hoy recibo me ayuda a aspirar, no a la perfección, que está siempre fuera de nuestro alcance, sino, como dijo Beckett, a fracasar cada vez de una mejor manera.
Pero es cierto también que los escritores, vanidosos y generalmente inseguros, nada apreciamos más que el reconocimiento. El reconocimiento, no la fama, que es, como dice Rilke, «la suma de malentendidos que se reúnen alrededor de un hombre». «Algo habré hecho mal -decía Stevenson- o no sería tan famoso». Mientras la fama es problemática, el reconocimiento nace del aprecio, del interés genuino de los lectores. Es la recompensa que el escritor recibe por lo que ha hecho, que no es otra cosa que pasarse horas y horas de su vida escribiendo palabras que no sabe si interesarán a otros.
En efecto, el escritor -si uno lo piensa un poco- tiene uno de los oficios más extraños que puedan darse: él mismo se impone su tarea, con sus ambiciones y sus límites; se dicta sus horarios, se traza sus caminos. Decide qué borra, qué corrige, cuándo su trabajo está terminado. Ahí reside su privilegio y su tortura: hace lo que quiere en un mundo en el que la mayoría de las personas trabaja de manera obligada, con miras a la supervivencia y, muchas veces, en cosas que no le gustan. Pero al elegir ese camino de autodeterminación se atiene a las consecuencias: puesto que ya hace mucho no sólo desaparecieron los mecenas sino que el poeta perdió el aura -para hablar con las palabras de Benjamin- debe, generalmente, subsistir por medio de un oficio paralelo, que le roba las horas; en la escritura busca goce, y a menudo lo obtiene, pero el camino suele ser tortuoso y desasosegante. Está obligado a ser siempre el mismo y también otro, a desdoblarse, a inventarse cada vez. Y, poseído por una idea, o por la fuerza de una historia o de una forma que se le impone, lo que lo mueve es el proceso, no el resultado: cuando logra su objetivo, se olvida de él, ya no le interesa. Su ciclo me recuerda, por supuesto, el mito de Sísifo, pero también los versos de Blanca Varela:
digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera.
Llegué a la escritura, entre otras razones, y siendo aún una adolescente, por envidia. Envidia de aquellos seres misteriosos, los escritores, siempre tan lejos y tan cerca, capaces de fabular historias fascinantes o de crear poemas estremecedores; quería provocar en mis lectores imaginarios las inmensas emociones que en mí había suscitado la lectura de Verne, de Salgari, de los hermanos Grimm, de esa inmensa novela que es Crimen y castigo, o de los poetas cuyos poemas había leído, de niña, en los cuadernillos de Simón Latino. Con el tiempo, y en la medida en que he hecho de la literatura una de las razones más poderosas de existir, aunque jamás me he desentendido del lector, mi tarea se ha convertido en una pasión en sí misma. Pero aunque sigo escribiendo, como en mis primeros tiempos, más por
necesidad personal que porque crea que el escritor tiene una misión, no concibo el oficio de la escritura como un ejercicio onanista que no revierta en otro, que no tenga por objeto último comunicar algo a los demás.
Creo que escribir comporta una reflexión ética y estética que dicta la forma y compromete al escritor con una tradición que es, en primera instancia, la de su lengua, pero que va mucho más allá de ella. Y con su momento histórico, que de una u otra manera, en la verdadera literatura, está siempre presente. Como se ha dicho tantas veces, el escritor es, ante todo, una conciencia crítica, que a través de sus textos incomoda, examina, problematiza y, ante todo, comprende. La suya es, en esencia, como señala Kundera, contraria a toda mentalidad totalitaria. «Mientras más huele a podrido en Dinamarca -dice Sergio Pitol- más indispensable se vuelve la novela». Yo añadiría: y la poesía, esa forma suprema de la literatura, que es capaz de decir lo que ningún otro arte puede decir.
El acto creador del escritor entraña una profunda paradoja: realizado en la más absoluta soledad, está destinado a propiciar una de las formas más plenas de comunicación, sólo superada tal vez por la que existe en la relación íntima de dos personas enamoradas. Me gusta la forma en que Savater plantea el acto de leer: como una comunicación profunda entre la soledad del autor y la de su lector, que multiplicada se traduce en un acto comunicativo más amplio, de dimensión social. Esto significa que la obra jamás podrá ser inocente. Todo pensamiento expresado, toda forma elegida, tiene una carga: política, ética, estética. Por eso mismo, publicar no puede ser el resultado de un ejercicio narcisista, sino que debe tener siempre una justificación.
Algunas veces me han preguntado qué significa escribir en un país que se desangra, víctima de la violencia; y cuál es la responsabilidad que esta situación plantea a los escritores colombianos. Y sólo he podido responder que, en cualquier parte del mundo, la única responsabilidad que un intelectual debe tener es compromiso con su arte e independencia. Eso se traduce en múltiples acciones: escribir sólo sobre aquello que resulte imperativo, sin hacer concesiones a la moda, al afán comercial de las editoriales, a supuestos deberes políticos, o a la culpa, esa sombra que siempre acompaña al colombiano, por el hecho de formar parte de una sociedad indolente y permisiva; permanecer a distancia del poder, conservando un espíritu crítico que le permita no sólo disentir, sino interrogar, subvertir, ver desnudo al emperador y ponerlo en evidencia. No sucumbir al halago, ni dejarse arrastrar al reino del diletantismo o de la banalidad. En fin, ser libre y capaz de resistirse a todo amansamiento.
A la pregunta de si es distinto escribir desde la condición masculina que desde la condición femenina, habría que responder rotundamente que sí. Pero por una sola razón: porque es imposible eludir la condición de género. Ser mujer implica una experiencia del mundo muy distinta de la del hombre, que abarca desde los condicionamientos de su cuerpo hasta la naturaleza de sus temores. Una historia de siglos, una manera de ser mirada e interpelada o silenciada marca su género. La impronta de esa experiencia se traducirá, quiérase o no, en su obra.
En no pocas ocasiones he tenido que recordar la graciosa frase de Conrad: «Ser mujer es una tarea terriblemente difícil, ya que consiste en tratar con hombres». Reconozco la pervivencia de la discriminación de género -también yo la he sufrido, tanto en sus formas burdas como en las más soterradas- y la necesidad de luchar por las reivindicaciones de la mujer. La literatura no es, no puede ser ajena a ese problema, como tampoco a ningún otro. Pero su naturaleza la obliga no a aleccionar, ni a juzgar, ni a imponer verdades, sino a mostrar a esa mujer en situación, a dramatizar sus conflictos, a poetizar sus deseos y sus frustraciones. Aspiro a que las mujeres de mis obras sean de carne y hueso: a veces valientes, a veces cobardes, imperiosas, frágiles, tercas, vanidosas, ambiciosas, dulces, crueles, soñadoras o insatisfechas.
Hombres y mujeres nos hermanamos en torno al misterio de la existencia: a todos nos sobrecoge por igual la posibilidad de la muerte, el amor, la temblorosa constatación de los ciclos, de la belleza, de la maldad y la violencia. Y si algo pretende un escritor es poder penetrar la naturaleza humana, sin barreras. Es esto lo que permite a Flaubert crear ese personaje lleno de dudas, insatisfacción y veleidades, que es madame Bovary. Y lo que hace posible que Marguerite Yourcenar asuma la complejísima conciencia de Adriano, el emperador.
En un país como éste, enturbiado por tantos bajos sentimientos, «la carrera de un creador -como dijo Javier Marías, hablando de España- a veces es la imagen de alguien que está en el agua y se esfuerza por salir mientras algunos lo empujan hacia abajo». Por eso, un homenaje verdadero es como un abrazo fraterno, estimulante, que congrega a los lectores, los cuales son siempre la mayor recompensa para un escritor. Ellos lo hacen olvidar sus diarias vicisitudes y las envidias y maledicencias que lo persiguen desde que los medios lo convierten en figura pública.
Cuando en lo más alejado de la provincia, en la modesta biblioteca de mi padre, y con la guía de mi madre, una sencilla maestra, descubrí las felicidades de la literatura, jamás habría podido imaginar que el sueño temprano de ser escritora se cumpliría. He dado una dura pelea por hacer de mi vocación una opción de vida y una posibilidad de felicidad, pero no más ni menos que muchos otros escritores colombianos, apasionados por su oficio. No soy yo la llamada a hablar de logros. Bien se sabe que cada obra entraña un fracaso, pues siempre hay una distancia entre lo que se quiso decir y lo que logramos decir. El estímulo que hoy recibo me ayuda a aspirar, no a la perfección, que está siempre fuera de nuestro alcance, sino, como dijo Beckett, a fracasar cada vez de una mejor manera.
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