martes, 31 de marzo de 2009

Tribulaciones de un comentarista de libros por Luis Fernando Afanador

Se nos pide, en aras de la concreción, que nos limitemos a dos puntos: criterios de selección y formas de abordar la escritura de una reseña. Voy entonces al asunto sin dilaciones para que en este breve espacio, y así sea un poco de contrabando, tenga tiempo de referirme a algo que me parece capital: qué es un reseñador, cuál es su estatuto. Porque finalmente todo se relaciona.
Bien, ¿cómo escoger un libro? En primer lugar, como lo haría cualquier lector, como alguna vez me dijo Alberto Manguel que operan los lectores: por azar. La clave para encontrar un gran libro desconocido es igual al encuentro con otros seres humanos: un perfume, una cara, un gesto. “El hecho de que nos pisen en el tranvía y de ahí resulte una relación. Todo comienzo es válido”.
En términos prácticos eso quiere decir que debemos ir más allá de los libros que nos envían las editoriales que, por supuesto, manejan sus propios intereses. Hay que ir a las librerías y buscar en los anaqueles escondidos: la vitrina de las novedades se mueve a un ritmo demasiado rápido e injusto. (Aquí quiero hacer un paréntesis: cuando empezaba en este oficio era muy cuidadoso de sólo reseñar libros que tuvieran máximo un mes de haber salido al mercado pero luego comprobé que nadie es muy estricto al respecto y el criterio es bastante amplio: he llegado a leer reseñas de libros con más de un año de aparición, lo cual, por lo demás, me parece muy bien: los buenos libros no envejecen y nunca es tarde para dar noticia de ellos).
Y no sólo hay que ir a las librerías. También hay que estar pendientes de cada uno de los muchos libros que nos envían sin sello editorial, mejor conocidos como ediciones Clicz moi. Aunque no lo crean esos autores anónimos, hemos mirado sus libros con cuidado y les hemos dedicado varios instantes de nuestro tiempo. Y no digo “valioso” porque nunca lo he considerado tiempo perdido. Algún día, estoy seguro, ahí encontraremos una obra maestra o, al menos, digna de figurar en la antología de libros rechazados por las editoriales que alguna vez planeó Michel Foucault y que está por hacerse.
En fin, hay que hojear bastante: en materia de libros también es muy cierto aquello de que hay que besar muchos sapos antes de encontrar a la princesa encantada.
Voy a decirlo de una vez: pertenezco al bando de la crítica celebratoria. Sólo vale la pena hablar leer aquellos libros que nos han conmovido, que no han sido escritos para el olvido sino para perdurar. Los que, de alguna manera, son sobresalientes, los que nos hacen mejores, los que provocan el comentario: “Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores. Tratamos de registrar sus embates y de adaptar la casa sacudida al nuevo orden. Cierto primario instinto de comunión nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia y desearíamos convencerlos de que se abrieran a ella”. Por eso la crítica, según dice George Steiner a quien pertenece la cita anterior, debe surgir de una deuda de amor.
Hablar de un libro malo es inútil. El libro malo será olvidado. Además que, como bien lo dijo Auden, resulta un acto de vanidad. Encontrar sus defectos es alardear, presumir de nuestra inteligencia.
Entre una novela mediocre de un miembro de un falso boom inventado por periodistas y, digamos, la crónica monumental de los últimos 500 años de la cultura de occidente escrita por un importante historiador, ¿cuál preferir? Sin duda la segunda, por las razones expuestas. Así lo he hecho casi siempre, pero, ¿es lo correcto? En esta época donde la crítica ha sido reemplazada por la dictadura y la tontería de las encuestas (que en Colombia, por cierto, son bastante dudosas y los medios que las publican nos deben una explicación acerca de su metodología) y con premios sospechosos y una buena estrategia publicitaria se crean falsos prestigios literarios, ¿no es nuestra obligación derribar esos ídolos con pies de barro?
La mayoría de las veces pienso que no, por lo que dije: es estéril hablar de un mal libro. El comentario agradecido de un lector a quien le dimos la buena noticia del libro valioso nos confirma que eso era lo correcto. Sin embargo, a veces, al ver que uno de esos ídolos con pies de barro ha crecido a un tamaño que no hay derecho, y nadie dice nada, nadie protesta, sentimos que hay que hacerlo, pase lo que pase. Y lo hacemos. Son las contadas excepciones en que hemos atacado un libro. A pesar de las felicitaciones recibidas —increíblemente parecemos tener más lectores y haber subido en el rating— quedan las dudas, las ambigüedades. No por arrepentimiento, sino por la sensación desagradable de estar, ahí sí, perdiendo nuestro tiempo, nuestra vida.
¿Estuvo bien? ¿Obramos correctamente? Cuando veo que los libros que valen la pena exceden el breve espacio de nuestras reseñas, que se está reduciendo dramáticamente, pienso que sí. Cuando veo el triunfo impune del relativismo y del mercado —todo es válido mientras venda— pienso que debemos criticar y que nuestra única función es llevar la discusión hacia lo que es o no verdaderamente importante. Esta es una de las inquietudes que me gustaría discutir hoy en la mesa.
Segundo punto. ¿Cómo escribir una reseña? Como si fuera el mejor ensayo breve, con la contundencia de los cuentos memorables, con claridad y lucidez. Claro, es casi imposible, pero debemos intentarlo.
Para matizar la anterior respuesta es necesario entrar en el tercer punto, qué es un reseñador.
Creo que es un híbrido. Es una rara especie que es mitad crítico y mitad divulgador; es un lector bien informado: el espectro es amplio. Por eso pienso que cada reseñador finalmente, con su trabajo, define lo que quiere ser. Puede llegar a ser un crítico serio y riguroso pero también puede convertirse en un vulgar copiador de solapas: está en sus manos. No sobra decir que esto último es lo que algunas editoriales quieren que seamos: vulgares copistas de solapas que les exhibimos sus libros.
Si el reseñador se define como crítico tendrá algunos problemas al escribir su reseña. Si sólo profundiza en el texto puede volverse demasiado abstracto: no puede olvidar que le está hablando a alguien que todavía no ha leído el libro y que muchas veces sólo quiere saber de qué se trata. Debe, entonces, dar esa información —sin exagerar, para no dañar la lectura— sin olvidar su juicio crítico. Y debe escribir con pasión porque la pasión contagia. Me refiero a esa pasión inteligente, ese tono personal que tienen los grandes ensayistas desde Montaigne hasta George Steiner. Hay que evitar a toda costa ese lenguaje neutral y eunuco, salpicado de neologismos, que se practica en las universidades con la falsa excusa de la objetividad.
Alguna vez alguien me dijo que después de leer una reseña mía le dieron ganas de ir a comprar el libro, ahí mismo, aunque fuera domingo. Es lo mejor que me han dicho de mi trabajo, es lo máximo a que aspiro. Recomendar un buen libro, compartir esa alegría. Dar a conocer princesas encantadas y comerme en silencio unos cuantos sapos. Y sentir una culpa infinita por todos esos grandes libros, esos perfumes, esos bellos gestos, que pasaron por nuestro lado y no supimos ver.

lunes, 30 de marzo de 2009

Bendición eterna a quien lea estas páginas por Alberto Fuguet

Casi una década atrás, el escritor chileno Alberto Fuguet descubrió la obra del colombiano Andrés Caicedo, y creyó encontrar a un igual. El escritor cinéfilo que siempre anduvo buscando: un autor intenso, real e indispensable. Y ese es el autor que asoma en el fascinante Mi cuerpo es una celda, flamante autobiografía para la que Fuguet recorrió los escritos póstumos de Caicedo –que se suicidó en 1977, a los 25 años–, hasta (re)construir unas memorias a partir de sus cartas, artículos y diarios, como un director edita una película en una sala de montaje. Un recorrido que el propio Fuguet cuenta en estas líneas, epílogo del volumen que acaba de ser editado por Norma, y que se presentó hoy lunes 30 de marzo de 2009 en el Bafici.

Quizás algunos hayan notado que Mi cuerpo es una celda posee el subtítulo de “autobiografía”. Otros, por su parte, quizá se fijaron en que mi nombre está asociado a las labores de dirigir y montar este libro. Un libro, claro está, se edita, se revisa, se pule. No se dirige, no hay montaje, ni se utiliza Final Cut Pro. Pero quizás éste sí se montó. No se me ocurre otra manera de entender mi proceso y mi lazo con Mi cuerpo es una celda que el de un montajista que se encontró con mucho material y a un director-guionista que ya no está. Lo bueno del caso es que me topé con unos productores que sólo querían que respetara la visión del autor.
¿Cómo hacerlo sin poder hablar con él?
Lo de director tuvo que ver con darle un tono como en recopilar y en convencer a la gente para que me prestaran el material que tenían. Que confiaran en mí (acaso la labor número uno al dirigir).
Autobiografía es el recuento de los hechos de una vida contada por la propia persona. Toda autobiografía (hoy se llaman “memorias”) necesariamente tiene que ser escrita por la persona que ha vivido esa vida. Este es el caso de este libro. En ningún diccionario o página web encontré que el libro tuviera que haber sido compilado/montado mientras el autor estaba vivo.
Opté por “hacer algo acerca de Caicedo”, de transformarlo en proyecto literario personal, ligado a mi propio universo/planeta, y no sólo asumirlo como un encargo o un artículo al paso, cuando a mi regreso de Cali capté o me quedaron claras dos cosas: uno, no quería hacer una biografía (tampoco me sentía capaz ni me interesaba) y, dos, al tener a mi lado un bolso de cuero negro con centenas de fotocopias de material inédito, entendí que quizá lo que correspondía era hacer algo cinematográfico. Al menos, distinto. Y no porque Andrés Caicedo fue un cinéfilo-cinépata-cinéfago de pura cepa, sino porque había algo inherentemente visual en su manera de concebir su vida y en la manera como se comunicaba con el mundo. Pero un guión no venía al caso; recrear su vida menos. Una novela biográfica fue por un instante sólo eso: una mala idea. Hasta que percibí que lo que había obtenido en mi viaje a Cali y Bogotá eran documentos. De ahí la idea del documental. Un documental narrado en primera persona que certificara en forma fragmentaria lo que él mismo vivió, sintió y vio. No tenía a mi sujeto ni cerca ni vivo, pero había cartas, diarios, poemas, críticas de cine y material que se negaba a ser catalogado en ese bolso. Quizás armar su autobiografía para que ahora que su figura está ingresando a la calidad de mito, ahora que su lápida es robada constantemente de un cementerio en Cali, ahora que todos me contaban algo distinto y contradictorio (por primera vez capté cuán ficticias pueden ser las biografías, sobre todo las más investigadas: no es que cada fuente mienta, es que simplemente no estuvieron ahí), él simplemente pudiera contar las cosas desde su punto de vista. Desde su propia trinchera. Tal como ocurrieron o él sintió que sucedieron. Y que ojalá pudiera leerse como una novela, como una novela de no ficción. Lo importante era que todo este material disperso, casi siempre reiterativo, pudiera leerse como una pieza orgánica. Un libro de cartas me pareció que no era el camino. Me he topado con libros así de autores que admiro y admito que he terminado hojeándolos. Muchas cartas, muchos nombres, muchas notas a pie de página, mucha digresión acerca de temas cotidianos y pedestres.
Mientras empezaba a conectarme con el material de Caicedo pude ver, quizá de casualidad, quizá porque era lo que tenía que ver, un documental acerca de Kurt Cobain llamado About A Son, de A. J. Schnack.
Más allá de los lazos obvios entre Caicedo y el emblemático músico de Aberdeen (suicidio a una edad temprana, la compulsión por dejarlo todo escrito, el deseo de escapar de un pueblo chico, el transformarse en figura de culto con estatus de rockero al menos en Colombia), About A Son me impactó al transformar una limitante (carecer de todo el material típico para hacer un documental) en la estructura base del film. Schnack no pudo contar con fotos o clips o videos personales, ni siquiera con la música de Nirvana. Sí contó con un número considerable de casetes con entrevistas que le hizo el reportero de Rolling Stone Michael Azerrad para el libro Come As You Are: The Story of Nirvana. Azerrad no pudo utilizar todo el material (superaba las veinte horas). Cuando Schnack supo que Cobain podía, en muerte, narrar su vida, lo que hizo fue salir a buscar y filmar imágenes de los sitios a que se refiere Cobain. Sitios donde vivió, estudió, trabajó, creó y tocó. La ideal del film de Schnack fue dejar a Cobain hablar por sí mismo.
Eso es lo que he intentado yo con Andrés Caicedo 31 años después de que tipeara su última carta.

Tomando como base la máxima “este es el libro que Andrés quiso escribir”, es que Mi cuerpo es una celda no posee prólogo ni muchas notas o explicaciones. Creo que Caicedo logra explicarse solo. Caicedo on Caicedo, como esos libros de cine de Faber & Faber. La meta fue que el libro fluyera como un libro, como una novela, como una confesión, sin interrupciones académicas ni fotos ni explicaciones a todos sus tropiezos. Espero haberlo logrado. Que esto sea una autobiografía o “confesiones a la San Agustín” o una suerte de documental impresionístico o algo así como los registros de sesiones de psiquiatras, es un tema secundario. Lo importante es que el libro ya existe. Un libro de no ficción de un autor que hasta hoy es un escritor más conocido por sus obras juveniles de ficción. Los primeros ejemplares de ¡Que viva la música!, la novela emblemática de Caicedo, le llegaron por correo el mismo día en que se mató. El resto de su obra de ficción fue publicada en forma póstuma y son por lo tanto anteriores a ¡Que viva la música!. En ese sentido, casi toda la obra de Andrés Caicedo corresponde a un escritor extremadamente joven (menor de 24 años) y, por defecto, inmaduro y en ciernes. En su prosa de no ficción (sobre todo los diarios, cartas y críticas) es posible ver que es bastante más que un autor para chicos.
No deseo usar este libro, ni este epílogo, para analizar y clasificar la obra de Caicedo. No soy crítico. Pero sí reconozco que hay muchos autores cuyas obras de ficción pura me atrae menos que su obra más personal. De hecho, hay escritores cuya obra cumbre no fue de ficción o, al menos, fue tan o igual de importante que su obra creativa. Pienso en Pavese, en Ribeyro, en Edwards, en Auster, acaso en Sebald. Mi impresión es que aquí, en este libro, Caicedo demuestra al menos dos cosas: que no tenía miedo a usarse como su material principal y que su no ficción es tan impactante –o acaso más– como su ficción.

Ahora algo menos técnico, más personal, algo que escribí mucho antes de imaginarme que estaría en este puesto, en este lugar, que hubiera terminado en su pieza en Ciudad jardín, leyendo en un café de Venice, California, sus textos más privados. Un pequeño alto antes de continuar, entonces. Caicedo por mí antes de Mi cuerpo es una celda:
Es curioso, pero el escritor cinéfilo que siempre anduve buscando, ese amigo-imaginario que tanto esperé, aquel literato intenso, real, indispensable, que uno necesita piratear/samplear/imitar cuando tiene mucho que decir y no sabe bien cómo, llegó atrasado a mi experiencia. Tan atrasado que ya no me hacía falta.
Aún me cuesta creer que supe de la existencia de Andrés Caicedo hace tan poco. Mucho después de que en Colombia al menos, Andrés Caicedo se hubiera convertido en Andrés Caicedo. A esas alturas, el año 2000, Caicedo ya llevaba más de veinte años muerto y sus libros estaban en las estanterías hacía rato. ¿Dónde estaba yo? ¿Dónde estaban sus libros? En rigor: ¿dónde estaba él cuando más lo necesitaba?
Lo encontré en una de mis librerías favoritas: la desaparecida La Casa Verde, en Lima, frente al parque El Olivar, en pleno San Isidro. Ahí estaba, haciendo hora, esperando un avión. Había entregado mi cuarto en el hotel El Olivar y esperaba un taxi para partir rumbo al aeropuerto Jorge Chávez. Así que me puse a mirar libros, no una mala manera de matar el tiempo. De pronto la palabra cine se fijó en mi radar. De entre los miles de libros que tapizaban las estanterías de esa casa pintada de verde, me fijé en un grueso volumen azul oscuro titulado Ojo al cine. El libro estaba equidistante, me fijé, de Queremos tanto a Glenda, de Cortázar, y de un viejo ejemplar de Un oficio del siglo XX, el loquísimo libro de críticas de Guillermo Cabrera Infante.
Dejé los otros textos que tenía en la mano para tomar este volumen desconocido. Exagero si escribo que mis manos tiritaban, pero casi. Al menos deseaba que lo hicieran (close-up a manos que toman libro). Intuí que más que enfrentarme a un libro, me estaba enfrentando a una persona.
Lo primero que me llamó la atención fue la serie de fotos setenteras de un tipo flaco, con el pelo rockeramente largo, gruesos anteojos que hoy usan los que son cool y antes no lo fueron, y una polera manga-larga color calipso. Ahí capté que este tal Andrés Caicedo, el autor, estaba muerto. Un tipo tartamudo, pálido, que se pasa todo el día en el cine, no se pone en la cubierta de un libro. Un tipo así se esconde.
Caicedo alcanzó a vivir 25 años y se fue a negro con la ayuda de 60 pastillas de Seconal, después de recibir el primer ejemplar de su novela y tipear dos cartas: una intensa a su novia y una cinéfila a un amigo español.
¿Por qué un autor suicida atrae tanto? ¿Por qué un cinéfilo suicida me impactó así? Si a los 20 años hubiera leído a Caicedo, ¿habría planeado mi suicidio en plena función de trasnoche del Normandie? ¿Era Caicedo, entonces, el Cobain de los fanáticos del cine? O sea que de hecho el cine podía matar. ¿Era la cinefilia una adicción peligrosa? ¿Y no sólo un refugio para cobardes?
Compré el libro de inmediato y no paré de leerlo: en el taxi, en la sala de espera, en el avión. No era una novela, sino el guión de su vida, una muestra de las miles de películas que vio. De nuevo: ¿cómo no había sabido de él antes? ¿Tan fuerte era el poder de García Márquez en Colombia que terminaba asesinando a un chico urbano por el solo hecho de ser incondicional de Jerry Lewis y estar obesionado con Kim Novak y la película Lilith?
Caicedo, capté pronto, fue el cinépata más cinépata de todos, aunque nunca usó esa palabra. Yo pensé que sí y, por error, pero pensando en él, a los pocos meses fundé mi empresa de producciones audiovisuales y le coloqué, en homenaje, Cinépata. Andrés Caicedo se consideraba más bien un cinéfago y una víctima de lo que él denominaba la cinesífilis. Organizaba cineclubes y revistas, y no hacía otra cosa que ver y ver y ver cine. Su meta era clara: tragarlo todo y, luego, escribir sobre todo lo que veía, para así, en el acto de escribir, volver a ver lo que ya había visto. Su pasión y la desmesura lo llevaron a acumular toda la información posible hasta convertirlo, con el tiempo, en un cinéfago incondicional. Quizá la tecnología hubiera salvado a Caicedo. Internet Movie Database hubiera sido un lugar ideal donde volcar su trivia, los chats lo hubieran conectado con otros freaks, las cámaras digitales lo hubieran ayudado a filmar sus cintas de terror y una colección de videos o DVD lo hubieran dejado dormir tranquilo: ahí, en un estante, en orden alfabético, hubiera podido guardar todas esas imágenes que ya no le cabían en su cabeza.
Caicedo fue siempre un creador más que un crítico. Sus escritos bordeaban los límites de la ficción y cuando se puso a inventar cuentos y novelas y teatro, todo le salía con olor a pantalla. Nunca sabremos cómo hubieran resultado los films de Caicedo. Personalmente, prefiero sus escritos de cine que sus cuentos y su novela. Pero lo principal en Caicedo es Caicedo mismo. Es la idea del cinéfilo como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood, el solitario que se comprometió con la pantalla mientras todos solidarizaban con la causa, el hermano mayor de McOndo, el link perdido al siglo XXI, el fan de Vargas Llosa que escribía guiones de westerns y de películas de terror y devoraba las cintas de Rosen y Truffaut en los cines del centro de Cali mientras que por esos mismos días un compatriota suyo insistía en narrar el pasado como si fuera todo un cuento de hadas.
Caicedo creyó en la crónica y no la ficción, en el cine y en el yo, en el mito del poeta y el rockero que muere joven y que deja obra para contar. No es casualidad que mientras todo el resto de los escritores de su generación o los que tenían algo más soñaban con París y Barcelona, Andrés Caicedo quiso ir a los Angeles a ver si podía lograr su meta. Caicedo llegó antes que todos y duró poco. La sociedad por cierto no lo mató, como tampoco, por fascinante que parezca, lo mató el cine. Pero sus excentricidades caleñas han logrado escapar a la vorágine barroca de su tiempo y desde hoy uno ve a Caicedo como un adelantado. Un adelantado, sí, pero también un tipo fuera de foco, desincronizado, limítrofe. Caicedo nunca llegó a transformarse en mi ídolo, en mi crítico de cine fetiche, porque lo conocí demasiado tarde.
Ahora llega otro Andrés Caicedo: no el que baila salsa y dice “¡que viva la música!”. Caicedo no bailaba salsa; quería, pero no podía. Caicedo no hablaba, escribía. Todo el día: y tal como hoy hay gente que no concibe su día sin postear, Caicedo se escribía a sí mismo. En una opción tan heroica como peligrosa se encerró en su máquina de escribir y no pudo entender la vida sin ella.

Repito: Andrés Caicedo no escribió este libro tal como existe y acaso no lo concibió, al menos de manera consciente, pero es su libro. No se sentó a escribir Mi cuerpo es una celda. Simplemente se sentó todos los días a escribir lo que fuera. Todo lo que está en el libro ha sido escrito por Caicedo. El material base fueron cartas, trozos de papel, diarios a medio terminar, libretas, cuadernos argollados, críticas de cine, artículos de prensa y “escritos”. Diría que más del sesenta por ciento no ha sido publicado con anterioridad. Un ochenta por ciento del magna con que empecé a trabajar era inédito. Los fans y lectores atentos se encontrarán con material que quizá ya conocen, aunque en otro orden, y editado de otra manera. Este libro fue, insisto, montado. Editado. Algunas cartas fueron reducidas. Otras, de la misma fecha, se fusionaron. Aquellos escritos que aparecen como apuntes o posts o anotaciones en un diario de vida son un invento mío a partir de muchas frases de Andrés que aparecían en largas cartas centradas en temas ni cinéfilos ni personales. Andrés Caicedo no tuvo en rigor un diario. Tuvo cuadernos donde anotaba de todo durante su adolescencia (ver El libro negro, Editorial Norma, 2008). Ya pasados los 20, casi todo lo que escribió fue en papeles sueltos y a máquina de escribir. Aquello que escribió a mano está constatado en este libro y fue la excepción. En vez de un diario tuvo sus cartas. Centenas y centenas de cartas a un grupo relativamente pequeño de destinatarios. Algunas veces escribía tres o cuatro cartas largas en un mismo día; como es lógico, terminaba relatando las mismas cosas. No todas las cartas las envió o llegaron a su destinatario. Algunas cartas eran a personas que estaban en su misma ciudad y a veces, en su misma casa. Todas las cartas, excepto aquellas escritas a mano, las escribió con papel calco. Y se guardó una copia, las que fue juntando en distintas carpetas tituladas De mí para mí, De mí para el cine, etc. Gracias a su familia (sobre todo a su padre) y luego a Luis Ospina y Sandro Romero Rey, parte de este material pudo guardarse, salvarse y parcialmente, publicarse. Antes de suicidarse ese 4 de marzo de 1977 dejó unos baúles con sus pertenencias: desde libros y discos y revistas hasta guiones, manuscritos, carpetas con cartas, cuadernos, fotos... Buena parte de ese material fue clasificado por su padre y después entregado a sus hermanas y a Luis Ospina. De ese material salieron, primero, sus libros de ficción y, con el tiempo, libros como Ojo al cine y El cuento de mi vida. Pero eran muchos baúles y tenían mucho fondo. La familia terminó donando mucho material, incluyendo los originales de sus libros, a la Biblioteca Luis Angel Arango, de Bogotá. Ahí encontré textos invaluables. Otras cartas y textos, más privados, estaban en manos de sus hermanas. Varias cartas claves –sin copias al carbón– me las pasó Patricia Restrepo. Gran parte del volumen que formó el magma de este libro lo tenía Luis Ospina.
Para dejar las cosas claras: parte del material de Mi cuerpo es una celda ha aparecido en el dossier Nueve cartas inéditas del número de noviembre-diciembre de 1996 de la revista cultural colombiana El Malpensante; de Ojo al cine (Norma, Bogotá 1999; edición de Luis Ospina y Sandro Romero Rey); y del notable El cuento de mi vida (Norma, Bogotá, 2007; edición de María Elvira Bonilla). Buena parte de las cartas que Luis Ospina editó y seleccionó para Andrés Caicedo: cartas de un cinéfilo (colección Cuadernos de Cine Colombiano editados por la Cinemateca Distrital de la ciudad de Bogotá, 2007) aparecen aquí, ya sea como cartas o en otro formato. Tal como explica Ospina en su presentación, las editó pensando en el aspecto cinéfilo. Al obtener de Luis una cantidad exorbitante de este material inédito (una vez más gracias por haberlas guardado y haber confiado en mí), me topé con algunas de estas mismas cartas. Yo las edité de otro modo y no sólo me fijé en el aspecto cinéfilo.

¿Quería Andrés Caicedo que sus restos literarios fueran exhumados? ¿He cruzado ciertas fronteras éticas? ¿Qué es más importante: respetar el deseo del escritor, la intimidad de ciertas personas o proteger emocionalmente a otros? Cada tanto surge un pequeño escándalo literario cuando aparece un diario o cartas, o cuando una novela sin terminar se concluye y se publica. Hay autores que dejan testamentos específicos (no publicar nada hasta después de mi muerte o después de cincuenta años de mi muerte) y otros que no desean que su obra continúe creciendo en forma póstuma. Hay escritores que queman sus escritos, otros que sólo dejan lo que ya se publicó y otros que donan –o venden– a importantes bibliotecas sus cartas, cuadernos, manuscritos o demases.
Andrés Caicedo quiso y buscó la fama literaria y cinematográfica. No dejó un testamento legal, pero en conversaciones con su familia y amigos dejó en claro que lo suyo no era un ejercicio privado. En la carta de despedida de su madre con que abre este libro dice: “Y ojalá que algún día puedan publicarse los libros sobre mi adolescencia que escribí con tanto esmero: El atravesado, ¡Que viva la música!”. Al no matarse en esa fecha, pudo ver ambos libros publicados en vida.
“Dejo algo de obra y muero tranquilo”, dice en la misma carta. En efecto, al morir dejó obra y varios números de su revista Ojo al Cine y folletos con críticas de cine que entregaba a la entrada de su cine club. También dejó muchos manuscritos de ficción: éstos, con el apoyo de su familia y amigos, se transformaron en libros como Noche sin fortuna y Calicalibozo.
Respecto a sus cartas, el propio Caicedo dejó instrucciones de manera explícita e implícita que las consideraba parte de su obra. En la carta que le escribió al crítico Miguel Marías, durante octubre de 1975, le comenta: “...estimulado por tu ejemplo, es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito”. El hecho de que buena parte de sus cartas las escribió con copia en papel carbón y que esas copias las guardó en un legajador en cuya carátula estaba escrito en bolígrafo, de puño y letra del autor, el título: “De mí al cine”. Luis Ospina escribió en el prólogo de Cartas de un cinéfilo que “adentro, organizadas en estricto orden cronológico, estaban las copias que Andrés hacía de cada carta que escribía. Gracias a esa precaución anticipatoria de Caicedo –siempre preocupado por el destino post mortem de sus escritos–, es que podemos leerlas hoy”.
Para Andrés Caicedo las cartas no eran sólo un medio para enviar información, sino un fin literario, acaso la manera donde mejor podía expresarse: “...lo privilegiado que es el espacio de la carta: tener todo el tiempo del mundo para decir, porque la persona escucha sin decir nada; luego tener todo el tiempo del mundo para oír lo que dicen. Es la conversación perfecta. Si tengo miedo cuando te escribo, la distancia es tanta, que mi miedo no se te pega, te atrae, pero no te daña”.
En una carta a Patricia Restrepo, le dice: “Yo la adoro cada día más, cada minuto que pasa la adoro más. Se lo juro que es primera vez que utilizo semejante término y que no me dé pena, ni siquiera me da pena si esta carta absurda la lea todo el mundo”. No sé si estas cartas o el libro, esta autobiografía que construí con sus cartas y otros textos, llegue a todo el mundo. Pero esa es la idea. Que ese cuerpo que antes estuvo en una celda, ahora sea pura palabra. Sus palabras. Eternas, apuradas, caleñas, cinéfilas, extremadamente propias, inimitablemente suyas.

jueves, 26 de marzo de 2009

Revolución del tiempo por Andrés Neuman

Uno de los poderes prodigiosos que tiene la escritura es la posibilidad de reconstruir el pasado: no solamente volver atrás para representarlo, sino también para transformarlo. Recordar escribiendo es un acto de utopía retrospectiva. La representación literaria de la memoria sucede en un espacio de libertad, en un cruce de planos temporales donde el testigo tiene capacidad de decisión. Por eso en literatura la nostalgia tiene trampa: muchas veces el autor rescata aquello que no pudo vivir. Ir en busca del tiempo perdido no significa simplemente regresar, sino elegir de nuevo los senderos. Conquistar otra memoria. Adelantarse al pasado. En cuanto al tiempo futuro (y aunque ningún escritor sea un profeta), el valor profético de la escritura misma me parece indudable. En este sentido, toda literatura pertenece a la ciencia ficción. O quizá la ciencia ficción haya querido centrarse en una de las funciones básicas de la escritura: recordarnos el futuro. Evocar unos tiempos que quién sabe si vendrán.

Breve ensayo sobre el significado de ser joven por María Andrea Díaz

Hace unas semanas en el Centro Cultural Comfandi, durante el lanzamiento del Centro Juvenil de Producción de Medios Audiovisuales y Multimediales, Mediux, un proyecto para jóvenes apoyado por la Secretaria del Desarrollo Social y la Gobernación del Valle del Cauca, un amigo me presentó a Diana Montenegro, directora del cortometraje Sin decir nada, producido hace dos años por la Universidad del Valle. A diferencia de nosotros, ella había llegado a la inauguración buscando apoyo económico para asistir a la premiación de otro certamen audiovisual en Tokyo, Japón, luego de haber recogido, además de varios reconocimientos internacionales, el premio India Catalina en Colombia, el Tres Cantos en España y el Festival de Venezuela como mejor cortometraje. Estábamos hablando sobre las apreciaciones que habían hecho desconocidos a su video, (lesbianas, personas de la tercera edad, heterosexuales, heteroflexibles, etc) cuando me traicionó el inconsciente y le pregunté sin adornos: ¿y qué dice tu mamá? Por la respuesta quejumbrosa que me dio, algo así como “tengo que ganarme un Oscar. Qué cosa para no creer en uno” comprendí algo que no es tan absoluto como suena, pero guarda su verdad en la paradoja: los jóvenes de hoy en día estamos sobrevalorados.

Desde mediados de los años setenta, con antecedentes revolucionarios de corte cultural y político, la infancia como estadio estructurante de integridad física y mental para la edad adulta, cobró la importancia que merecía gracias al desarrollo de pseudociencias experimentales como el psicoanálisis. Con ello y el posterior desencantamiento ideológico, acompañado del avance de las ciencias sociales que predicaban “atender a las cosas tal cual era y explicarlas en términos descriptivos, en lugar de perderse en fundamentaciones normativas” [1] sobrevino el reconocimiento de ser joven como capital superior de vida, garante de capacidad creativa y vigor. Síntomas sociales como la proliferación de intervenciones quirúrgicas como la blefaroplastia, cuyo propósito consiste en rejuvenecer la expresión de los ojos mediante la manipulación de los parpados caídos, así como la masificación del consumo de productos cosméticos, de fármacos masculinos como el viagra y de tratamientos retardantes de la caída del cabello, son indicadores de esta transformación cultural contemporánea que vapulea a su modo, otras formas de pensar y otras etapas de la vida por un culto redentor al hecho de ser joven.

Si bien cuarenta o cincuenta años atrás, ser joven significaba llevar a cabo un proyecto de vida concreto, dirigido por un objetivo distintivo de la época que identificaba su figura con la de un humano inacabado, excluido penosamente de la actividad política y sin otra opción que desarrollarse "en la fantasía y la intelectualización"[2], actualmente, por sus meritorias aportaciones a ese entramado de movimientos y arquetipos de vida que conocemos como contracultura, que no es otra cosa que una corriente trasgresora de los valores hegemónicos de la cultura occidental europea, objeto de dominación por muchos siglos y madre putativa de la Ilustración, son muy pocos los que desconocen el término de tribu urbana, ya sea porque pertenecen a una de ellas, son su objeto de estudio o porque sienten aversión por el "pensamiento débil"[3]. De cualquier forma, sin echar por la borda el reconocimiento merecido, el problema de estas maneras colectivas de construir identidades sobre microsistemas simbólicos autosugestionados - que aparecen ante la necesidad de responder a ciertas demandas propias de nuestra época, y que a lo mejor no son más que el gran síntoma de ese malestar contemporáneo que algunos psicólogos denominan la crisis del cuarto de vida, caracterizado entre otras cosas, por una confusión generalizada acerca de la identidad propia, acompañada de un modo de pensarse tan solitario que engendra deseos súbitos de vincularse a algo o de tener hijos - es que rara vez logran conciliar su ideología estética única, superior a todas e irrepetible, con valores de presunción universal como el respeto auténtico por la diferencia, esencial para la construcción y preservación de la sociedad civil. Esto no sería importante, si aquellos que pululan por las avenidas con faldas largas rotas o las cejas rapadas*, fueran viejos jubilados dedicados al ocio, agotados por los embates de la vida y casi a punto de morir. En otras palabras más objetivas, sí es cierto que toda nueva generación encarna una promesa para la sociedad naciente, en la medida en que representa una fuerza de trabajo virgen, sostenida en ideales, expectativas y esperanzas, y con cierta tendencia a vagabundear por sendas que muchas veces desembocan en la “re-innovación”. No obstante, y sabiendo de antemano que es imposible volver a encarrilar toda una época dentro del margen de premisas ancestrales pre-ocupadas por el devenir, el valor de una sociedad que se levanta, seguramente al contrario de lo que piensan los humanistas, no viene - en términos sociofuncionales- intrínseco con su nacimiento, sino que se trata más bien de, en palabras del escritor José Antonio Marina, “hacer que algo valioso que no existía, exista”.[4]

En un ensayo titulado ¿Crisis o duelo?, basado entre otros documentos, sobre una tesis de la Universidad de Costa Rica llamada la adolescencia en tanto encuentro con la muerte, la autora, Liliana Marín Badilla, estima que durante este periodo lo usual es que quienes lo atraviesan se encuentren en una pugna semejante a la de “entre espada y la pared”, luego del derrumbamiento de casi todas las figuras ideales construidas en el transcurso de la infancia, que además de arrastrar consigo muchos paradigmas morales de su código ético cultural, deja al adolescente más solo que nunca al despojarlo de sus antiguos criterios de valor. Quizá el gran problema no estribe tanto en la disolución, muchas veces necesaria, de dichos referentes, como en el peligro que supone perderse en otras reglamentaciones que atenten contra él mismo o exacerben su voluntad individual al punto de permitirle el atropello a los otros. Es en este sentido, que especulo sobre una idealización por parte de las generaciones caídas hacía la juventud contemporánea, que más necesitada de odas que enaltezcan su brillo o el hipotético peso en oro del pasaporte que es hacia un presunto mejor mañana, está ávida de comunicarse con ella misma hasta el punto de explotar como una gran piñata infantil, entre la conmoción de gritos y colores y el estallido magnifico del cartón paja, quizá solo para entender su necesidad de recordar una instancia superior olvidada.

Bibliografía

--------“Blefaroplastia” en
http://es.wikipedia.org/wiki/Blefaroplastia

--------“Crisis del cuarto de vida” en
http://es.wikipedia.org/wiki/Crisis_del_cuarto_de_vida

--------“Pensamiento débil” en: http://es.wikipedia.org/wiki/Pensamiento_d%C3%A9bil

ARBISER Samuel, “Una Historia del Psicoanálisis en la Argentina” en: http://www.apdeba.org/index.php?option=content&task=view&id=258

BADILLA Liliana Marín, “Adolescencia ¿crisis o duelo?” En: http://www.monografias.com/trabajos15/adolescencia-crisis/adolescencia-crisis.shtml

GRUESO Delfin Ignacio, Introducción a la Filosofía Política (2008) – Diagramado e impreso en la Unidad de Artes Gráficas de la Facultad de Humanidades.

LATORRE Ezequiel, “El adolescente y su educación en la sociedad actual.Un problema de comunicación” en: http://www.monografias.com/trabajos10/eladoles/eladoles.shtml

MARINA José Antonio, El rompecabezas de la sexualidad (2002) – Editorial Anagrama

[1] Delfín Ignacio Grueso
[2] Ezequiel Latorre
[3] “Frente a una lógica férrea y unívoca, necesidad de dar libre curso a la interpretación; frente a una política monolítica y vertical del partido, necesidad de apoyar a los movimientos sociales trasversales; frente a la soberbia de la vanguardia artística, recuperación de un arte popular y plural; frente a una Europa etnocéntrica, una visión mundial de las culturas.”
[4] José Antonio Marina
* A propósito de las tribus urbanas

miércoles, 25 de marzo de 2009

Juventud: responsabilidad política por Nathalia Arango N.

En 1983, las Naciones Unidas declararon como jóvenes “a todas las personas que tienen entre 15 y 24 años”, es decir, a quienes están entre la pubertad y la edad adulta. Pero, ¿cómo definir el término “joven” sin la existencia de su antónimo, “viejo”? Tomaremos por viejo a todo aquel que vive en el pasado, al que cree que todo funciona a la perfección con el sistema empleado hace años pero sobre todo llamaremos así a quien se niegue a reconocer la validez de los pensamientos de los jóvenes sólo porque estos no tienen la “experiencia” suficiente para opinar.
Ser joven es tener ideas nuevas y querer cambiar lo que no está funcionando; sin embargo, no basta con creerlo, la responsabilidad de los “nuevos adultos” es actuar, llevar esas ideas y esos cambios a la práctica. Está en nuestras manos aquella labor que suena a frase de cajón: cambiar el mundo.
Una muestra de la importancia del contraste entre lo viejo y lo joven se dio en la última elección presidencial en los Estados Unidos. Un hombre negro de 47 años le ganó a uno caucásico de 72. Y lo que todos llamaron “triunfo racial” fue, en realidad, un triunfo de la juventud[1], pues de las personas que votaron teniendo en cuenta la edad de los candidatos, el 78% lo hizo por Barack Obama.
Se ha perdido el prejuicio de la experiencia como sabiduría. En nuestro país tenemos ejemplos claros de eso. Juan Carlos Abadía, gobernador del Valle del Cauca, cuenta con apenas 30 años. El alcalde de los caleños, Jorge Iván Ospina, tiene 43 y Andrés Felipe Arias, posible candidato para el periodo presidencial 2010-2014, tiene 35.
Aunque tienen más de los 24 años estipulados por la ONU para ser llamados jóvenes, si tenemos en cuenta la distinción entre este término y el de “viejo” se podría decir que al encasillar a sus oponentes dentro de los viejos, ellos entrarían a ser parte de los “jóvenes”. En un mundo como el político para el que hay que estar muy preparados -los retos que implica son innumerables- tener esas edades es poco común. Y es por eso que considero jóvenes a quienes he mencionado. La universidad la terminan aproximadamente a los 22-23 años, y si van a hacer un doctorado tardan 5 años más, y de ahí a aspirar a un cargo como el que ocupan, o desean ocupar se supone que deberían haber pasado por otros de menor rango. Además los podemos llamar jóvenes porque sus políticas contienen ideas innovadoras que incluyen a la juventud, un sector de la población, antes olvidado.
De hecho, en la campaña de Obama fue necesario el apoyo de los jóvenes. Mark Strama atribuye el éxito del actual presidente con la juventud a que “… este candidato los ha tomado en serio. Ha demostrado un interés genuino en ellos. En los temas que les preocupan. Tiene la capacidad de atraer su atención. Aquí, en Austin, su campaña abrió una oficina en el campus de la universidad además de la que tienen en el centro. Las otras campañas no hacen esto porque les cuesta dinero. Obama, si. Y los jóvenes le han correspondido. Ahí están los estudiantes realizando trabajo voluntario con el compromiso de llevar gente a votar el día de las elecciones.”[2] Y a la misma estrategia apela Arias al declarar: “pretendo generar una auténtica revolución a favor de todos los jóvenes, de las generaciones venideras”[3].
Pero la responsabilidad no implica necesariamente aspirar a cargos públicos, el simple hecho de participar en la toma de decisiones por medio del voto contribuye al cumplimiento de nuestros deberes. No tenemos que convertirnos en candidatos presidenciales de ningún país, pero sí tomar partido, leer sobre todos los aspirantes y exigirle a quienes hemos elegido que cumplan con lo que prometieron.
Para Luis Alfredo Gómez Guerrero, miembro fundador de Calivive, los jóvenes tenemos una vía para mejorar nuestra ciudad “… el derecho. No la rebelión, aunque cuando estaba en la universidad salí muchas veces a marchar. Pero eso no sirve.” Así, “desde afuera” logró junto con varios amigos reunir firmas para la revocatoria al mandato de Apolinar Salcedo. Y aunque no funcionó, declara que: “logramos despertar a la gente, y marcar el precedente de que en Cali los jóvenes no vamos a permitir que se sigan aprovechando”. Y ese es solo un ejemplo de lo que se puede hacer, ya sea protestando o haciendo uso de los mecanismos de participación se construye ciudad, país, y tal vez lo más importante “identidad”. Como Calivive, hay muchos grupos en nuestra ciudad de jóvenes trabajando, tanto en política como en obras sociales, “un techo para mi país Colombia” es otra muestra de eso.
Se asocia constantemente con el término juventud a la música, a la diversión y a la libertad; pero actualmente estamos demostrando que la responsabilidad también nos pertenece. Que estamos manejando el hecho de convertirnos en ciudadanos, y que nos estamos cansando del mundo que nos han impuesto los mayores (los “viejos”). Incluso quienes toman las decisiones se dieron cuenta del valor agregado que implica tener a la juventud de su parte.
Hoy en día, la juventud no es sinónimo de ignorancia, podemos tomar como derecho y como deber hacer de nuestras ideas una realidad, y si no hemos de cambiar el mundo por lo menos seguiremos intentando mejorar el nuestro. Desde ahora nos estamos preparando para enfrentar los retos que vendrán más adelante, cuando seamos “nuevos adultos” y debamos actuar “desde adentro”.

[1] Tomado de http://www.diariodirecto.com/internacional/2008/11/05/edad-obama-factor-decisivo
[2] Tomado de www.exonline.com.mx
[3] Tomado de www.elpais.com.co

Una buena ubicación por Román Andrés Jiménez Oviedo

Debéis saber cortesanos, que no suelo detenerme en lo que significa este país; creo que no podría hacer mucha diferencia. Quizá no me atrevo a compararlo con otro porque no tengo con qué. Siempre nos detendremos a pensar acerca de lo que significa la vida. No puede ser más cliché, ni será nada nuevo -tampoco lo más común-, pero creo que somos muchos quienes nos hemos preguntado sobre qué significa nuestra existencia. Y creo que ninguno ha quedado satisfecho con la respuesta. No sé; la historia indica que todo se remonta a Grecia. Es dicho que los primeros grandes pensadores, los primeros que se atrevieron a especular lo que es la vida, vivieron en Grecia. Aquellos hombres –ni una sola mujer- impulsados por quién sabe qué, fueron adelantados del pensamiento verdadero. Tenían tiempo libre. Es sabido que la filosofía es resultado de nuestro bien apreciado ocio. Del ocio, todo lo que hago; del ocio, el interés. Por ocio pienso, por ocio me ocupo, por ocio me aburro. Fue por ocio que humanistas, existencialistas, vitalistas, fueron lo que fueron y así lo hicieron saber al mundo. La historia es la prueba. Por esto agradezco al ocio, porque por él una de las cosas que me mantiene expectante por vivir, existe. Porque por él podemos tomarnos 5 minutos a la espera un auto, esperando al mesero con la carta, o justo antes de dormir, para pensar en realidades y existencias. Para pensar nuestra existencia.

Quiero hablar de la vida de un joven en Colombia, en una ciudad metrópoli, en una universidad pública. Lo haré desde la perspectiva de un joven, de lo que significa la vida para él. Quiéralo o no, estaré hablando por mí. Las condiciones –edad y ubicación geográfica- fueron sentadas para que me aplicaran. Sería un idiota si no tomara tanto mi propia experiencia como la ajena en mi beneficio.

La vida de un joven sigue ciertos parámetros, cumple con ciertos cánones como la de un niño o un adulto. No son reglas absolutas pero son tendencia. De un niño se espera que estudie y que juegue; eso es un niño normal. Un adulto de edad media debe trabajar, probablemente tener una familia, hijos, y velar por ellos; su familia y su trabajo son su vida. De un adulto mayor quien ya ha vivido lo que debía, no se espera mucho: que tenga una pensión, que malcríe a sus nietos de tenerlos, que sea atendido atentamente en las reuniones familiares. Los jóvenes podrían ser más que jugar, trabajar o esperar la muerte. Es una edad crítica, los adultos pueden dar fe, o quisiera ver a algún padre no preocupado por lo que hace su hijo adolescente. Para la ley colombiana, joven es aquel entre los 14 y los 26 años. Habrá quien no esté de acuerdo pero es sólo para haceros a una idea. Cuando hablo de una edad crítica no quiero comprender todo ese rango; más bien quisiera hablar de aquellos entre los 16 y los 21. A los 16 supongo que se empieza a buscar una identidad. Tal vez antes se puedan hacer pequeños intentos. A los 16 estás cerca de terminar una etapa de tu vida académica; los conflictos y diferencias que habían empezado con tus padres hace unos 3 años no desaparecen pero tu capacidad analítica es mayor. Aún eres un ignorante pero a los 16 podrías estar cerca de saberlo. La edad en que lo que más se necesita, y por tanto lo más esquivo, es estabilidad. De los 16 a los 21 se forja lo que será el adulto; se adquieren sus consecuencias. La única causante de todas las desventuras que se puedan vivir, tiene nombre propio: responsabilidad. La sola idea de sentir, como nunca antes lo habíamos hecho, que le debemos algo a alguien que no seamos nosotros mismos, nos apabulla. Nos sentimos impotentes frente a una sociedad expectante a nuestro más mínimo movimiento. Que la humanidad espere algo de ti -que muchas veces ni siquiera sabes qué es- es algo difícil a acostumbrarse. La vida de un joven transcurre entre ires y venires en un mundo de incertidumbre. Puede ser fácilmente la etapa más difícil de la vida. Claro que cuando se deja atrás, será también la que más enseñanzas habrá dejado.

Ahora la vida en Colombia. No muy diferente a la vida en Cali. Quizá los pocos factores en que no coincidan Cali y el resto de Colombia pueden deberse a razones propias de cada lugar, como el clima por ejemplo. Colombia en el 2.009 es un país con historia. Somos un país relativamente nuevo cuando nos acercamos a nuestro bicentenario. Colombia no ha sido siempre guerra y violencia, pero éstas sí han sido frecuentes invitadas a nuestra historia. Basta mirar atrás al día cuando todo empezó. Nuestros antepasados en cierta reyerta con un florero o algo así, se sublevaron ante el yugo español dueño de estas tierras para la época, y consiguieron para nosotros lo que hoy somos, Colombia. Más recientemente han sido intereses sobre todo políticos los que han escrito nuestra historia con sangre. Liberales, conservadores, un caudillo, campesinos, guerrillas. Un joven colombiano hoy, no podría decir que vive en una sociedad violenta si tuviera idea de la que sus padres vivieron. Afortunadamente, aunque a muchos cueste admitirlo, son tiempos alentadores los que se están viviendo. El país, mal que bien, está progresando; así las oportunidades habrán de hacerlo. Nuevos horizontes prometedores se abren a nuestros jóvenes. La desigualdad social no ha desaparecido y no lo hará en algún tiempo; por esto lo que aquí se afirme por supuesto que no aplicará al último joven colombiano. Sólo hablamos de tendencias.

Ahora una ciudad como Cali, cerca del pacífico colombiano. Cuando dije lo de las diferencias y el clima lo hice pensando en Cali. Medité sobre en qué podría diferenciarse la vida de un joven caleño a la de uno bogotano por ejemplo. Inmediatamente pensamos en el estilo de vida, no sólo de la juventud sino de toda la población. Pese a ser ambas ciudades desarrolladas y con un presuroso ritmo de vida, el caleño como el costeño o el negro, emanan algo difícil de ver en la capital: jovialidad. No hay otra explicación que el clima. Y es que quien podría ser jovial y vivir riendo, saltando y bailando todos los días, con temperaturas de 8°C. No culpo a mis amigos del interior. Las dificultades existenciales que su naturaleza le impone a un joven caleño, parecieran tener menos protagonismo entre tanta alegría. Aún así nunca se irán del todo. De nuevo al clima, pero es que días soleados y la brisa que dicen sólo se siente aquí a las 5 de la tarde, impiden a cualquiera, joven o viejo, amargar su vida. Pero no todos pueden ser igual de felices; debe haber diferencias. Ya llegamos a que el clima nos hace felices a todos sin excepción, pero qué es entonces lo que nos impide a todos los caleños ser un ejército de clones que sólo ríe y baila. Bueno, es aquí donde pasamos a analizar al individuo desde un plano más cerrado, desde una categoría menos generalizadora. La estructura de círculos para analizarlo se hace más estrecha. Las diferencias sociales son las que hacen de los jóvenes caleños, unos diferentes de otros. En un país con desigualdad social la diferencia está al orden del día. Tal vez algún día copiemos el modelo chino de ciudades sin estratificación social, pero sólo eso. Es en las diferencias sociales donde prioridades, costumbres y expectativas toman rumbos separados. Un buen laboratorio para ser testigos de esta variedad es un recinto educativo. En Cali el más grande y por ende el de más variedad es la Universidad del Valle, universidad pública, 10.000-15.000 estudiantes, “en pie de lucha”, y con mucha tela por cortar.

En Univalle el día a día transcurre entre las horas de clase, la hora del almuerzo, más clases y algún momento de esparcimiento. Por ser una institución de carácter oficial –no necesariamente pública- la gran mayoría de estudiantes está entre los estratos 1, 2 y 3. Del 4, 5 y 6 también hay, pero lejos en cantidad de los primeros. Al caso no importa la falta de equilibrio pues lo que haremos será tomar un individuo promedio, trabajaremos con nuestro modelo estándar construido a través de la experiencia propia. Hay diferencias desde el mismo momento de ingresar a la universidad. Para el estudiante de estrato bajo éste será el logro más significativo de su vida y por ello será reconocido por su familia porque de ella no son muchos los que lo han logrado. Para el de estrato alto será una aventura que quiso tomar al no ir como sus compañeros a una universidad privada. Ya estando adentro la prioridad del primero será la que se supone siempre debería ser, es decir el estudio. Cuanto más baja la condición social más interés por el estudio se verá. Claro que últimamente una nueva generación de básicos inconscientes se toma las aulas. Estos pseudo-pirobos* tienen como prioridad construir una imagen, una imagen de pirobos. Aprenden por imitación pero por más que lo intenten no pueden ser iguales a estos jóvenes adinerados. Fácilmente los puedo distinguir. Adoptan todas las habitudes de estos jóvenes de situación económica afortunada, como vestir indumentaria de marca, olvidar el estudio y dedicarse a pensar en la rumba del viernes. La historia se invierte. Los jóvenes de estrato 4, 5 y 6 que tenían esas costumbres que los nuevos ricos están imitando, son cada vez menos. Ahora son ellos quienes gracias a la mejor academia que poseen, sientan sus prioridades en el camino adecuado. Parece que cada vez más están dejando esa banalidad para los que vienen tras de ellos.

No todo en Univalle se trata de básicos e inteligentes. También hay deportistas, artistas, bohemios. Todos jóvenes con problemas. Estoy seguro que en la mejor universidad de Reikjavic los jóvenes tampoco tienen una vida perfecta. Es la naturaleza humana, es la naturaleza de los jóvenes. Una etapa llena de problemas ante la que no hay nada que hacer excepto esperar que pase. Siempre habrá una salida al final, la madurez, o una salida de emergencia, el suicidio. Es éste último lo “peor” que podría ocurrir, pero eso es porque desconocemos el significado de la muerte. Al final cuando se habla de juventud es porque se hace desde una visión retrospectiva, desde la adultez, es porque no tomamos la salida de emergencia. Por la juventud, lo único que podemos hacer es buscar una buena ubicación para observar, sentar patrones de comportamiento y compartirlos. Todo por simple ocio.

*Pirobo: Gomelo// Joven en situación económica favorable.

domingo, 22 de marzo de 2009

Consejos de Wolcott Gibbs a sus editores

El típico colaborador de esta revista es semianalfabeto; es demasiado rebuscado y propenso a las variaciones sin sentido. Es de esperar que use tres oraciones cuando podría usar una sola palabra. Es imposible plantear una fórmula precisa y completa para ordenar el caos que resulta, pero existen algunas reglas generales:

1 Los escritores usan demasiados adverbios. Recientemente en una página encontré once que modificaban el verbo “dije”: él dijo violentamente, elocuentemente, intensamente, etc. Si un escritor no puede indicar la forma en que habla su personaje a través del texto, debería dedicarse a otra cosa. De todos modos, es imposible que un personaje pase por todos estos estados emocionales, uno después de otro. Quizá Lon Chaney pueda, pero está muerto.

2 La palabra “dijo” es perfecta. Los esfuerzos que se hacen para evitar la repetición, usando gruñó, refunfuñó, masculló son un desperdicio y ofenden a los puros de corazón.

3 Nuestros escritores están llenos de clichés, como los viejos altillos están llenos de murciélagos. Para evitarlos, no hay reglas, con una única excepción: todo lo que uno sospecha que es un cliché sin duda lo es y es mejor eliminarlo.

4 Los apellidos cómicos son cosa del pasado. Cualquier personaje que se llame Culotti o Tetoni debe ser rebautizado. Lo mismo vale para los animales, las ciudades, los nombres de libros imaginarios y todo lo que se les pueda ocurrir.

5 El jefe, Mr. Ross, tiene un prejuicio con que demasiadas oraciones empiecen con “y” o “pero”. Dice que son conjunciones y no deberían ser usadas puramente como efecto literario. O si lo son, por lo menos deben ser usadas juiciosamente.

6 Con respecto a palabras como “pequeño”, “vago”, “confundido”, etc.: el asunto es que el típico escritor del New Yorker, desafortunadamente influido por Mr. Thurber, cree que el texto ideal para la revista trata de un hombrecillo indefinido, desesperadamente confundido por una civilización amenazadora y complicada. Cuando este estilo no tiene nada que ver con el texto (como en general sucede) debe ser considerado con sospecha.

7 La repetición de algo que se ha dicho antes en el diálogo desapareció con el Ford T: “Marion me resultaba insoportable. Me resultas insoportable, Marion –digo”. Esto aparece más de lo que uno cree.

8 Para citar a Mr. Ross: “A nadie le importan un bledo los problemas de un escritor, excepto a otro escritor. Textos sobre escritores, periodistas, poetas, etc., son desaconsejados en principio. Siempre que sea posible, el protagonista debería ser transplantado arbitrariamente a otra profesión. Cuando la referencia es innecesaria o incidental, eliminarla.

9 Un manuscrito deberá ser editado con lápiz negro y con decisión.

10 Por alguna razón, los escritores tienen una tendencia a desconfiar de los largos pasajes de diálogo y los cortan estúpidamente con interpolaciones del tipo: “El señor Kaplan se sintió uno con el universo”, o algo por el estilo. Esto aparece con frecuencia en el medio de una conversación, porque el autor sospecha que el lector está desatento.

11 Los escritores también le tienen mucho cariño a una última frase, vagamente oscura o cósmica. “De repente el Sr. Holtzmann se sintió muy cansado”. Punto final. Esto ha aparecido en demasiados textos en los últimos años. Es siempre una buena idea considerar si la última oración de un texto es legítima y necesaria, o si se trata simplemente del autor haciéndose el vivo.

12 Trátese de conservar el estilo del autor si es un autor y si tiene estilo. Trátese de que el diálogo suene como se habla y no como se escribe.

13 Cuántos de estos cambios se pueden hacer, desde ya, depende del escritor editado. Si miramos una lista de escritores de la revista puedo indicar hasta qué punto cada autor admite intromisiones en su obra.

Wolcott Gibbs (1902) fue un reconocido editor, crítico, autor teatral y de relatos breves que trabajó en el New Yorker hasta su muerte, en 1958.

martes, 17 de marzo de 2009

Decir casi lo mismo por Umberto Eco

¿Qué quiere decir traducir? La respuesta inmediata, y más consoladora, podría ser: decir la misma cosa en otra lengua, eso sería así si no fuera porque, en primer lugar, tenemos muchísimos problemas para establecer qué significa "decir la misma cosa", y todos esos problemas se deben a todas esas operaciones que llamamos paráfrasis, definiciones, reformulaciones, por no hablar de la pretensión de la sustitución sinonímica. En segundo lugar, porque ante un texto traducido, no sabemos cuál es esa cosa. E incluso, en ciertos casos, hasta resulta dudoso qué quiere decir decir.

Debemos ir a buscar (para subrayar la importancia del problema de la traducción en muchas discusiones filosóficas) qué es una Cosa en Sí en la Illíada o en el canto nocturno de un pastor errante del Asia, la que debe transparentarse y fulgurar más allá y por encima de cada lengua que se traduzca... o que, por el contrario, no se deja alcanzar por más esfuerzo que se haga en la otra lengua.

Supongamos que en una novela inglesa un personaje dice it's raining cats and dogs. El traductor, pensando en decir la misma cosa traduce literalmente "llueven gatos y perros", cuando deberia traducir llueve a cántaros, o llueve a baldes. Pero, ¿Y si la novela fuera de ciencia ficción y el autor verdaderamente relatara una lluvia de perros y gatos?. Por supuesto, habría que traducirlo literalmente. Pero, ¿Y si el personaje estuviera en camino hacia el consultorio del doctor Freud para contarle que sufre una curiosa obsesión con los perros y los gatos y que se siente mucho más amenazado por ellos cada vez que llueve?. Se traduciría tambien literalmente, pero se perdería el matiz de ese Hombre de los Gatos que también estaba obsesionado por las expresiones idiomáticas. ¿Y si en una novela italiana llovieran gatos y perros, porque el autor no pudo evitar la tentación de adornar su discurso con esos penosos anglicismos? Traduciendo literalmente, el ignorante lector italiano no entendería que se está empleando un anglicismo. ¿Y si después esa novela italiana fuera traducida al inglés, como se recuperaría en ese caso el anglicismo?. ¿Habría que cambiar la nacionalidad del personaje, convirtiéndolo en un inglés con vicios italianizantes, o en un obrero londinense que habla con acento de Oxford?. Eso sería, por cierto, una licencia intolerable. ¿Y si ese it's raining cats and dogs lo dijera, en inglés, un personaje de una novela francesa? ¿Como se traduciría al inglés? Con estos ejemplos se ve hasta que punto es difícil decir qué es la cosa que un texto quiere transmitir, y como transmitirla (...).

En este punto, lo que causa problemas, ya no es tanto la idea de la misma cosa, sino más bien la idea del casi. ¿Hasta que punto puede ser elástico ese casi?. Depende del punto de vista: la Tierra es casi como Marte, en tanto ambos planetas giran en torno al Sol y tienen una forma esférica, pero podría ser casi como cualquier otro planeta que gira en otro sistema solar, y casi como el Sol, ya que ambos son cuerpos celestes, o casi como un globo, o como una pelota. Establecer la flexibilidad y la amplitud del casi depende de los criterios que se negocian preliminarmente. Decir casi la misma cosa es un procedimiento que implica una negociación. En este proceso de negociación participan varias partes. Por un lado esta el texto fuente, con sus direcciones autónomas. De él emerge la figura del autor empírico, con sus pretensiones de control, y toda la cultura en la que el texto ha nacido. Por otro lado esta el texto de llegada, la cultura en la que aparece, con el sistema de captación de sus probables lectores, o con su industria editorial, que proporciona diversos criterios de traducción sobre la base de severos conceptos filológicos o de entretenimiento. Una editorial puede pretender que, en una novela policial rusa, por ejemplo, se eliminen los signos diacríticos para transliterar los nombres de los personajes y permitirle asi al lector individualizarlos y recordarlos con mayor facilidad. (...) Ahora bien, aunque un teorico afirme que no existen reglas fijas para establecer si una traducción es correcta o mejor que otra, la práctica editorial demuestra que, al menos en el caso de errores gruesos e indiscutibles, resulta bastante facil establecer cuando una traducción es correcta. Es solo cuestión de sentido común. Pero claro, eso si entendemos sentido común como un fenómeno que muchos filósofos han abordado profundamente.

En cualquier caso, invito a los lectores a hacer un experimento elemental, pero comprensible: supongamos que le damos a un traductor un texto en francés formato A4, en tipografía Times cuerpo 12, de 200 paginas de extensión y que el traductor nos entrega como resultado de su trabajo, en el mismo formato, 400 páginas. El sentido común nos advertirá que algo no funciona en esa traducción. En ese caso, creo que podemos despedir al traductor casi sin abrir el resultado de sus esfuerzos. Si compro la traducción italiana de una obra extranjera, ya sea un tratado de sociología o una novela, espero que la traducción me ofrezca lo mejor posible esa cosa que estaba escrita en el original. Por cierto me irritarán los errores evidentes de traducción, y mucho más me escandalizará que el traductor haya hecho (por impericia o por censura deliberada) que algún personaje haga o diga algo opuesto a lo que había hecho o dicho en el texto fuente. Eso suele ocurrir en el caso de los volúmenes "adaptados" para niños, al menos, en los que yo leía.

Y cuando he descubierto la verdad leyendo el original, más tarde, no me he sentido ofendido. Pero cuando esto ha ocurrido con una traducción, he sentido que se violaban mis derechos. Se podrá objetar que se trata de convenciones editoriales, exigencias comerciales que nada tienen que ver con la filosofía o la semiótica de la traducción. Pero exijo que a esos criterios jurídico-comerciales se les sume el juicio estético o semiótico. Por otra parte recuerdo una historia que escuche de niño cuando aun estaba fresco el recuerdo de la conquista italiana de Libia y de la lucha, que duró varios años, contra bandas de rebeldes. Se contaba que un aventurero italiano iba con las tropas de ocupación, y que se hacía pasar por intérprete de árabe, sin conocer en realidad nada de esa lengua. Entonces, cuando capturaban a algun presunto rebelde lo sometían a interrogatorio. El oficial hacía una pregunta en italiano, el falso intérprete pronunciaba alguna frase en pseudoárabe, el interrogado no entendía, pero respondía algo (posiblemente que no entendía nada), el intérprete traducía al italiano lo que se le antojaba, que el hombre se negaba a responder o que confesaba todo. En cualquier caso supongo que a veces el farsante sería piadoso, y pondría en boca de su interlocutor frases que lo salvaban. No sé cómo terminó aquella historia, pero desde que la escuché entendí que la traducción es una cosa seria, que exige una ética profesional que ninguna teoría deconstructivista de la traducción podrá anular jamás.

Probar y reprobar por Umberto Eco

Muchos lectores no saben qué son exactamente los agujeros negros, y francamente yo también suelo imaginármelos como aquel enorme pez del “Submarino amarillo” que devoraba todo lo que lo rodeaba y que terminaba por engullirse a sí mismo.
Pero para comprender el sentido de la noticia que me sirve como punto de partida no hace falta saber demasiado, sino tan sólo entender que se trata de uno de los problemas más polémicos y apasionantes de la astrofísica contemporánea.
Recientemente, nos informan los periódicos, el célebre científico Stephen Hawking (no tan famoso entre el gran público por sus descubrimientos, sino más bien por la fuerza y la determinación con la que ha trabajado toda su vida, a pesar de padecer una terrible enfermedad que hubiera convertido en vegetal a otra persona), ha hecho un anuncio que parece poco sensacional.
Hawking afirma haber cometido un error al enunciar, en la década del 70, su teoría sobre los agujeros negros, y ahora se dispone a presentarse ante un consejo científico para proponer las correcciones necesarias.
A los que practican la ciencia, este comportamiento no les resulta nada excepcional, de no ser por la fama del propio Hawking, pero considero que el episodio debe ser señalado a los jóvenes de las escuelas no fundamentalistas y no confesionales para instar a la reflexión sobre los principios de la ciencia moderna.
Los medios de comunicación masiva suelen someter a juicio a la ciencia, como responsable del orgullo luciferino con el que la humanidad tiende a avanzar hacia su posible destrucción, y al hacerlo confunden evidentemente la ciencia con la tecnología.
La ciencia no es responsable del armamento atómico, del agujero de ozono, de la licuefacción de los hielos y cosas por el estilo: por el contrario, la ciencia puede ser la única capaz de combatir los riesgos que corremos cuando, empleando incluso sus propios principios, nos entregamos a tecnologías irresponsables.
Pero en las condenas a la ideología del progreso (o el llamado espíritu del iluminismo) que se escuchan y se leen frecuentemente suele identificarse el espíritu de la ciencia con el de cierta filosofía idealista del siglo XIX, para la cual la historia avanza siempre a lo mejor y hacia la realización triunfal de sí misma, del espíritu o de cualquier otro motor impulsor que marcha sin pausa hacia el fin óptimo.
Y, en el fondo, cuántos (al menos de mi generación) nos quedábamos con la duda después de leer los manuales idealistas de filosofía, de los que emergía que cada pensador que había venido a continuación había entendido mejor (o hasta "verificado") lo que habían descubierto los que lo habían precedido (como decir que Aristóteles era más inteligente que Platón). Y contra esta concepción de la historia se lanzaba Leopardi cuando ironizaba sobre esas "magníficas suertes progresivas".
Inversamente, y especialmente en nuestra época, para sustituir tanta ideología en crisis, se coquetea crecientemente con lo que se denomina el pensamiento de la tradición, según el cual durante el curso de la historia no nos hemos acercado cada vez más a la verdad, sino al contrario: todo aquello que había para comprender lo comprendieron las antiguas civilizaciones ya desaparecidas, y sólo retornando humildemente a aquel tesoro tradicional e inmutable podremos reconciliarnos con nosotros mismos y con nuestro destino.
En las versiones más desvergonzadamente ocultistas del pensamiento tradicional, la verdad era la que cultivaban las civilizaciones de las que hemos perdido todo rastro, como la de la Atlántida engullida por el mar, la de la raza hiperbórea de arianos purísimos que vivían en un casquete polar eternamente templado, de los sabios de una India perdida y otras preciosuras que, por ser indemostrables, permiten a los filosofastros y a los novelistas de segunda seguir refritando siempre la misma basura hermética para solaz de los necios y los destructivos.
Pero la ciencia moderna no cree que lo nuevo siempre tiene razón. Al contrario, se funda sobre el principio de la "falibilidad" (ya enunciado por Peirce, retomado por Popper y por tantos otros teóricos, y puesto en práctica por los prácticos), según el cual la ciencia avanza corrigiéndose continuamente a sí misma, falsificando sus hipótesis, por trial and error (ensayo y error), admitiendo sus propias equivocaciones y considerando que un experimento que no ha funcionado no es un fracaso, sino que vale tanto como un experimento exitoso, porque prueba que el camino que se estaba siguiendo era equivocado y que debe corregirse o recomenzar todo de cero.
Eso era lo que sostenía siglos atrás la Academia de la Ciencia, cuyo lema era "probar y reprobar". Y "reprobar" no significaba probar de nuevo, que sería lo de menos, sino rechazar (en el sentido de reprobación) aquello que no podía sostenerse a la luz de la racionalidad y de la experiencia.
Este modo de pensar se opone, como decía, a todo fundamentalismo, a toda interpretación literal de los textos sagrados -que son constantemente susceptibles de relectura-, a toda seguridad dogmática de las propias ideas. Esta es la "buena" filosofía, en el sentido cotidiano y socrático del término, que la escuela debería enseñar.

Los mitos de Cthulhu por Roberto Bolaño

Para Alan Pauls

Permitidme que en esta época sombría empiece con una afirmación llena de esperanza. ¡El estado actual de la literatura en lengua española es muy bueno! ¡Inmejorable! ¡óptimo!

Si fuera mejor incluso me daría miedo.Tranquilicémonos, sin embargo. Es bueno, pero nadie debe temer un ataque al corazón. No hay nada que induzca a pensar en un gran sobresalto.

Pérez Reverte, según un crítico llamado Conte, es el novelista perfecto de España. No tengo el recorte donde afirma eso, así que no lo puedo citar literalmente. Creo recordar que decía que era el novelista más perfecto de la actual literatura española, como si una vez alcanzada la perfección uno pudiera seguir perfeccionándose. Su principal mérito, pero esto no sé si lo dijo Conte o el novelista Marsé, es su legibilidad. Esa legibilidad le permite ser no sólo el más perfecto sino también el más leído. Es decir: el que más libros vende.

Según este esquema, probablemente el novelista perfecto de la narrativa española sea Vázquez Figueroa, que en sus ratos libres se dedica a inventar máquinas desalinizadoras o sistemas desalinizadores, es decir artefactos que pronto convertirán el agua de mar en agua dulce, apropiada para regadíos y para que la gente se pueda duchar e incluso, supongo, apta para ser bebida. Vázquez Figueroa no es el más perfecto, pero sin duda es perfecto. Legible lo es. Ameno lo es. Vende mucho. Sus historias, como las de Pérez Reverte, están llenas de aventuras.

Francamente, me gustaría tener aquí la reseña de ese Conte. Lástima que yo no ande por ahí guardando recortes de prensa, como el personaje de La colmena, de Cela, que guarda en un bolsillo de su raída americana el recorte de una colaboración suya en un diario de provincias, un diario del Movimiento, es de suponer, un personaje entrañable, por otra parte, al que siempre veré con el rostro de José Sacristán, un rostro pálido e inerme en la película, una jeta inconmensurable de perro apaleado con su arrugado recorte en el bolsillo, deambulando por la imposible meseta de este país. Llegado a este punto permitidme dos digresiones exegéticas o dos suspiros: Qué buen actor es José Sacristán, qué ameno, qué legible. Y qué cosa más curiosa ocurre con Cela: cada día que pasa se asemeja más a un dueño de fundo chileno o a un dueño de rancho mexicano; sus hijos naturales, como dicen los púdicos latinoamericanos, o sus bastardos, aparecen y crecen como los matorrales, vulgares y a disgusto, pero tenaces y con la voz bronca, o como las cándidas lilas en los lotes baldíos, según la expresión del cándido Eliot.

Si al cadáver increíblemente gordo de Cela lo amarramos a un caballo blanco, podemos y de hecho tenemos a un nuevo Cid de las letras españolas.

Declaración de principios:
En principio yo no tengo nada contra la claridad y la amenidad. Luego, ya veremos.

Esto siempre resulta conveniente declararlo cuando uno se adentra en esta especie de Club Mediterranée hábilmente camuflado de pantano, de desierto, de suburbio obrero, de novela-espejo que se mira a sí misma.

Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿Por qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito, digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro De Prada, venden tanto? ¿Sólo porque son amenos y claros? ¿Sólo porque cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden sólo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se equivocan, no en cuanto lectores, obviamente, sino en cuanto consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus novelas o sus cuentos. El crítico Conte esto lo sabe o tal vez, porque es joven, lo intuye. El novelista Marsé, que es viejo, lo tiene bien aprendido. El público, el público, como le dijo García Lorca a un chapera mientras se escondían en un zaguán, no se equivoca nunca, nunca, nunca. ¿Y por qué no se equivoca nunca? Porque entiende.

Por supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio incesante de la claridad y la amenidad en la novela, que es un arte, digamos, que discurre al margen de los movimientos que transforman la historia y la historia particular, coto exclusivo de la ciencia y de la televisión, aunque en ocasiones si uno extiende la exigencia o el dictado de lo entretenido, de lo claro, al ensayo y a la filosofía, el resultado puede ser a primera vista catastrófico sin por ello perder su potencia de promesa o dejar de ser, a medio plazo, algo providencial y deseable. Por ejemplo, el pensamiento débil. Honestamente no tengo ni idea de en qué consistió (o consiste) el pensamiento débil. Su promotor, creo recordar, fue un filósofo italiano del siglo XX. Nunca leí un libro suyo ni un libro acerca de él. Entre otras razones, y no me estoy disculpando, porque carecía de dinero para comprarlo. Así que lo cierto es que, en algún periódico, debí de enterarme de su existencia. Había un pensamiento débil. Probablemente aún esté vivo el filósofo italiano. Pero en resumidas cuentas el italiano no importa. Quizá quería decir otras cosas cuando hablaba de pensamiento débil. Es probable. Lo que importa es el título de su libro. De la misma manera que cuando nos referimos al Quijote lo que menos importa es el libro sino el título y unos cuantos molinos de viento. Y cuando nos referimos a Kafka lo que menos importa (Dios me perdone) es Kafka y el fuego, sino una señora o un señor detrás de una ventanilla. (A esto se le llama concreción, imagen retenida y metabolizada por nuestro organismo, memoria histórica, solidificación del azar y del destino). La fuerza del pensamiento débil, lo intuí como si me hubiera mareado de repente, un mareo producido por el hambre, radicaba en que se proponía a sí mismo como método filosófico para la gente no versada en los sistemas filosóficos. Pensamiento débil para gente que pertenece a las clases débiles. Un obrero de la construcción de Gerona, que no se ha sentado jamás con su Tractatus logico-philosophicus al borde del andamio, a treinta metros de altura, ni lo ha releído mientras mastica su bocadillo de chope, podría, con una buena campaña publicitaria, leer al filósofo italiano o a alguno de sus discípulos, cuya escritura clara y amena e inteligible les llegaría al fondo del corazón.

En aquel momento, a pesar de los mareos, me sentí como Nietzsche en la epifanía del Eterno Retorno. Nanosegundos que se suceden inexorables y todos bendecidos por la eternidad.

¿Qué es el chope? ¿En qué consiste un bocadillo de chope? ¿Está el pan untado con tomate y unas gotitas de aceite de oliva o va el pan seco, envuelto en papel de aluminio, también llamado, por la marca del fabricante, papel albal? ¿Y en qué consiste el chope? ¿Es acaso mortadela? ¿Es una mezcla de jamón york y mortadela? ¿Una mezcla de salami y mortadela? ¿Hay algo de chorizo o salchichón en el chope? ¿Y por qué la marca del papel de aluminio se llama albal? ¿Es un apellido, el apellido del señor Nemesio Albal? ¿O alude a alba, al alba clara de los enamorados y de los trabajadores que antes de partir a su tarea meten en su tartera medio kilo de pan con su correspondiente ración de lonchas de chope?

Alba con un ligero fulgor metalizado. Alba clara sobre el cagadero. Así se llamaba un poema que escribí con Bruno Montané hace siglos. No hace mucho, sin embargo, leí que ese título y ese poema se lo atribuían a otro poeta. Ay, ay, ay, ay, los inconscientes, qué lejos se remonta el rastreo, la asechanza, el acoso. Y lo peor de todo es que el título es malísimo.

Pero volvamos al pensamiento débil, ese guante que se ajusta sobre el andamio. Amenidad no le falta. De claridad tampoco anda escaso. Y los así llamados débiles socialmente entienden perfectamente el mensaje. Hitler, por ejemplo, es un ensayista o un filósofo, como queráis llamarle, de pensamiento débil. ¡Se le entiende todo! Los libros de autoayuda son en realidad libros de filosofía práctica, de filosofía amena, en la calle, filosofía inteligible para la mujer y para el hombre. Ese filósofo español, que glosa y que interpreta los avatares del programa de televisión «Gran Hermano», es un filósofo legible y claro, aunque en su caso la revelación haya llegado con algunas décadas de retraso. No consigo recordar su nombre, pues este discurso, como muchos de vosotros ya habéis adivinado, lo escribo de memoria y pocos días antes de ser pronunciado. Sólo recuerdo que el filósofo pasó muchos años en un país latinoamericano, un país que imagino tropical, harto del exilio, harto de los mosquitos, harto de la atroz exuberancia de las flores del mal. Ahora el viejo filósofo vive en una ciudad española que no está en Andalucía, soportando inviernos interminables, cubierto con una bufanda y con una boina, contemplando en la tele a los concursantes de «Gran Hermano» y escribiendo sus apuntes en una libreta de hojas blancas y frías como la nieve.

Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de teología. Un tipo cuyo nombre no recuerdo, especialista en ovnis, es quien escribe los mejores libros de divulgación científica. Lucía Etxebarría es quien escribe los mejores libros sobre intertextualidad. Sánchez Dragó es quien mejor escribe los libros sobre multiculturalidad. Juan Goytisolo es quien escribe los mejores libros políticos. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros sobre historia y mitos. Ana Rosa Quintana, una presentadora de televisión simpatiquísima, es quien escribe el mejor libro sobre la mujer maltratada de nuestros días. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de viajes. Me encanta Sánchez Dragó. No se le notan los años. ¿Se teñirá el pelo con henna o con un tinte común y corriente de peluquería? ¿O no le salen canas? ¿Y si no le salen canas, por qué no se queda calvo, que es lo que suele pasarles a aquellos que conservan su viejo color de pelo?

Y la pregunta que de verdad me importa: ¿Qué espera Sánchez Dragó para invitarme a su programa de televisión? ¿Que me ponga de rodillas y me arrastre hacia él como el pecador hacia la zarza ardiente? ¿Que mi salud sea más mala de lo que ya es? ¿Que consiga una recomendación de Pitita Ridruejo? ¡Pues ándate con cuidado, Víctor Sánchez Dragó! ¡Mi paciencia tiene un límite y yo en otro tiempo estuve en la pesada! ¡No digas luego que nadie te lo advirtió, Gregorio Sánchez Dragó!

Sepan. A manderecha del poste rutinario, viniendo, claro está, desde el nornoroeste, allí mero donde se aburre una osamenta, se puede divisar ya Comala, la ciudad de la muerte. Hacia esa ciudad se dirige montado en un asno este discurso magistral y hacia esa ciudad me dirijo yo y todos ustedes, de una u otra manera, con mayor o menor alevosía. Pero antes de entrar en ella me gustaría contar una historia referida por Nicanor Parra, a quien consideraría mi maestro si yo tuviera suficientes méritos como para ser su discípulo, que no es el caso. Un día, no hace demasiado, a Nicanor Parra lo nombraron doctor honoris causa por la Universidad de Concepción. Lo mismo lo hubieran podido nombrar doctor honoris causa por la Universidad de Santa Bárbara o Mulchén o Coigüe, en Chile, según me cuentan, bastaba con tener la primaria terminada y una casa más o menos grande para fundar una universidad privada, beneficios del libre mercado. Lo cierto es que la Universidad de Concepción tiene cierto prestigio, es una universidad grande, hasta donde sé todavía es estatal, y allí homenajean a Nicanor Parra y lo nombran doctor honoris causa y lo invitan a pronunciar una clase magistral. Nicanor Parra acude y lo primero que explica es que cuando él era un niño o un adolescente, había ido a esa universidad, pero no a estudiar sino a vender bocadillos, que en Chile se los llama sándwich o sánguches, que los estudiantes compraban y devoraban entre clase y clase. A veces Nicanor Parra iba acompañando a su tío, otras iba acompañando a su madre y en alguna ocasión acudió solo, con la bolsa llena de sánguches cubiertos no con papel albal sino con papel de periódico o con papel de estraza, y tal vez ni siquiera con una bolsa sino con un canasto, tapado con un paño de cocina por motivos higiénicos y estéticos e incluso prácticos. Y ante la sala llena de profesores sureños que sonreían Nicanor Parra evocó la vieja Universidad de Concepción, que probablemente se está perdiendo en el vacío y que sigue, ahora, perdiéndose en la inercia del vacío o de nuestra percepción del vacío, y se recordó a sí mismo, digamos, mal vestido y con ojotas, con la ropa que no tarda en quedarles pequeña a los adolescentes pobres, y todo, hasta el olor de aquellos tiempos, que era un olor a resfriado chileno, a constipado sureño, quedó atrapado como una mariposa ante la pregunta que se plantea y nos plantea Wittgenstein, desde otro tiempo y desde la lejana Europa, y que no tiene respuesta: ¿esta mano es una mano o no es una mano?

Latinoamérica fue el manicomio de Europa así como Estados Unidos fue su fábrica. La fábrica está ahora en poder de los capataces y locos huidos son su mano de obra. El manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su propia grasa.

Hoy he leído una entrevista con un prestigioso y resabiado escritor latinoamericano. Le dicen que cite a tres personajes que admire. Responde. Nelson Mándela, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Se podría escribir una tesis sobre el estado de la literatura latinoamericana sólo basándose en esa respuesta. El lector ocioso puede preguntarse en qué se parecen estos tres personajes. Hay algo que une a dos de ellos: el Premio Nobel. Hay más de algo que los une a los tres: hace años fueron de izquierda. Es probable que los tres admiren la voz de Miriam Makeba. Es probable que los tres hayan bailado, García Márquez y Vargas Llosa en abigarrados apartamentos de latinoamericanos, Mándela en la soledad de su celda, el pegadizo pata-pata. Los tres dejan delfines lamentables, escritores epigonales, pero claros y amenos, en el caso de García Márquez y Vargas Llosa, y el inefable Thabo Mbeki, actual presidente de Sudáfrica, que niega la existencia del sida, en el caso de Mándela. ¿Cómo alguien puede decir, y quedarse tan fresco, que los personajes que más admira son estos tres? ¿Por qué no Bush, Putin y Castro? ¿Por qué no el mulá Omar, Haider y Berlusconi? ¿Por qué no Sánchez Dragó, Sánchez Dragó y Sánchez Dragó, disfrazado de Santísima Trinidad?

Con declaraciones como ésta, así nos va. Por supuesto, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario (aunque esto suene innecesariamente melodramático) para que ese escritor resabiado pueda hacer esta y cualquier otra declaración, según sea su gusto y ganas. Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir lo que quiera escribir y además pueda publicar. Estoy en contra de la censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres.

En realidad la literatura latinoamericana no es Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo.

La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido declarar que tres de sus personajes inolvidables son Mándela, García Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce Echenique, no tardará en entrar de lleno en la mecánica del olvido. Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o en la Clínica Mayo de Nueva York. La mejor lección de literatura que dio Vargas Llosa fue salir a hacer jogging con las primeras luces del alba. La mejor lección de García Márquez fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún recuerdo la sonrisa que García Márquez, en aquella magna fiesta, no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia.

¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo nombrar veinte idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener problemas, no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me cuesta imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios (para que así descubramos que Bill Clinton puede recitar de memoria párrafos enteros de Huckleberry Finn con la misma soltura con que el presidente Aznar lee a Cernuda), portadas en Newsweek y anticipos millonarios.

Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.

No es de extrañar que de golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea éste de derecha o de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los espectadores o el público, el público, el público, como le decía al oído Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.

Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda y que he creado yo.

Todo es, a final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte. Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jacques Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos. La novela de Penélope Cruz en la India está a la altura de nuestros más preclaros estilistas. Llega Pe a la India. Como le gusta el color local o lo auténtico va a comer a uno de los peores restaurantes de Calcuta o de Bombay. Así lo dice Pe. Uno de los peores o uno de los más baratos o uno de los más populares. En la puerta ve a un niño famélico quien a su vez no le quita los ojos de encima. Pe se levanta y sale y le pregunta al niño qué le pasa. El niño le dice si le puede dar un vaso de leche. Curioso, pues Pe no está bebiendo leche. En cualquier caso nuestra actriz consigue un vaso de leche y se lo lleva al niño, que sigue en la puerta. Acto seguido el niño bebe el vaso de leche ante la atenta mirada de Pe. Cuando se lo acaba, cuenta Pe, la mirada de agradecimiento y de felicidad del niño la lleva a pensar en la cantidad de cosas que ella posee y que no necesita, aunque allí Pe se equivoca, pues todo, absolutamente todo lo que posee, lo necesita. Al cabo de unos días Pe mantiene una larga conversación filosófica y también de orden práctico con la madre Teresa de Calcuta. En determinado momento Pe le cuenta esta historia. Habla de lo necesario y de lo superfluo, de ser y no ser, de ser con relación a y de no ser en relación ¿con qué?, ¿y cómo?, ¿y a final de cuentas qué es eso de ser?, ¿ser tú misma?, Pe se hace un lío. La madre Teresa, mientras tanto, no para de moverse como una comadreja reumática de un lado a otro de la habitación o del porche que las cobija, mientras el sol de Calcuta, el sol balsámico y también el sol de los muertos vivientes, espolvorea sus postreros rayos imantado ya por el oeste. Eso, eso, dice la madre Teresa de Calcuta, y luego murmura algo que Pe no entiende. ¿Qué?, dice Pe en inglés. Sé tú misma. No te preocupes por arreglar el mundo, dice la madre Teresa, ayuda, ayuda, ayuda a uno, dale un vaso de leche a uno y ya será suficiente, apadrina a un niño, sólo a uno, y ya será suficiente, dice la madre Teresa en italiano y con evidente mal humor. Al caer la noche Pe vuelve al hotel. Se ducha, se cambia de ropa, se pone unas gotas de perfume sin poder dejar de pensar en las palabras de la madre Teresa. A la hora de los postres, de golpe, la iluminación. Todo consiste en sacar un pellizco microscópico de los ahorros. Todo consiste en no atribularse. Tú dale a un niño indio doce mil pesetas al año y ya estarás haciendo algo. Y no te atribules ni tengas mala conciencia. No fumes, come frutos secos y no tengas mala conciencia. El ahorro y el bien están indisolublemente unidos.

Quedan algunos enigmas flotando como ectoplasmas en el aire. ¿Si Pe iba a comer a un restaurante barato cómo es que no le dio una gastroenteritis? ¿Y por qué Pe, que tiene dinero, iba precisamente a comer a un restaurante barato? ¿Por ahorrar?

Somos malos para la cama, somos malos para la intemperie, pero buenos para el ahorro. Todo lo guardamos. Como si supiéramos que el manicomio se va a quemar. Todo lo escondemos. No sólo los tesoros que cíclicamente sustraerá Pizarro, sino las cosas más inútiles, las baratijas, hilos sueltos, cartas, botones, que enterramos en sitios que luego se borran de nuestra memoria, pues nuestra memoria es débil. Nos gusta, sin embargo, guardar, atesorar, ahorrar. Si pudiéramos, nos ahorraríamos a nosotros mismos para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.

La perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías. El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la perrera del manicomio que se quema.

Si pudiéramos crucificar a Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos prudentes. Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable. (Quién dice, por otra parte, que no hayamos crucificado a Borges. Lo dice Borges, que murió en Ginebra).

Sigamos, pues, los dictados de García Márquez y leamos a Alejandro Dumas. Hagámosle caso a Pérez Dragó o a García Conte y leamos a Pérez Reverte. En el folletón está la salvación del lector (y de paso, de la industria editorial). Quién nos lo iba a decir. Mucho presumir de Proust, mucho estudiar las páginas de Joyce que cuelgan de un alambre, y la respuesta estaba en el folletón. Ay, el folletón. Pero somos malos para la cama y probablemente volveremos a meter la pata. Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.